El fuego de la montaña. Eduardo de la Hera Buedo

El fuego de la montaña - Eduardo de la Hera Buedo


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el diálogo interreligioso estaba aún lejos de la Iglesia[136]. Una cosa tenía clara, leyendo el evangelio: le seguía cautivando el Cristo de los pobres.

      ¿Qué quedaba de los proyectos aquellos de seguir explorando Marruecos y otros lugares de África?

      Comenzaban a evaporarse, como ocurre con la niebla al elevarse el sol.

      En mayo de 1888 escribió a Maupas, secretario de McCarthy en la biblioteca de Argel: «Sigo ocupándome vagamente de los países musulmanes, con intención de viajar aún por allí; leo árabe y estudio a grandes rasgos las comarcas de Levante; pero no tengo ningún proyecto fijo y no pienso salir de Francia este año»[137].

      A finales de noviembre, por indicación del P. Huvelin, peregrinó a Tierra Santa. Repito: «por indicación del P. Huvelin». Él obedecía, e inicialmente emprendió el viaje sin demasiados entusiasmos. Sin embargo, este viaje fue el espaldarazo a su vocación religiosa. También, después de la correspondiente conversión, otros hombres ilustres, como Francisco de Asís o Ignacio de Loyola, se habían sentido empujados hacia el país de Jesús.

      El 15 o 16 de diciembre lo encontramos en Betfagé, Betania, el Cenáculo y Getsemaní. Un poco más adelante, el 25 de diciembre, celebraba el Nacimiento de Jesús en la gruta de Belén. Jesús-Niño se le ofrecía pobre y desnudo como una invitación de seguimiento. No muy lejos, al cabo de un hora de camino, en Jerusalén, visitaba la basílica del Santo Sepulcro y el Calvario. «Es preciso, quiérase o no, cambiar de pensamientos y encontrarse otra vez al pie de la cruz»[138]. El mensaje de desasimiento y de sacrificio que significa la cruz de Jesús, asaltaba por todos los flancos su itinerario de recién convertido. Iba descubriendo, como Saulo, los designios de Dios en su vida.

      El 10 de enero del año siguiente, 1889, visitó Nazaret. Ahora el encuentro lo realizó con la vida oculta, silenciosa y laboriosa de Jesús, el hijo de María y del artesano José. Se imaginaba al joven Nazareno viviendo en aquellas cuevas o descendiendo por aquellos caminos estrechos, polvorientos, encharcados en los momentos de la lluvia... («Y dijo Natanael: ¿De Nazaret puede salir algo bueno?», Jn 1,46). Otra vez, el mensaje de la sencillez de vida, del silencio y del anonimato.

      Foucauld tenía ahora clarísima una cosa: elegirá, en el camino de su entrega, aquella familia u Orden religiosa que más se parezca al modelo del generoso y humilde trabajador de Nazaret. Esta idea no le abandonará nunca. Ya casi al final de su vida, el 20 de junio de 1916, en una meditación sobre Lc 2,50-51, Charles de Foucauld se detendrá en el «descendit cum eis» («descendió con ellos y vino a Nazaret y les obedecía»).

      Se preguntaba Foucauld: ¿Qué hizo Jesús de Nazaret a lo largo de su vida, sino «descender» siempre? «Jesús no hizo otra cosa que bajar: bajar en la encarnación, bajar haciéndose criatura, bajar obedeciendo, bajar haciéndose pobre, abandonado, desterrado, perseguido, ejecutado, poniéndose siempre en el último lugar»[139].

      El 14 de febrero de 1889 Charles de Foucauld regresaba a París. Tenía un reto o desafío: buscar cuanto antes un lugar y una comunidad religiosa donde poder vivir su fe, su llamada y su espiritualidad cristianas.

      3. Después de su conversión

      Entre tanto, para no precipitarse a la hora de elegir, el P. Huvelin aconsejó a Foucauld hacer un retiro en la Abadía benedictina de Solesmes. Con una carta de recomendación de su director espiritual, Charles llegaba a la histórica abadía en abril de 1889. Huvelin no ocultaba (así lo manifestaba en la carta) que a él le parecía bien que Foucauld realizara su vocación monástica en Solesmes.

      3.1. Camino de la Trapa

      Poco sabemos de los pormenores de este retiro espiritual. Parece que a Foucauld le llegó al alma un consejo de Dom Delatte, prior de la abadía: En las horas de tristeza es bueno acordarse de dos cosas: que Dios nos ama y que la vida no es eterna[140]. Y sin embargo Charles descubrió que aquella comunidad benedictina no era su lugar. Le orientaron, entonces, hacia la Trapa de Soligny, dado que le atraía la vida cisterciense. Le parecía más próxima al espíritu de pobreza en el seguimiento de Jesús.

      El 6 de junio de 1889 el templo Parísino, dedicado al Corazón de Jesús, en la colina del Montmartre, resplandecía en toda su belleza. Se celebraba con júbilo eclesiástico la consagración de Francia al amor de Cristo, cuyo símbolo más popular es su divino corazón. Los jesuitas habían sido los encargados de difundir esta famosa devoción, de raíces tan bíblicas. A Foucauld, conocedor por experiencia del amor generoso del buen Maestro, le atraía todo lo que este corazón pregonaba y significaba. Andando el tiempo, convertiría al corazón de Jesús (coronado por una cruz) en el símbolo y distintivo de su entrega en la vida religiosa.

      En el castillo de La Barre, cerca de su prima María de Bondy, transcurrieron las últimas vacaciones familiares, antes de partir para siempre hacia su retiro religioso. Por eso aquel verano, del 14 de agosto al 15 de septiembre, tuvo mucho de lágrimas y despedidas. Nunca más volvería a disfrutar de un sosegado veraneo familiar.

      Una vez que Foucauld se decidió por la vida contemplativa y por una comunidad trapense, había que elegir lugar. ¿A qué Trapa dirigirse?

      Con ayuda del P. Huvelin, se descartaron unas como inviables y se eligieron otras como más probables. Al fin, el joven Charles se orientó hacia la Trapa de Nuestra Señora de las Nieves, en Ardèche, uno de los monasterios más altos y fríos de Francia. Esta pequeña abadía, a la que habían alcanzado los decretos de expulsión de religiosos de 1879, poseía entonces una fundación en Siria, en Cheikhlé, cerca de Akbés. Era un pequeño priorato que, desde 1882, dirigía Dom Policarpo, antiguo abad de Nuestra Señora de las Nieves[141].

      Este iba a ser su lugar: un monasterio pobre, alejado de su familia, de su patria y de todo aquello que le recordaba los extravíos de su vida pasada.

      En octubre, a modo de experiencia previa, pasó diez días en Nuestra Señora de las Nieves, conociendo la nueva vida que le esperaba. Entre tanto, se iba empapando de las lecturas de santa Teresa de Jesús, sobre todo manejaba el Libro de las Fundaciones. Le entusiasmaba la santa aventurera y contemplativa de Ávila. En aquel momento, al menos, la espiritualidad carmelitana encajaba perfectamente en la sensibilidad de Foucauld. Un oportuno retiro en Clamart, en la villa jesuítica de Manresa, disipó sus últimas dudas.

      Y, por fin, llegó la hora del «adiós».

      3.2. Lágrimas y despedidas

      Charles de Foucauld retuvo siempre, en su feliz memoria, una fecha para él inolvidable: el 15 de enero de 1890. Fue el día más largo de su vida.

      Si deseaba realizar una entrega al Cristo pobre y desnudo, si optaba por una donación radical y sincera, él sabía que debía dejar atrás todo lo que había amado. Todo: «Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí» (Mt 10,37).

      ¿Cristo invita a ir demasiado lejos? Tal vez. Foucauld, sin duda, pensaba que sí; pero sabía también que merecía la pena realizar este seguimiento. El tesoro escondido e inaudito de aquella parábola del Reino (cf Mt 13,44) consistía precisamente en esto: venderlo todo, para hacer un buen negocio. Él lo descubrió enseguida. Casi a la vez que su conversión. Ya señalé que, para Charles, conversión y vocación a la vida religiosa estuvieron íntimamente unidas. Como la cara y la cruz de las monedas aquellas del tesoro evangélico. Lo demás consistiría ya en coherencia y respuesta al don de Dios.

      ¿Lo entendieron los suyos? ¿Su familia? ¿Sus amigos? Sin duda, unos, como María de Bondy, lo entendieron y asumieron; otros, como sus amigos exploradores y militares, no demasiado. Pero probablemente todos admiraron el arrojo y la entrega de este joven decidido, valiente, alejado de las medias tintas.

      Y sin embargo el corazón es el corazón. El de un joven de treinta y dos años, como era el corazón de Charles en este momento, sensible a los amores humanos, lloró lágrimas reales y se retorció antes de partir para siempre hacia su nueva vida.

      Se


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