Letras viajeras. Manuel Rico
en el que el lenguaje formaba parte, como si de una hierba aromática se tratara, de esa zona de intersección entre el hombre y el paisaje que hoy sólo encontramos en el mundo rural (y no en todo).
Esa amalgama de sensaciones (muchas de ellas a punto de desaparecer) y esa inmersión en el universo serrano a la que nos invita este poeta al que, al menos en parte, hemos intentado sacar del olvido, se concentra, como si de su proteína se tratara, en la estrofa que, procedente de “El poema del hijo”, de un libro muy posterior titulado La posada y el camino (1928), sirve de cierre a este capítulo:
“Quieta la tarde y dulce.
─Ven al campo, hijo mío:
comeremos majuelas,
iremos al endrino,
te alcanzaré las bayas de los robles,
y, en aquel regatillo
de los helechos, cogerás las piedras
y cortarás los lirios”.
Cela, la Alcarria y los más débiles
En la primavera-verano de 1946, Camilo José Cela llevó a cabo su mítico viaje, en cabalgadura, caminando, en carro y en autobús, por la Alcarria. De ese viaje nos dejaría un libro ya clásico en la literatura viajera en castellano del último siglo. Leer Viaje a la Alcarria, volver una y otra vez sobre sus páginas, deleitarse en cada uno de sus capítulos es hacer un viaje de los que nunca se olvidan. Un viaje que se inicia, con el amanecer, en el domicilio del escritor, que prosigue en la mañana madrileña de camino a la estación de Atocha para prolongarse en un viejo tren de asientos de madera que avanza renqueante por el trazado que lleva a Guadalajara, a Sigüenza, a Zaragoza, a Barcelona: “El vagón está a oscuras. Sobre la dura tabla los viajeros fuman, adormilados. De cuando en cuando se ve brillar la punta de un cigarro, se oye el chasquido de una cerilla que ilumina, unos instantes, una faz rojiza y sin afeitar”, escribe Cela.
El tren se detiene en la ciudad de Guadalajara, capital de la Alcarria. Allí se baja un joven Camilo ─alto y espigado─ decidido, tras comprar unos bizcochos borrachos en un establecimiento próximo al palacio del Infantado, a recorrer y patear la Alcarria para después ofrecernos el viaje por esas tierras a través de sus palabras. Un viaje que hará de esa comarca de Guadalajara un lugar situado en el mapa de la literatura universal: una tierra que sólo era conocida en el mundo por desarrollarse en ella una de las batallas decisivas de nuestra Guerra Civil (en la que participó una numerosa representación de las Brigadas Internacionales), pasaría a ser espacio mítico, foco de atención de los amantes de la literatura de viajes y de la prosa descriptiva.
El libro es una fiesta del lenguaje y es el encuentro, para el lector de hoy, con un mundo desaparecido: con tierras de trigo y tierras de matorral y zarza; con caminos que avanzan paralelos a riachuelos rodeados de juncos y sendas polvorientas: Pareja, Trijueque, Tendilla, Pastrana, Torija, Gárgoles o Trillo son nombres con un recio sabor, apegados a la naturaleza y a un universo que sólo a duras penas abandona su condición rural. Con Cela subimos a un carro de los que en ciertas zonas de Castilla llaman “galera”; montamos en mula o en caballo, charlamos con guardias civiles, médicos, alguaciles y alcaldes, olemos el tomillo mañanero o el guiso del mesón perdido en el pueblo más recóndito, comemos huevos con chorizo o una hogaza de pan campero con queso. Y charlamos con un cura preconciliar, como corresponde al año 1947. Una realidad de moscas, de mozas casaderas viviendo con resignación los limitados horizontes de su futuro, de niños a los que el viajero les parece un milagro o una aparición casi inverosímil, de hortelanos y lavanderas.
Pero en medio de ese conjunto de bondades viajeras, hay algo en Viaje a la Alcarria (en toda la obra de Cela) que tiene que ver con su visión de la condición humana. Me refiero al tratamiento que, en el libro (en el viaje) da a seres desvalidos, marginados por la sociedad y excluidos por los suyos: intentando el aguafuerte goyesco, roza el insulto y la grosería, con la intención (probable) de incorporar un cierto tremendismo, violenta la dignidad de quienes viven esa situación. El discapacitado, el tullido, el pobre, la criada, el viejo, el torpe, son tratados, en una prosa intensa, bien trabada, como erratas de la Humanidad, como material sobrante. Ahí advertimos una visión elitista cuando no señoritil y autoritaria muy del gusto del régimen franquista. Porque su mirada es, sin embargo, amable, conciliadora con quienes representan la belleza, o el poder, la capacidad económica, o la solvencia de un título: mozas que lavan en el río, tenderos, alcaldes, guardias civiles, médicos.
Sirvan para ilustrar esa mirada cruel algunos ejemplos: “Se suben al tren unos obreros que parecen indios pieles rojas”, dice al describir el aspecto de un grupo de trabajadores que entran, en el tren de ida, en la estación de Torrejón de Ardoz; quien ayuda a la posadera Merche, en Brihuega, es “una criada zafia y pueblerina que el viajero no sabe cómo se llama”; en Budia nos describe así una escena: “Pasa por la plaza un mendigo adolescente, tonto, a quien falta un ojo”; en la posada de Pareja coincide con “un mocito raquítico y gesticulante, un mocito epiléptico y quizá medio chiflado que está sentado en una silla baja, con las piernas mal gobernadas” (un párrafo más tarde lo calificará de “canijo” y dos más allá de “mocito anormal”); así describe a un viejo buhonero: “Tiene voz de gato o de mujer y se desgañita para que le oigan mejor. Es pequeño y encorvado y parece judío”.
Cela escribió un libro genial con el que es imprescindible viajar por tierras alcarreñas. Pero ello no es óbice para que advirtamos un poso de crueldad en su mirada, una visible falta de compasión, un punto de regocijo ante la desgracia, un cierto gusto por burlarse de lo defectuoso. No es Goya, ni Solana, tampoco León Felipe, insigne alcarreño. Es un buen escritor de libros de viajes al que más veces de las deseadas, se le va la mano. Y siempre, en este viaje, ese desliz tiene a sus víctimas en los indefensos, en los abandonados por la Historia.
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