Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel

Los monfíes de las Alpujarras - Fernández y González Manuel


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Isabel, sabia demasiado la razon del retraimiento de doña Elvira: sentia por él unos profundos zelos; lloraba cuando se encontraba sola, pero guardaba una reserva sin límites: para saber que Yaye vivia, la bastaba mirar el semblante de su cuñada; pero la observacion de aquel semblante era un tormento para doña Isabel.

      Parecíala notar en los ojos de doña Elvira una segunda vida; la vida de un amor ardiente y satisfecho…

      Pero volvamos á Harum.

      Despues de su observacion salia á la calle y se dedicaba á nuevas investigaciones: habia procurado averiguar la procedencia del capitan; pero por mas que él y los otros monfíes que con él estaban en Granada, revolvieron é indagaron, no se pudo sacar en claro sino que el capitan era forastero y nadie le conocia.

      Del mismo modo todos sus esfuerzos eran inútiles para dar con el emir; todos los dias, pues, á la caida de la tarde, iba á dar cuenta de sus trabajos á Abd-el-Gewar.

      Esta cuenta se reducia á muy pocas palabras.

      – Santo faquí, decia Harum inclinándose, ni yo ni los mios hemos podido averiguar nada acerca del paradero del poderoso emir.

      Abd-el-Gewar trasmitia diariamente este breve parte verbal á Yuzuf por mano de un monfí.

      Al fin un dia Abd-el-Gewar recibió la siguiente carta de Yuzuf.

      «Creo que yo me encuentro mas cerca que tú de saber el paradero de mi hijo.»

      Y sin embargo Abd-el-Gewar y Harum le estaban tocando, como quien dice, con la mano; le tenian enmedio, aunque á alguna profundidad debajo de tierra.

      Doña Isabel, que era la única partícipe del secreto con su hermano y su cuñada, habia callado por amor á su hermano, á pesar de que sabia que Yaye era buscado con ansia… sabiendo que Yaye estaba en poder de una mujer que le amaba.

      Isabel por un sin número de razones se veia obligada á callar y á sufrir.

      Habia pasado cerca de un mes desde el dia del casamiento de Isabel.

      Durante aquel mes ninguna noticia habia venido á desmentir la noticia de la muerte de Miguel Lopez; nada se sabia de la suerte de don Diego y don Fernando de Válor.

      Un dia que doña Isabel estaba, segun su costumbre, triste y abstraida, sentada en el banco bajo la enramada de jazmines, vino á sacarla de su abstraccion el ruido de una disputa que pasaba cerca de ella. Levantó los ojos del cesped donde hasta entonces los habia tenido inclinados, y vió que uno de los lacayos de su hermano pugnaba por arrojar fuera un mendigo, que á su vez pugnaba por llegar hasta ella.

      – ¿Qué quiere ese hombre, Andrés? dijo doña Isabel.

      – Este hombre, señora, ha aprovechado un momento en que he dejado abierto el postigo, y quiere á todo trance hablar con vos.

      – ¿Y qué quereis buen hombre…?

      – ¡Ah! ¿qué quiero…? tened caridad de mi, señora, y Dios la tendrá de vos, dijo el mendigo con un pronunciado acento extranjero.

      – Dadle una limosna, Andrés, y que se vaya, dijo doña Isabel.

      – Ved señora que es un gitano, dijo el lacayo, y que hacer bien á este canalla es pedir á Dios una desgracia, porque esta gente está maldita de Dios.

      – ¡Malditos de Dios! ¡si es verdad! ¡malditos de Dios! exclamó roncamente el mendigo: los crímenes de nuestra raza han caido sobre nosotros, y nosotros nos vemos castigados por las culpas de nuestros abuelos en nuestras cabezas y en las de nuestros hijos.

      Doña Isabel se conmovió; habia en el acento de aquel hombre algo de solemne, algo de terrible, algo de ese no sé qué misterioso que revela los grandes infortunios y no el infortunio de un hombre solo, sino el de una raza entera: por mas que doña Isabel fuese cristiana de corazon, pertenecia á un pueblo oprimido y desgraciado, y de una manera precisa se le hacia simpático aquel otro hombre, que parecia pertenecer á otro pueblo tan desdichado como el pueblo moro de Granada.

      Porque aquel hombre, en fin, era Calpuc, el rey del desierto, que se presentaba á doña Isabel con el extraño disfraz de mendigo.

      Cuando se ha logrado interesar la curiosidad de una mujer se puede tener casi la seguridad de conseguir lo que de aquella mujer se espera.

      – Dejadle que se acerque, dijo doña Isabel al lacayo.

      – Pero ved que estos gitanos… insistió el criado.

      – Dejadle, dejadle que se acerque, repitió doña Isabel: ¿por qué hemos de arrojar lejos de nosotros á los pobres?

      Andrés se apartó de mala gana, y murmurando del paso de Calpuc.

      Este se acercó á doña Isabel y la contempló en silencio algunos momentos, con una profunda expresion de lástima.

      – ¡Cuán hermosa sois señora, y cuán digna de ser feliz! la dijo.

      – ¿Y quién os ha dicho que yo soy desgraciada? contestó con cierta dureza dona Isabel quien, á pesar de todo, la sentaba muy mal que un hombre, que parecia tan miserable, la tuviese lástima.

      – ¡Oh! para que supieseis los motivos que tengo para compadeceros seria necesario que nadie nos escuchase.

      – ¿Y era esa la caridad que veníais á pedirme?

      – Yo no soy mendigo, señora.

      – Sin embargo vuestro aspecto…

      – Haced que vuestro criado se retire un tanto: me basta con que no pueda oirnos.

      Dominada hasta cierto punto doña Isabel por aquella extraña aventura, mandó á Andrés que se retirase.

      Este se retiró á alguna distancia, siempre murmurando y sin quitar ojo del mejicano.

      Cuando este vió que no podia ser oido la dijo:

      – Os tengo lástima porque mereceis mejor esposo, y mejores parientes.

      – ¿Quién os ha autorizado á insultar á mi familia?

      – ¡Oh! ¡la desgracia!

      – ¿Ha causado mi familia vuestra desgracia?

      – No, no ciertamente: pero los desgraciados somos hermanos y tomamos con mucha facilidad por nuestras las desgracias de los demás.

      – Concluid, porque me parece que hasta ahora nada me habeis dicho que tenga que ver con la obra de caridad que esperabais de mí.

      – Concluiré muy pronto: tomad.

      Y sacó de entre sus andrajos una carta que entregó á doña Isabel.

      Al ver el sobre de aquella carta doña Isabel dió un grito.

      Habia reconocido la letra gorda, bárbara é irregular de Miguel Lopez.

      El sobre de aquella carta decia:

      «A mi muy querida esposa doña Isabel de Córdoba y de Válor.»

      Era la misma carta que Miguel Lopez habia escrito en el subterráneo por mandato de Calpuc.

      Esta carta aterró de mil maneras á doña Isabel: ella no habia deseado la muerte de Miguel Lopez, la habia temido y habia procurado evitarla: si al creerla realizada se habia afligido por ella, habia sido mas bien por la infamia que suponia en sus hermanos, que por el interés que podia causarla aquel esposo que de una manera tal se la habia impuesto: ya sabemos que el interés que podia tener doña Isabel por Miguel Lopez era negativo, y en esta parte se encontraba bien con su luto y su viudez, luto y viudez de que habia venido á sacarla con una prueba indudable Calpuc.

      Doña Isabel se puso de pié de una manera nerviosa y miró con los ojos lúcidos y asombrados al mejicano.

      – ¡No ha muerto mi esposo! dijo.

      – No, no ha muerto aun, contestó Calpuc.

      – ¡Es decir que está en peligro! repuso palideciendo la joven.

      – No por cierto; pero sino ha muerto hoy, morirá mañana.

      – No


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