Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel

Los monfíes de las Alpujarras - Fernández y González Manuel


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mil hombres, tan fuertes y tan valientes como el que acaba de apoderarse del infame servidor de ese infame capitan, obedecen mi voz.

      – ¡Ah! ¡pero sois moro! ¡sois infiel! exclamó con desaliento la moribunda.

      – ¿Y bien, un moro no puede ser caritativo y caballero? exclamó con orgullo Yaye.

      – ¡Oh! si, si, exclamó la enferma con acento inspirado: todo lo espero de vos, todo, y creo, añadió con acento solemne, Dios me lo dice en mis últimos momentos… vos sereis mas que un hermano para mi pobre Estrella… mi pobre Estrella puede ser para vos… la salvacion de vuestra alma.

      La imprevista prediccion de la moribunda, hizo sentir á los dos jóvenes una impresion indefinible, misteriosa, desconocida: Yaye miró de una manera involuntaria á Estrella, y encontró los ojos de esta fijos de una manera ardiente en los suyos.

      Pero instantáneamente los dos jóvenes bajaron los ojos: Yaye estaba profundamente pálido, Estrella encendida con un magnífico rubor que habia dado á su semblante las tintas de una rosa de Alejandría.

      – ¡Oh! ¡si! ¡sereis mas que hermano y hermana! dijo la moribunda que habia aspirado la conmocion de entrambos jóvenes.

      Luego asió sus manos y las unió.

      Dominados por la situacion, por el fuego febril que les comunicaban las manos de la enferma, por un impulso poderoso, los dos jóvenes cayeron de rodillas á los piés del lecho, continuando de una manera fatal con las diestras enlazadas.

      – Si, si, continuó la moribunda: Dios me inspira: sereis mas que hermanos hijos mios… sí, pronto ó tarde á pesar de todos los obstáculos que se crucen ante vosotros, sereis esposos.

      – ¡Esposos! exclamaron con asombro los dos jóvenes.

      Y por una fatalidad creciente, sus manos continuaron enlazadas y se estrecharon con fuerza.

      La moribunda puso sus diáfanas manos sobre sus cabezas, y los bendijo.

      En aquel momento Yaye se levantó, asombrado de lo que pasaba por él: aquella era una complicacion mas en su vida.

      Al levantarse, vió que dos monfíes estaban en la cámara.

      ¿Habia enviado Dios á aquellos hombres para que sirviesen de testigos á aquella especie de casamiento hecho por las manos de una madre moribunda, manos que parecian consagradas por lo solemne de la situacion y por el sufrimiento, casi por el martirio?

      Yaye procuró lanzar de sí aquella pesadilla, poniéndose en contacto con la vida real.

      Y separándose de Estrella y del lecho, se dirigió á los monfíes.

      – Seguidme, les dijo, y desapareció con ellos por la gran puerta de entrada.

      – ¡Oh! ¿qué habeis hecho? ¿qué habeis hecho, madre mia, exclamó Estrella?

      – Obedecer á una inspiracion de Dios, contestó la moribunda: ese jóven será tu esposo, Estrella… ese jóven será el padre de tus hijos… debes consagrarte á él, hija mia…

      – Pero si él me desdeñara…

      – ¿No crees que Dios baje á iluminar los ojos de los moribundos que han sido mártires? dijo la enferma.

      – ¡Oh madre mia! ¡si os engañárais!.. ¡si os engañárais, yo seria muy desgraciada, porque!..

      – ¿Por qué?

      – Porque le amo desde el dia en que le ví en el meson de las Alpujarras.

      – Y Dios te ha enviado el hombre que amabas, y á quien no esperabas volver á ver, en el momento en que vas á quedar sola en el mundo… Dios te ha enviado en él un protector… ámale, hija mia, ámale, con toda tu alma; vive solo para él, y, sobre todo, procura apartarle del error; que el amor le convierta al cristianismo, como mi amor convirtió al cristianismo á tu padre, que tambien era rey de un pueblo de infieles: él ha salvado tu cuerpo de la esclavitud; salva tú su alma…

      – ¡Oh, madre mia!

      – Y escucha; si mi padre el duque de la Jarilla te reconoce; si, por un acaso, que bien pudiera acontecer, mi padre no tiene hijos varones; si tú eres la heredera de su nombre y de su grandeza, no reniegues de ese jóven, Estrella mia: recuerda siempre que á él ha debido tu madre una muerte tranquila, la seguridad de que no quedas abandonada, y los auxilios de la religion. Ahora ve, y con la llave que te he dado, abre un cofrecillo que encontrarás en el cajon de aquella mesa. En él está el relato de mis desventuras, que he escrito mientras tú dormias; en estos últimos tiempos; relato que no es otra cosa que la revelacion que te hice antes de que apareciese ese jóven. Hay tambien con ese manuscrito una declaracion de tu padre y su conversion al cristianismo; ademas, tienes mi retrato del tiempo en que yo tenia tu edad; nadie, viendo ese retrato, y conociéndote, puede negar que eres mi hija; ve, recoge esos papeles, guárdalos y déjame que me prepare entre tanto, para recibir al sacerdote del Señor.

      Estrella fué á la mesa, abrió su cajon, y buscó en él el cofrecillo y los papeles.

      Entre tanto Yaye habia recorrido la casa con los dos monfíes.

      Era extensa y rica: estaba perfectamente alhajada en las habitaciones superiores, y se comprendia que quien la habitaba, estaba acostumbrado á vivir con lujo y con grandeza.

      Yaye no encontró en ella mas seres vivientes que las dos domésticas de que le habia hablado el soldado prisionero, y á las que encerró en un aposento retirado, y un caballo perteneciente, sin duda, al criado del capitan.

      Yaye franqueó la puerta principal de la casa, y lanzó un silbido.

      Inmediatamente los seis monfíes que estaban extendidos en la calle de San Gregorio el alto, se agruparon á la puerta.

      – ¿Habeis visto pasar, les dijo Yaye, al walí Harum?

      – Sí, poderoso señor, contestó uno de los monfíes; ha pasado en direccion á San Gregorio.

      – Pues bien; esperadle uno en la avenida, y cuando llegue con el viático, decidle que llame por esta puerta.

      – Muy bien, poderoso señor.

      – Ademas, id por una litera, y tenedla preparada: dos de vosotros entrad; dejad las capas, los sombreros y las armas, como si solo fueseis criados; encended las linternas del zaguan y de las escaleras, y esperad á que llame el walí Harum; los otros á sus puestos.

      Yaye se volvió para adentro con los dos monfíes que hasta allí le habian acompañado, y por otra comunicacion, que habia descubierto al registrar la casa, con la cámara del capitan, abrió la puerta secreta y envió aquellos dos monfíes á su apostadero de la mina; luego, se encaminó á la cámara á que correspondia el dormitorio de la moribunda, y miró por la puerta entreabierta.

      Estrella estaba inclinada sobre el lecho de su madre y sin duda lloraba.

      En la casa, de que por tan completo se habia apoderado Yaye, dominaba un profundo silencio.

      Yaye se retiró de la abertura de la puerta y se puso á pasear, profundamente pensativo, á lo largo de la cámara.

      Lo que le acontecia era verdaderamente extraordinario.

      Su corazon y su cabeza empezaban á no entenderse; sus ideas á embrollarse; recordaba á doña Isabel casada, viuda y vírgen, y esto hablaba á sus deseos; pero seguidamente recordaba á doña Elvira como un sueño de voluptuosidad, como una creacion fantástica, como una mujer divina, á quien habia pertenecido, en cuyos brazos habia apurado inefables delicias, sin recordar su pasado, sin sentir mas que el presente, cuando aun duraba la perturbacion de sus facultades á influjo de la dolencia; despues, y quemándole el corazon como un hierro candente, venia el recuerdo de la princesa mejicana, á quien habia visto por la primera vez de una manera casual, á quien de tan extraño modo, y por tan imprevisto camino habia encontrado de nuevo necesitada de su amparo, al lado de su madre moribunda… luego el poder misterioso, que, ya fuese por la situacion, ya por otra causa distinta, habian ejercido sobre él aquellas dos mujeres; la prediccion de la moribunda, el enlazamiento de sus manos,


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