Letras viajeras. Manuel Rico

Letras viajeras - Manuel Rico


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suplemento Babelia, del diario El País. Es autor, entre otras obras, de los libros de poemas La densidad de los espejos (Premio Juan Ramón Jiménez de 1997), Donde nunca hubo ángeles (Visor, 2003), y De viejas estaciones invernales (Igitur, 2006). Una amplia selección de su obra poética se recoge en la antología Monólogo del entreacto. 100 poemas. (2007) publicada por Hiperión. Trenes en la niebla (Espasa, 2005) y Verano (Alianza, 2008) son sus últimas novelas, esta última galardonada con el Premio Ramón Gómez de la Serna 2009. Es autor del único ensayo publicado sobre la totalidad de la poesía de Manuel Vázquez Montalbán, Memoria, deseo y compasión (Mondadori, 2001) y del libro de viajes Por la sierra del agua (Gadir, 2007). Dirige la colección de poesía de Bartleby Editores y la sección de cultura del diario digital Nueva Tribuna.

      Con su libro Fugitiva ciudad, obtuvo el Premio Internacional de Poesía Miguel Hernández en su edición de 2012.

      Los textos que componen esta obra provienen del blog del autor “Letras viajeras”

      (http://www.eco-viajes.com/blogs/letras-viajeras/).

      Introducción

      Escribió el comediógrafo belga Francis de Croisset: “La lectura es el modo de viajar de aquellos que no pueden tomar el tren”. La literatura de viajes es, en el fondo, otra forma de viajar. Aunque hayamos visitado determinados paisajes o ciudades, aunque los conozcamos a fondo por haber vivido en ellos durante un tiempo, cuando leemos un libro, o una pieza literaria en la que se cuenta el recorrido de un determinado escritor por esos lugares, volvemos a vivir nuestra experiencia. Filtrada por la mirada del escritor, enriquecida por perspectivas nuevas, que se mezclan con nuestros recuerdos, nuestra mirada y nuestra memoria hasta fundirse con la apuesta narrativa o poética del autor.

      Intento recordar cuáles fueron mis primeras lecturas viajeras y me viene a la cabeza alguna de las leyendas de Bécquer. Aunque se trataba de un relato, tuvo la virtud de hacerme viajar al monasterio de Veruela, a los paisajes del Moncayo. Después leí al Unamuno de Por tierras de Portugal y de España, al Azorín de Castilla y, sin solución de continuidad, desemboqué en el Viaje a la Alcarria, de Camilo José Cela.

      Recuerdo aquellos “viajes” con la imaginación en tardes de verano en mi casa familiar en un barrio periférico de Madrid. Con Unamuno, olía los bosques de la sierra de la Peña de Francia, en Salamanca, o sentía el bochorno del sol implacable de algún pueblo de Castilla al mediodía o el fresco, oloroso a cuero y a madera, de alguna casa solariega con zaguán en sombra de algún capítulo del libro de Azorín, o el frío matinal en la estación de Atocha cuando Camilo José Cela se dirigía, al amanecer, al tren de madera que habría de llevarlo a Guadalajara, primera estación de su viaje inmortal.

      Eran letras viajeras, invitaciones a conocer ciudades, cordilleras, caminos, aldeas, con el poderoso instrumento de la imaginación avivada por la palabra. Después vendrían muchos libros más. Muchos viajes sin tomar el tren. A lugares que, con el paso del tiempo, pasarían de la imaginación a la realidad.

      Las páginas que siguen recuperan esa experiencia, tienen algo de sedimento de mi relación con todos esos lugares. Su textos, nacidos de mi compromiso con la regularidad que requiere un blog inserto en una revista online de viajes (Eco-Viajes.com), son el fruto de sucesivas lecturas y relecturas, de reencuentros con libros que leí hace mucho tiempo y de descubrimientos inesperados, de acercamientos a libros viajeros aparecidos en los últimos años. En su escritura he caído en la cuenta de que también en géneros como la poesía y el relato hay mucho de literatura viajera, que es posible, en ambos, descubrir y degustar su proteína visitando escenarios, paisajes y localidades de la mano del narrador o del poeta de una forma nueva, imprevista: captando sus olores, sus ruidos, su música, su esencia en definitiva.

      Todo ello (y quizá mucho más, pero eso ha de juzgarlo el lector) está en Letras viajeras. En la palabra de otros he encontrado realidades conocidas convertidas en nuevas realidades. En mi palabra, un instrumento para gozar de ellas y para transmitir ese gozo a los lectores. En eso consiste, tal vez, el misterio de la literatura. Y no sólo de la viajera. Buena lectura.

      Gentes y tierras con corazón de roble

      En la primavera de 2011 leí los primeros capítulos de Corazón de roble, de Ernesto Escapa, un apasionante viaje a lo largo del río Duero y sus afluentes. Desde Urbión y los campos de Soria a la urbe de Oporto. Libro denso de lectura fluida (aunque parezcan términos contradictorios) que nos acerca las gentes, los pueblos, las aldeas y la naturaleza que el Duero baña. Dada la variedad y la extensión del viaje que Escapa nos cuenta, me referiré a él en otros capítulos.

      En el que ahora abordamos, es Soria, provincia en la que nace y en torno a cuya capital, como escribió Machado, “traza el Duero su curva de ballesta”, la protagonista. Ernesto Escapa entra en la ciudad de iglesias románicas y calles de soportales y sombras, visita el instituto donde don Antonio daba sus clases de francés, nos cuela en la iglesia de Santo Domingo, o en la de San Nicolás, o en la Concatedral de San Pedro y nos invita a meditar en sus interiores frescos y olorosos a incienso; desciende, caminando, hasta el río y sus extensas praderas, nos acerca a Numancia y sus ruinas, nos devuelve a la ciudad, baja de nuevo al río, hasta el mágico y dorado (dorada piedra del románico) monasterio de San Juan de Duero y nos deja paseando bajo los álamos hasta llegar a la ermita de San Saturio (“álamos del camino en la ribera / del Duero, entre San Polo y San Saturio”).

      Ese viaje con las palabras a la orilla del Duero me trajo a la memoria una tarde de julio de 2008: había un cielo de nubes rizadas y viento calmo. Contemplé, a lo lejos, San Saturio con una luz especial y vi la posibilidad de atrapar el instante. Guardo como oro en paño la fotografía.

      Desde este Madrid urgente y millonario de habitantes, visitar, aunque sea con la lectura, una ciudad como Soria, en la que la modernidad se posa sin que se quiebre la sensación de tiempo detenido que se respira en sus calles, en sus cafés, en sus tiendas (mercerías, papelerías, pastelerías, alguna antigua taberna), en su viejo y sabio Casino Numancia —en cuyo edificio tiene su sede la Fundación Antonio Machado y en una de cuyas salas he tenido la fortuna de leer poemas—, es una experiencia que gratifica, invita e incita. ¿A qué? Pues a tomar el coche, o el tren, o el autobús, y perderse por un par de días como poco entre sus calles centenarias para vivir la experiencia a la que el libro de Escapa nos conduce inevitablemente. Y sentir que, al menos en parte, nuestro corazón tiene algo de ese Corazón de roble cuya coronaria avanza desde Urbión a Oporto. Y que, en Soria, late alimentado por versos de Gerardo Diego, por la prosa densa e iluminadora de Gaya Nuño, por las memorias de Dionisio Ridruejo o por los poemas de García Nieto evocando Covaleda. Pero eso, Covaleda, vendrá después. Buenas tardes.

      Donde termina la alta Alcarria

      “Ahí, donde termina

      la alta Alcarria, empieza el pino, hacen cuesta

      las viñas, nacen sin esperanza

      los centenos; ahí,

      donde se oye sobre la piel el canto

      de los grajos, está mi pueblo.

      Lugar donde la noche se hace

      desfiladero, sombra,

      cañada...”

      La pequeña ciudad se ve a los pocos kilómetros de abandonar Villaconejos de Trabaque en dirección a Priego, en la carretera provincial que llega de Guadalajara. Allí respira una palabra afilada, bruja, que ha convertido el aire, los cañones de los ríos (la Hoz de Beteta, el Estrecho de Priego) o la plaza del pueblo en raras bóvedas de templos góticos. El poeta, cuyo nombre es Diego Jesús Jiménez, duerme en el cementerio asomado a las cumbres que rodean Priego, pero su palabra está en sus libros: con ella viajamos a la orilla del Escabas, nos miramos en el espejo de sus aguas como se miran los juncos y los mimbrales, o la propia infancia del poeta, nos adentramos en los bosques donde todavía respira una naturaleza no vulnerada, avanzamos hasta Fuertescusa en busca del balneario de Solán de Cabras (un reducto del reposo y de la ensoñación en medio


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