Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel

Los monfíes de las Alpujarras - Fernández y González Manuel


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señor.

      – Además, es necesario que procures introducirte con la servidumbre de don Diego de Válor, á fin de que yo pueda hablar con doña Isabel.

      – Las tapias son fáciles de escalar, señor… y yo mismo…

      – Componte como puedas, pero no cometas ninguna imprudencia.

      – ¡Oh! en cuanto á imprudencias seria la primera que cometiese: por no ser imprudente no puedo daros ya noticias positivas acerca de la dama morena que me mandásteis seguir.

      – ¡Cómo! ¿sabes donde para?

      – Muy cerca de nosotros, ahí, en esa otra casa cuyo huerto linda con el de don Diego y cuyas celosías estan tan cerradas.

      – ¿Y no has tenido medio de amparar á esa desdichada?

      – Tengo medio de penetrar hasta su habitacion; pero necesitaba proveerme de cierta herramienta.

      – ¡Ah! ¡forzar puertas! dijo con repugnancia Yaye: ¡exponerse á pasar por un ladron!

      – La puerta que yo forzaré es tan reservada, como que da á un extremo de la mina donde está la habitacion en que os han tenido cautivo.

      – Pues bien, cuanto antes liberta á esas desdichadas mujeres, pónlas bajo el amparo de la justicia, devuelve á la jóven la joya y…

      – ¿Y por qué no habeis de hacer vos todo eso señor? sino me engaño paréceme haberos oido decir que esa dama es una princesa.

      Meditó un tanto Yaye.

      – Bien, dijo: tiempo sobrado tendremos de pensar en ello. Por ahora búscame una casa segura donde pueda vivir sin ser notado: despues trae una litera cerrada dentro de la cual me trasladaré á mi nueva vivienda, y sobre todo, Harum, un profundo secreto.

      El monfí despues de haber recibido algunas otras instrucciones de Yaye, salió de la casa murmurando, mientras se alejaba á buen paso:

      – El emir es mi señor único y absoluto desde que el noble Yuzuf renunció en él su poder y su corona. El, solo él, Muley-Yaye-ebn-Al-Hhamar, es nuestro señor, á quien debemos obedecer ciegamente, so pena de traicion. ¿Pero qué pensará hacer el emir?

      Dos horas despues salia una litera cerrada del casuco que habitaba Harum: aquella litera entró poco despues en una linda casita de la calle de las Tres Estrellas en el Albaicin.

      CAPITULO XIII.

      De cómo la caridad era una virtud peligrosísima para el poderoso emir de los monfíes Muley-Yaye-ebn-Al-Hhamar

      Llegó la noche, y por cierto, lóbrega y tempestuosa.

      Poco despues del oscurecer algunos hombres, como en número de doce, envueltos en largas capas, se extendieron por las calles de San Gregorio el alto y sus circunvecinas y se ocultaron en los dinteles de las puertas.

      Al poco tiempo otros dos hombres, embozados tambien hasta los ojos, llegaron á la puerta de la casucha habitada por Harum, y uno de ellos abrió la puerta: el que le seguia entró.

      El que habia abierto la puerta lanzó un silbido prolongado, entró y cerró.

      Poco despues un embozado, llegó á la puerta y llamó: abriéronle y un hombre que tenia una linterna en la mano, le introdujo en una habitacion del piso bajo. Sucesivamente llamaron y entraron otros cinco hombres.

      Cuando estuvieron todos dentro, el hombre que les habia abierto les dijo:

      – Seguidme.

      Aquel hombre era Harum.

      Los seis hombres que habian entrado y estaban desembozados, mostraban los semblantes mas angulares y fatídicos del mundo, bajo las anchas alas de sus sombreros gachos, y las espadas de mas voluminosa empuñadura y mas largos y torcidos gavilanes que podian darse, pendientes de los talabartes: ademas, cada uno de estos hombres, llevaba sujetos á la cintura una daga buida, y dos largos pedreñales ó pistolas.

      Aquellos seis hombres eran monfíes escogidos entre lo mas duro y valiente de todas las taifas de monfíes de las Alpujarras.

      Aquellos seis hombres siguieron á Harum, que los llevó en derechura á la mina que ponia en comunicacion la casa ocupada por el capitan estropeado, con el palacio de don Diego de Válor.

      Cuando estuvieron allí, Harum los extendió por la mina y les dió la consigna siguiente:

      – Las dagas en las manos. Si sobrevienen gentes por cualquiera de los dos extremos, se las detiene, y se avisa con un silbido. Si oponen resistencia, obrad como quienes sois. Atencion y silencio.

      Volvió á salir por el boqueron, y poco despues apareció con un hombre enteramente encubierto, y tomó la direccion de la escalera que conducia á la casa del capitan.

      – Espera, le dijo el hombre que le seguia: ¿se va por aquí al aposento donde he estado preso?

      – No señor, contestó Harum, se va por la parte opuesta.

      – Pues llévame allá: tengo curiosidad de saber lo que allí puede haber sucedido.

      Harum se volvió y condujo á Yaye al lugar indicado.

      Al entrar en él notó el jóven que algunos objetos que antes estuvieron sobre la mesa, estaban rotos y esparcidos por el suelo; levantadas las ropas del lecho, como si alguien hubiese buscado algo bajo él y los sillones tirados por el suelo.

      Yaye lo comprendió todo; aquellos eran los vestigios del furor impotente de doña Elvira al verse burlada.

      – ¡Ah! ¡ya lo sospechaba yo! dijo con acento sentido el jóven, porque sin saber por qué, le lastimaba la desesperacion de doña Elvira.

      Yaye en su foro interno atribuyó aquel sentimiento á caridad.

      Salió de aquella especie de calabozo, y pasó, perfectamente cubierto el rostro con un antifaz, por delante de los seis monfíes, que inmóviles y silenciosos como estátuas, estaban apoyados de espaldas contra la pared á lo largo de la mina.

      Treparon por las escaleras que subian hasta la puerta, delante de la cual, por falta de una llave maestra, se habia detenido aquella mañana Harum.

      No sucedió entonces lo mismo: el walí, transformándose en ladron, sacó un instrumento de hierro de entre su talabarte, lo introdujo en la cerradura, y sin causar ningun ruido y con gran facilidad, descorrió el fiador, que era de resorte: entonces la puerta giró sobre sí misma sin ruido, y pudo notarse que por la parte de delante, era una verdadera puerta secreta disimulada en la tapicería.

      El lugar en que habian desembocado Yaye y Harum era una cámara extensa y sombría, cuyos tapices representaban asuntos de la historia antigua: aquellas gigantescas figuras de fuerte colorido, parecian fantasmas, destacándose débilmente sobre el fondo oscuro, y la alta ensambladura de pino, ennegrecido por el tiempo, acabada de dar á la cámara en aquella situacion y á aquella luz un tinte sombrío.

      Los muebles que la alhajaban eran ricos, pero antiguos, y en un ángulo se veia un voluminoso lecho de nogal tallado, intacto, con las cortinas de damasco rojo entreabiertas. Junto á un armario cerrado habia un arnés de guerra limpio y sencillo, y acá y allá, en las paredes, sobre los tapices, algunas excelentes armas, tales como espadas, arcabuces y pistolas.

      – Este debe ser el dormitorio del capitan Alvaro de Sedeño, dijo Harum en voz baja á Yaye, y es por cierto para él una fortuna el estar ausente; de otro modo nos hubiera sido preciso estropearle mas. Pero aquí hay tres puertas: esta casa es demasiado grande y yo no la conozco; pues bien, adelantemos á la ventura.

      Y se dirigió á una puerta pequeña situada á los piés del lecho, que estaba cerrada, y que abrió Harum valiéndose de la llave maestra.

      A juzgar por la facilidad con que Harum manejaba aquel instrumento, cualquiera le hubiese tomado por un ladron de oficio.

      Una vez franqueada aquella puerta, nuestros dos exploradores se encontraron en un corredor estrecho, de techo bajo y paredes blanqueadas: siguieron adelante, pero al llegar á la parte media del corredor,


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