Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel

Los monfíes de las Alpujarras - Fernández y González Manuel


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habla castellana; su apóstol y su maestro habia sido el amor.

      Y nada tenia esto de extraño: doña Inés era una mujer bastante por sus encantos, por el poder de un no sé qué misterioso que se revelaba en ella, para convertir y enamorar á un dervís. Yo mismo comprendí que si doña Inés se empeñaba, á pesar de mis hábitos de bandido y de libertino, me convertiria.

      Yo habia ido por ella sola al interior del desierto, porque nunca habia creido en la existencia de la montaña de oro, y porque, como decia muy bien Calpuc, para obtener grandes riquezas por medio del saqueo, no era necesario alejarse tanto de la frontera.

      Yo habia buscado al terrible Calpuc con un puñado de valientes, porque tenia indicios de que si doña Inés vivia, debia estar en su poder.

      La habia encontrado de una manera maravillosa; pero si bien la ambicion me habia impulsado hacia ella, el amor y un amor violento habia sustituido en mi alma el lugar de los pensamientos ambiciosos desde que la ví.

      Mi demanda para esposa de la hija de Calpuc solo habia sido un pretexto para acercarme á doña Inés.

      Sin embargo, una inquietud mortal me devoraba; habia cometido indudablemente una imprudencia en pronunciar ante Calpuc el nombre del duque de la Jarilla; Calpuc se habia mostrado receloso conmigo y era de temer que ocultase de tal modo á doña Inés que no pudiese dar con ella.

      Sirviéronme de comer al uso de los naturales, en la habitacion que Calpuc me tenia designada, y despues de comer se me presentó un indio que hablaba medianamente el castellano, y me participó que su señor le enviaba, para que, si yo queria, me sirviese de guia y de intérprete en la ciudad.

      Aproveché sus servicios, salí del palacio por un postigo que estaba muy cerca de mi habitacion, visité los alojamientos de mi tropa, á la que encontré dispuesta á todo, y recorrí despues la ciudad. Notaba que por todas partes se fijaban en mí miradas recelosas, que las mujeres se escondian á mi vista, y que los agoreros predicaban de una manera enérgica, á pesar de mi presencia, en el lenguaje bárbaro de los sacerdotes indios, en medio de una multitud cabizbaja y silenciosa.

      Algunos de estos agoreros, señalaban con rabia la cruz que habia aparecido sobre el templo, y por sus gestos, y violentos ademanes, podia comprenderse que excitaban á los indios á la insurreccion.

      Cuando ya cerca de la noche me volví al palacio de Calpuc, y entré en mi habitacion por el mismo postigo por donde habia salido, noté que la ciudad habia quedado entregada á una agitacion sorda y amenazadora.

      Ya habia indicado yo á mis alféreces donde podrian encontrarme, y aunque mi situacion era aislada y peligrosa, me llenó de alegria la idea de que una acometida por parte de los indios, me autorizaria para obrar sobre la ciudad como sobre pais conquistado.

      Inmediatamente que entré me sirvieron la cena.

      Despues me dejaron solo.

      No pasó mucho tiempo cuando percibí un ruido leve en una de las habitaciones inmediatas. Mi primer pensamiento fue la sospecha de que acaso pensaban sorprenderme y asesinarme, y á todo evento esperé de pie en medio de la cámara.

      Poco despues se levantó el tapiz de una puerta y en vez de un asesino entró una niña. Una niña hermosa como un ángel.

      La niña se puso sonriendo uno de sus pequeños dedos sobre su pequeñísima boca, y acercándose á mí me dijo con una hechicera confianza:

      – Señor español, mi madre, que es española como vos, desea hablaros; pero para ello será necesario que me sigais sin hacer ruido; muy quedito y muy en silencio.

      Despojéme de mis espuelas, y como no era de presumir que Calpuc se valiese de su hija para tenderme un lazo, me limité á llevar por única arma mi daga, que aun conservaba en la cintura: si por acaso no la hubiese tenido, hubiese seguido á Estrella, que asi se llamaba la niña, enteramente desarmado; hacer otra cosa hubiera sido demostrar desconfianza ó miedo, y esto ofendia mi orgullo.

      Estrella me asió de una mano, me sacó de la cámara, y me llevó á oscuras por un laberinto de corredores y habitaciones. Al fin entramos en un departamento donde se aspiraba un ambiente cargado de perfumes, lo que demostraba que ya estábamos en las habitaciones de doña Inés.

      Al fin Estrella levantó un tapiz y entramos en una magnifica cámara, iluminada blandamente por una lámpara, en cuyo fondo, sobre almohadones de pluma, estaba sentada una mujer vestida de blanco.

      Era doña Inés.

      La media luz que iluminaba la cámara, los brillantes muebles que la alhajaban, el trage blanco de doña Inés, su cabellera negra, magníficamente agrupada en trenzas sobre su cabeza, la ardiente melancolia de su semblante, la ansiedad que se pintaba en su mirada, todo, todo, hacia de aquella mujer una tentacion viviente.

      Doña Inés besó á su hija en la boca, la dijo algunas palabras al oido, y la niña, haciendo una señal de inteligencia, atravesó, leve como una pluma, la cámara y se perdió detrás de una puerta.

      – Dispensad, caballero, me dijo doña Inés con un acento ávido, opaco y profundamente melancólico; perdonad que os haya molestado, y sentaos. Me habeis dicho que venis de España, que hace un año habeis penetrado en el desierto, y que esto ha sido por órden de don Juan de Cárdenas, duque de la Jarilla, adelantado de España en la frontera.

      Doña Inés pronunció todas estas palabras con una precipitacion febril.

      Esperé un momento á que dominase su conmocion, y la respondí:

      – En efecto, señora, el adelantado de la frontera, ha premiado mis largos servicios al emperador, haciéndome la honra de encargarme…

      – ¿Y qué encargo es ese?..

      – Hace diez años los indios sorprendieron al adelantado, y le robaron una hija adorada.

      – ¿Y el adelantado, no se ha acordado en diez años de buscar á su hija? dijo con cierto sarcasmo doña Inés.

      – El adelantado, señora, ha enviado uno y otro capitan; á uno y otro tercio al desierto; todos han perecido.

      – ¿Y solo vos habeis podido llegar?..

      Doña Inés se detuvo.

      – Si, si señora, la dije con audacia, yo solo he tenido la fortuna de encontraros.

      – ¡De encontrarme! ¡pues qué! ¿creeis que yo soy la hija del adelantado? ¿es esa señora la única española que por las vicisitudes de la guerra ha venido á parar á poder de los indios?

      – Yo, señora, la contesté, no hubiera aventurado ninguna expresion, sino estuviese seguro de que vos sois doña Inés de Cárdenas.

      – ¡Que estáis seguro de que yo soy…!

      – Si, por cierto, porque os conozco.

      – ¡Que me conoceis!

      – He visto vuestro retrato en casa de vuestro padre.

      – Sin duda os engaña la memoria.

      – Suele suceder que la memoria engañe; pero jamás engaña el corazon.

      Doña Inés afectó no comprender el sentido directo y audaz de mis últimas palabras.

      – El corazon se engaña tambien me dijo con la mayor naturalidad; á quinientas leguas de distancia, cuando se han atravesado bosques y desiertos, y se han visto muchas mujeres… es fácil…

      – Si, eso es fácil para un indiferente, pero no para un hombre que ama.

      Era ya el tiro tan directo que doña Inés no pudo desentenderse y adoptó un aspecto severo.

      – Si creeis que yo soy hija del duque de la Jarilla; si habeis comprendido la posicion que ocupo en esta casa, por mas que yo no sea la mujer que creeis, me haceis una grave ofensa.

      – Perdonad, pero no conozco bien vuestra posicion.

      – ¿Y qué posición puede ser la mia, teniendo una hija, sino la de esposa de un hombre que profesa mi misma religion, y que es mas ilustre que yo, puesto que es rey de unos dominios tan extensos como


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