Letras viajeras. Manuel Rico

Letras viajeras - Manuel Rico


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el autor de Rimas, de Tarazona a Veruela, a lomos de un mulo y en pleno invierno era, entonces, una tarea casi titánica. A ello se refiere Jesús Rubio Jiménez, autor del prólogo y de la edición del libro: “El trayecto final en mulo se hace brusco e incómodo para el débil poeta”. Y así lo cuenta el propio Gustavo Adolfo: “anduvimos no sé cuántas horas, porque no tenía conciencia del tiempo”.

      Bécquer nos lleva a Veruela, nos hace pasear sobre la hojarasca de los caminos de los alrededores, enamorarnos de la arquería gótica de claustro e iglesia y detenernos ante los pequeños cementerios de aldea a los que tanta devoción mostró (“en más de una aldea”, nos dice, “he visto un cementerio chico, abandonado, pobre, cubierto de ortigas y cardos silvestres, y me ha causado una impresión siempre melancólica”). También nos invita a pensar en la vida y en la muerte y, de manera muy especial, alimenta y y alienta nuestra vocación viajera. Es decir, nos invita a acudir al Moncayo, a conocer Vera, o Litago, o el pequeño Trasmoz, ese lugar donde hoy se levanta, como un homenaje permanente, la Casa del poeta gracias al impulso de una pequeña editorial, Olifante, y de una auténtica poeta de la edición, Trinidad Ruiz Marcellán. Viajemos, con Gustavo Adolfo Bécquer, hasta allí. Nos esperan.

      Calaceite, Donoso y el boom latinoamericano

      En 2005 apareció un libro, que pasó inadvertido, titulado Tinta y piedra. Llevaba como subtítulo Calaceite, el pueblo donde convivieron los autores del Boom. Su autor, director de la película Morente. El barbero de Picasso, es Emilio Ruiz Barrachina. Se trata de un emocionante recorrido por este maravilloso, casi mágico pueblo aragonés, situado en la comarca del Matarraña. Su autor nos cuenta su deambular, a lo largo de cinco días, por la localidad y sus alrededores y recupera su peculiar historia cultural. Allá, en el límite entre Aragón (Teruel) y Cataluña (Tarragona) se levanta un auténtico monumento de piedra dorada. Muros centenarios, calles estrechas que ascienden sobre firmes de adoquines, blasones, pequeños jardines ocultos tras altas tapias también de piedra, arcos ojivales, un bosque de caserones ancestrales, construidos entre los siglos XIII y XVI, llevan al viajero que intente adentrarse en su interior a una realidad que parece detenida en otra época. Calaceite, tierra seca y de mediodías calurosos en verano; tierra fría, de hielos afilados y cierzo, es un pueblo casi irreal de tan bien conservado.

      Pero el encanto de Calaceite no sólo se encuentra en su arquitectura, ni en los alrededores, esa comarca rara e híbrida del río Matarraña, sino en determinados habitantes. Pocos saben que allí vivieron, durante dos años y en un refugio de libros y amistades, de pasión por sus paisajes y escritura, el gran narrador chileno José Donoso y su mujer Pilar Serrano. Su vida allí, iniciada tras una invitación del traductor al francés de El obsceno pájaro de la noche, convirtió Calaceite, en las décadas de los 70 y 80 del pasado siglo, en un foco de intensa actividad cultural: atrajo la presencia, unas veces fugaz y otras con vocación de continuidad, de los escritores, españoles e hispanoamericanos, que comenzaban a consolidarse en aquellos años. Vargas Llosa, García Márquez o Carlos Fuentes protagonizaron veladas, que imaginamos intensas y emocionantes, al calor de la chimenea de la casa (piedra y madera) de José Donoso. Jorge Edwards, Bryce Echenique, Luis Buñuel, Carlos Barral, junto con poetas como Ana María Moix, artistas plásticos como la ceramista Natacha Seseña o el pintor Albert Ràfols-Casamada... De esa experiencia dejó constancia el propio José Donoso en su Historia personal del “boom”, fechado en Calaceite en 1971. Y Pilar Serrano, en El “boom” doméstico.

      Imaginemos los inviernos de Calaceite, los encuentros de aquellos intelectuales, la vida de una niña llamada Pilar Donoso, alejada del mundanal ruido y descubriendo un mundo rural y extraño. Imaginemos la soledad de sus calles azotadas por el cierzo. Y viajemos a tan evocador lugar con las palabras viajeras. Con las de Pilar Donoso, que así empieza su evocación:

      “Por navidades hace mucho frío en Calaceite, el pueblito del Bajo Aragón en España donde vivimos varios años Pepe, mi marido, nuestra hija Pilarcita, nuestro perro “Peregrine” y yo, amén de tres gatos que allí acogimos. Aquel año 1971 el cierzo (viento helado de la región) soplaba con particular encono. La gente del pueblo, acostumbrada a pasar frío en sus antiquísimas casonas de piedra, lo soportaba sin mayores comentarios, preparándose para celebrar las fiestas de fin de año”.

      Y así comienza el relato de Emilio Ruiz Barrachina en Tinta y piedra:

      “Aparece Calaceite, difuminado, borroso, detrás de la lluvia. Desde la carretera nadie imagina, de no conocerlo, el pueblo escondido en la falda del otero. Es un cuento de hadas amarillas, sus casas de piedra, la historia oculta en las juntas perfectas de los sillares.”

      Y allí está, viva todavía y ocupada por otras gentes, la casa que compró y habitó el escritor chileno. Mejor dicho, las casas: porque, tal y como nos cuenta Ruiz Barrachina en su libro, Donoso compró, por 100.000 pesetas, tres casas de piedra que convirtió en su hogar durante dos años. En esa casa, hoy vive Jane, una mujer inglesa que fue diseñadora de modas y que un buen día se enamoró de Calaceite y decidió, en 1984, trasladar su vida a ese lugar mágico.

      Del libro surgió un magnífico documental. En él se da cuenta de lo que fue la vida cultural y literaria (también su cotidianidad) en aquel tiempo. Su título, Calaceite: tinta y piedra, donde el viaje con las palabras se complementa con el viaje a través de las imágenes.

      Corazón de roble II: de Soria a San Esteban

      Quedó atrás la ciudad de Soria en el viaje que Ernesto Escapa nos cuenta en su hermoso libro Corazón de roble (Gadir, 2011), que ya conocemos bien. Y quedaron atrás Duruelo, Vinuesa, y la Laguna Negra, el escenario trágico de la historia que Antonio Machado narra y poetiza en La tierra de Alvargonzález, ese estremecedor poema integrado en su libro Campos de Castilla. También quedaron atrás Covaleda, y los pinares interminables a los que cantaran Gerardo Diego y José García Nieto. Avanzamos, con Escapa, hacia el límite de Soria con Burgos acompañando al Duero en su último tramo como río soriano, paseamos Berlanga (“Calles recogidas y tiradas de soportales apeados sobre viejos troncos de enebro dan paso al recinto singular de su Plaza Mayor, una de las estancias más equilibradas y hermosas del urbanismo castellano”, leemos en Corazón de roble) y, cuando queda atrás, nos asomamos a pueblos pequeños, casi aldeas, en los que siempre nos sorprende una vida cotidiana que difícilmente podríamos asumir los bichos capitalinos: muchas veces, cuando en tren o en coche, he pasado cerca de esos pueblos desconocidos, he intentado ubicar mi vida allí, pensar en qué ocuparía el tiempo, cómo contemplaría la existencia, y siempre me ha invadido una extraña sensación de quietud, de serenidad. También, todo hay que decirlo, un incierto vértigo hecho del miedo a la soledad, a la rutina, a un mundo pequeño aunque apacible. Eso nos ocurre, incluso en la lectura, con nombres como Matute de Almazán, Tejerizas, Matamalo, Alcubilla del Marqués, Pedraja de San Esteban...

      Tierras de pinar y tierras de trigo. Ermitas románicas que, sin esperarlo, se asoman a nuestro interior como invitaciones al retiro o a la meditación. A un lado queda La Rasa, donde nació el sindicalista Marcelino Camacho, ciudad que fue núcleo ferroviario en la edad de oro de las locomotoras de carbón y los vagones de tercera (“siempre sobre la madera / de mi vagón de tercera”, escribió don Antonio), y a otro Ucero, y el cañón del Río Lobos, y el Burgo de Osma con su catedral, agregación de piedra y de siglos “desde sus vestigios románicos hasta el esplendor neoclásico”.

      San Esteban de Gormaz es, tal vez, la ciudad más integrada con el Duero de todas las que Escapa describe en Corazón de roble. Sus iglesias románicas, de una pureza extrema (San Miguel, Santa María del Rivero) se complementan con el Parque del Románico, en el Molino de los Ojos, en plena ribera del Duero, un lugar casi mágico, como extraído de algún libro de cuentos de la Europa central, acostumbrada a convivir, desde el principio de los tiempos, con los ríos. Así describe Escapa ese lugar: “Al otro lado del río se van las casas de campo con sus embarcaderos y los jardines que se derraman en el Duero. Este paraje de los Ojos solía pasar inadvertido a los visitantes del Duero soriano por su apartamiento de las rutas convencionales”. Pues bien, como este lugar, parte de la ciudad de San Esteban de Gormaz, son muchos los rincones desconocidos que suelen ocultarse, casi siempre, a la mirada del viajero. En Corazón


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