Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel

Los monfíes de las Alpujarras - Fernández y González Manuel


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bajó de nuevo las escaleras y se aventuró en la mina; pero abstraido en los pensamientos que le inspiraba la aventura en que se habia empeñado, pasó junto al boqueron por donde habia penetrado en la mina, y siguió en direccion de la casa de don Diego de Válor.

      Pero de repente Harum se detuvo: habia escuchado el rumor de dos voces, una de hombre, otra de mujer, que hablaban sin recato y como si no temiesen ser escuchados. Harum adelantó con precaucion, y notó que las dos voces salian de un aposento abierto en la mina, por cuya puerta salia, proyectándose sobre el pavimento de la mina, un rayo de luz: el monfí adelantó aun mas y pudo percibir perfectamente lo que hablaban el hombre y la mujer que estaban en el aposento.

      La voz del hombre hirió su oido de una manera particular, como si le fuera muy conocida, y al fin la reconoció y exclamó con asombro:

      – ¡El emir! ¡encerrado en un subterráno con una mujer!

      Harum no supo por el momento qué hacer.

      – Si, si, está ahí; pero yo no debo escucharle, ¡no! ¡el siervo no debe descubrir los secretos del señor! ¡seria hacerle traicion! ¡pues bien! ¡me ocultaré, observaré cuando salga esa mujer! y entonces… ¡oh! entonces me presentaré á él y le diré: señor, ¡vuestro padre os busca desesperado! ¡si estais cautivo, yo os traigo la libertad! ¡si estais libre, volved un momento, señor, junto á vuestro padre, junto á vuestros leales monfíes…! despues… despues tiempo os quedará para el amor.

      Tomada esta leal resolucion, Harum se volvió atrás, buscó el boqueron, le encontró, se sentó sobre los escombros y apagó la linterna, para que no pudiese denunciarle su luz.

      CAPITULO XI.

      Hasta donde habia llegado doña Elvira, arrastrada por su amor á Yaye

      Harum obraba sin duda hidalgamente y como convenia á un buen vasallo, en no escuchar lo que su señor hablase; pero el autor comprende que no estan en el mismo caso sus lectores, y va á introducirlos en aquel aposento vedado para Harum.

      Aquel aposento era el mismo donde don Diego de Válor y su mujer doña Elvira de Céspedes, habian ocultado á Yaye, á causa del accidente que le habia producido la noticia del casamiento de doña Isabel.

      Desde aquel momento al en que le presentamos de nuevo á nuestros lectores, habia pasado, como hemos dicho, un mes.

      Yaye estaba completamente restablecido y se paseaba lentamente por la estancia.

      Doña Elvira estaba sentada en un sillon, contemplando con ansiedad al jóven, que estaba hermosísimo.

      – ¿Con que esa es vuestra postrera resolucion? dijo doña Elvira.

      – Mi resolucion decidida, contestó el jóven con acento severo.

      Por algunos momentos doña Elvira, á quien pareció contrariar la respuesta de Yaye, guardó silencio, impaciente é irritada.

      – ¿No os he dado bastantes pruebas de mi amor, dijo al fin con altivez, para que consintais en lo que deseo, en lo que ansío… en lo que debia llenaros de orgullo, porque lo que yo ansío, lo que yo deseo, es ser vuestra, enteramente vuestra?

      – ¿Y no lo sois, señora? dijo dominándose Yaye, y procurando dar á su acento la dulzura del amor, ¿no soy yo vuestro?

      – Si, aquí, entre el mas profundo misterio, en las entrañas de la tierra; cuando nadie mas que yo está á vuestro lado, cuando á nadie veis mas que á mi. Vos no me amais, Yaye… vos al decirme amores habeis mentido… si, habeis mentido… vos no amais mas que á vuestra ambicion… y despues de vuestra ambicion á mi cuñada doña Isabel, á pesar de que mi cuñada se casó con otro sabiendo que vos la amábais.

      Yaye hizo un movimiento como para contestar, pero guardó silencio.

      – Si, ella sabia que vos la amábais, y os pospuso á un hombre feroz, brutal, casi á un bandido… en cambio yo… yo os amo desde que os vi: cuando por una sucesion de circunstancias extrañas os tuve en mi poder, cuando yo sola podia veros, yo sola podia hablaros, mi alma se abrió á la esperanza y á la felicidad… despues vos habeis sabido engañarme, enloquecerme… me habeis hecho la mas feliz de las mujeres… ¡oh! ¡si! porque no hay en el mundo una felicidad semejante á la que vos me habeis hecho probar… ¡pero despues…!

      El jóven se acercó á doña Elvira y la asió una mano.

      – Escuchad, señora, la dijo: mi corazon os pertenece… es verdad que yo amaba á vuestra cuñada, ó que creia amarla…

      – ¡Que creiais amarla! exclamó con ansiedad doña Elvira.

      – Si, que crei amarla, porque mi afecto hácia ella mas que amor era empeño, un empeño como yo los concibo: tenaces, terribles, voluntariosos… la noticia de su casamiento causó en mí un efecto inesplicable… porque mi empeño se desvanecia, caia vencido ante el empeño de una mujer… no recuerdo lo que me aconteció… solo recuerdo que desperté un dia de un profundo letargo, calenturiento, dolorido, cansado en el cuerpo y en el alma… miré en torno mio y os vi anhelante, con las manos cruzadas, mirándome de una manera tal, que aun no he podido olvidar aquella mirada, hermosa y dulce como la de un ángel… yo no os conocia… vos tampoco me dijísteis quien érais… yo no os lo habia preguntado, porque no tenia voluntad mas que para miraros, ni corazon mas que para sentir vuestra hermosura y vuestra misericordia: pasábais junto á mi largas horas reclinada sobre mi lecho, mis manos en vuestras manos, mi mirada en vuestra mirada, confundiéndose nuestros alientos: llegó un punto en que… nos confundimos en uno; nos unimos, fuimos un solo ser que sentia una misma felicidad, que se embriagaba en sí mismo: yo os crei mi ángel, mi espíritu estaba aun perturbado… nada recordaba… habia vuelto á la vida… á una vida vigorosa, á una vida nueva… para mí este aposento, donde jamás entra la luz del dia, era un eden y era un eden por vos. Vos lo sabeis, señora: no podeis dudarlo: yo enloquecia bajo vuestras miradas, yo desfallecia de amor con vuestras caricias… ¿ha podido jamás un hombre pertenecer de una manera mas completa á una mujer?

      – ¡Ha sido un sueño! ¡un hermoso sueño! dijo doña Elvira, cuyos ojos se arrasaron de lágrimas, ¡un sueño que no se ha desvanecido sino haciéndome pedazos el corazon!

      – ¿Por qué me despertásteis? ¿por qué avivásteis mi memoria que la enfermedad habia entorpecido? ¿Por qué me dijísteis: tú eres Yaye-ebn-Al-Hhamar, emir de los monfíes de las Alpujarras?

      – ¡Ah! ¡la ambicion ha matado en vos al amor!

      – No por cierto: el emir, el poderoso emir de los creyentes que luchan en las montañas de las Alpujarras por el Islam, os hubiera asido de la mano, os hubiera presentado á los suyos y les hubiese dicho: hé aquí mi esposa; hé aquí vuestra señora; pero vos no os detuvísteis en vuestras revelaciones: me dijísteis: yo soy casada, lo que equivalia á decirme: somos adúlteros.

      – ¡Ah! exclamó doña Elvira.

      – Y no bastaba esto: me dijísteis soy esposa de don Diego de Córdoba y de Válor, lo que equivalia á decirme: somos infames, porque don Diego de Córdoba es pariente mio por parte de mi madre, como que mi madre era hermana del padre de don Diego.

      – ¿Y qué importan todos los parentescos, todos los vínculos, cuando se ama como yo os amo?

      – Doña Elvira el crímen siempre es el crímen, y no es puro el placer en el fondo de cuya copa se encuentra el remordimiento: yo soy inocente: el Altísimo lo sabe: acababa de salir de una enfermedad terrible cuando os vi á mi lado; me encontraba en una situacion extraña; yo os creia una hurí enviada por Dios para consolarme, porque yo no os conocia: lo que ha sucedido entre nosotros ha sido fatal; pero en el momento en que he conocido que nuestros amores ofendian á Dios y á los hombres, me he detenido, he vuelto atrás en la senda de la perdicion en que habia entrado sin saberlo…

      – ¡Porque no me amais! ¡porque os habeis burlado de mí! exclamó con violencia doña Elvira.

      – No os amo porque no debo amaros, señora; no os amo, porque perteneceis á otro hombre; porque me habeis engañado…

      – ¡Porque


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