Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel

Los monfíes de las Alpujarras - Fernández y González Manuel


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á ser difícil obtenerla.

      – Pide.

      – Antes de llegar á mi peticion, es necesario que prosiga mi historia. Hace diez años, estaba de adelantado por el rey, sobre la frontera del desierto mejicano, uno de los señores mas nobles, ricos y poderosos de España; se llamaba don Juan de Cárdenas, y era grande de España, bajo el titulo de duque de la Jarilla. Travé conocimiento con él, por razon de hallarme con mi compañía sobre la frontera, y muy pronto nuestro conocimiento se trocó en amistad. Frecuentaba su casa, comia comunmente á su mesa, y era recibido por él en lo mas reservado, y allí donde no entraban otras personas que su servidumbre.

      En una de estas habitaciones interiores habia un retrete, donde pasaba el duque la mayor parte del tiempo, y donde me habia recibido muchas veces. En las paredes de aquel retrete no habia mas que un solo cuadro, pero aquel cuadro, encerrado dentro de un magnífico marco, estaba cubierto por un tapiz negro. Esta singularidad llamó extraordinariamente mi atencion desde el momento en que reparé en ella; al fin un dia, sin meditar si era ó no indiscreto, vencido por mi curiosidad, pregunté al duque la razon por la cual estaba tan lúgubremente velado aquel cuadro.

      Los ojos del duque se llenaron de lágrimas.

      – Mirad, me dijo, y comprended la razon de su luto y de la tristeza que me devora.

      Y levantándose, descorrió el tapiz y me dejó ver el retrato de una dama como de diez y seis años, tan hermosa, que no pude menos de enamorarme.

      – Esa, era, me dijo, doña Inés, mi hija única.

      – ¡Ha muerto! exclamé con sentimiento; porque me habia interesado sobremanera aquel retrato.

      – Si, debe de haber muerto, me contestó. Me la arrebataron los idólatras en una sorpresa hace doce años; Calpuc, el terrible Calpuc, el rey del desierto. Debe haber muerto, si; porque ella habrá preferido la muerte á la deshonra.

      El duque volvió á correr el tapiz, se enjugó las lágrimas, y yo me abstuve de hablar mas sobre aquel asunto.

      Pero desde aquel dia, un proyecto audaz, en que tenia tanta parte el deseo que me habia inspirado doña Inés de Cárdenas, como la ambicion de llegar á ser rico y poderoso por medio de un servicio hecho al duque, me impulsó á una empresa difícil, arriesgada, en la cual se podian contar cien probabilidades de muerte por una de triunfo. Mi proyecto consistia en penetrar en aquellos desiertos erizados de montañas; en aquellas interminables sábanas de arena, en aquellos mares de flores y verdura, que se llaman praderas, y en aquellas selvas brabías, que cubren con su sombra centenares de leguas: buscar en aquella inmensidad á su rey, al terrible Calpuc, y si vivia doña Isabel arrebatársela. Este era un proyecto que por su grandeza halagaba á mi orgullo, y para el cual solo contaba con el indomable valor de los cien monfíes que formaban mi compañía de arcabuceros.

      Una mañana al amanecer, sin avisar á nadie, sin pedir licencia al Adelantado, sin decir á mi gente adonde la conducia, pasé con ella la frontera y me interné en el desierto.

      Cruzábanse cada dia á mi paso inmensas turbas de mejicanos armados: nos acometian, y cada combate empeñado era para nosotros un triunfo fácil, al que nos llevaban, la codicia á mis soldados, á mí mi ambicioso empeño: las aldeas, ya estuviesen sobre la cumbre de una montaña, ya en centro de una pradera, ya en las entrañas de las selvas, eran arrasadas é incendiadas, los hombres muertos, las mujeres violadas y muertas tambien, para que no nos embarazasen; nuestros indios de carga y los esclavos á quienes dejábamos la vida para que condujesen las riquezas que arrebatábamos á los vencidos, marchaban entre nosotros agoviados con el peso del oro y de las piedras preciosas.

      Los bosques eran incendiados por nosotros y nos precedia un torbellino de fuego; de en medio de aquel círculo inflamado, salian con la rabia de la desesperacion, y nos acometian llenos de sed de venganza los indios: nosotros apagamos con su sangre los ardientes troncos que encontrábamos sobre nuestro camino, y seguiamos adelante, como una tempestad, ébrios de riquezas y de sangre. Habíamos atravesado ya inmensas praderas, profundos y bramadores torrentes, selvas que solo habiamos podido hacer accesibles por medio del fuego, y habiamos penetrado, despues de atravesar una barrera de montañas, en una extensa comarca extremadamente fértil y deleitosa; al bajar por las montañas habiamos visto inmensas poblaciones, en medio de las fértiles vegas, y acá y allá antiguos monumentos, que demostraban que aquella comarca hacia centenares de años que estaba poblada.

      Aquella era una provincia no descubierta aun por los españoles, porque nadie se habia atrevido á penetrar donde nosotros habiamos penetrado.

      En medio de aquella comarca extensa, sobre la llanura engalanada con su verdor, sus corrientes y sus árboles, descubrimos un objeto que nos hizo arrojar un grito de insensata alegría; era un montaña que relucia á los rayos del sol de una manera deslumbrante: aquella era sin duda la famosa montaña de oro, que habia llevado á tantos ambiciosos á la Nueva España.

      Ya no hubo medio de contener el paso de los monfíes; precipitáronse por las vertientes sobre la llanura, con la fuerza de la tempestad: las primeras poblaciones que encontramos fueron llevadas á sangre y fuego, y en vano el rey de aquel nuevo imperio, al que no habian podido proteger de nosotros sus triples barreras de arenales, bosques y montañas, habia reunido lo mas fuerte, lo mas valiente de los suyos, para salirnos al encuentro: una y otra vez el rey del desierto, Calpuc, se habia visto obligado á retirarse con enormes pérdidas hácia la montaña dorada, que venia á ser para los monfíes una enseña enloquecedora que triplicaba su valor y sus fuerzas, y les hacia ejecutar hazañas increíbles por lo maravillosas.

      Ni uno solo de los míos habia muerto: acobardados los mejicanos por la pujanza española, nos cedian siempre el campo á las primeras descargas de mosquetería, y sus flechas envenenadas se embotaban en los colchados de que mi gente iba provista: al fin Calpuc se vió obligado á encerrarse en la poblacion que le servia de córte.

      Era esta pequeña, pero de buena apariencia; defendíala una pared de piedra, con saeteras, y sobre aquella especie de muro, se veia únicamente descollar la casa real y el templo piramidal, sobre cuya cúspide, segun la horrible costumbre de los mejicanos, se veian puestos en palos una horrible fila de cráneos humanos. Mas allá, al poniente de la ciudad, como á unas cuatro leguas de distancia, se veia la montaña dorada, y á lo lejos las extensas praderas y las azules rocas del Oeste.

      Podia decirse que aterrada toda la poblacion de la comarca, habia abandonado sus habitaciones y se habia refugiado en la ciudad de Calpuc: franco nuestro camino, aterrados los naturales, que no osaban venir ya en nuestra busca, fue imposible de todo punto contener la codicia de los monfíes, cuyo único afan era llegar cuanto antes á la montaña de oro.

      Un año habíamos invertido en penetrar hasta aquel punto desde las fronteras del desierto; un año durante el cual, todos los dias nos habian presentado un combate, una matanza y un rico botin: nos habíamos visto obligados á dejar atrás numeras riquezas por falta de brazos que las condujesen, y veiamos al fin, mis soldados la montaña de oro, yo la ciudad de Calpuc donde, sin duda, si vivia, debia habitar doña Inés de Cárdenas, la hermosa hija del duque de Jarilla, á quien no habia podido olvidar desde que vi su retrato.

      Aquella mujer á pesar de que no la conocia, sino por medio de una pintura, habia logrado interesar mi corazon y mi cabeza de una manera profunda. Yo ansiaba para mi amor su hermosura, para mi engrandecimiento su mano. Era de presumir que salvándola yo de los idólatras, su padre no se negaria á dármela por esposa, y que el duque no tendria hijos á causa del estado de su salud, gastada en una vida de contínuas disipaciones: podia, pues, llegar á ser, por medio de doña Inés, uno de los grandes mas grandes de España, á cuya grandeza debian prestar un brillo y un poder inmensos, los tesoros que yo pensaba aportar de las Indias á España.

      Urgíame, pues, sobre todo, acometer la ciudad de Calpuc, apoderarme de ella y buscar á doña Inés: un presentimiento tenaz me decia que estaba allí, y algunas veces al ver sobre los terrados de la casa real dos mujeres vestidas de blanco, á quienes acompañaba un solo hombre, y que parecian mirar con interés al campo que habíamos levantado delante de la ciudad, yo me decia: una de aquellas dos mujeres debe ser doña Inés.

      En vano pretendí llevar á mis soldados contra la ciudad: la vista


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