Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel

Los monfíes de las Alpujarras - Fernández y González Manuel


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sí; estoy seguro de que Miguel Lopez morirá de mala muerte.

      – ¡De mala muerte! ¿y por qué?

      – Porque es un malvado y al fin y al cabo los malvados caen heridos por la mano de Dios.

      – ¡Ah! exclamó doña Isabel; escudado con esta carta, que de una manera tan extraña me habeis entregado, me estais haciendo oir muy duras palabras.

      – Ese es un aumento de desgracia que os procura vuestra familia.

      – Pero, en fin, dijo doña Isabel: ¿quién ha sido causa del desgraciado suceso acontecido á mi esposo? Los lacayos que vinieron á traernos la triste nueva, nos dijeron que mi esposo y mis hermanos habian sido acometidos por los monfíes de la montaña; que mi esposo habia sido muerto y que mis hermanos habian desaparecido.

      – Es cierto que los monfíes acometieron á vuestro esposo, pero fueron pagados para ello por vuestro hermano don Diego.

      Doña Isabel palideció aun mas y bajó la vista ante la profunda mirada de Calpuc.

      – Vuestro esposo hubiera perecido, sin duda, continuó este á no haber sido porque yo acudí en su socorro.

      – Os doy las gracias, quien quiera que seais, dijo toda turbada doña Isabel.

      – ¡Ah! ¡si yo hubiera conocido á Miguel Lopez, le hubiera dejado morir! contestó con un acento lleno de misericordia Calpuc. Pero Dios lo ha hecho de otro modo.

      – Sí, si, habeis hecho muy bien en salvarle y os repito que os estoy profundamente agradecida.

      – Nada me agradezcais. He obrado como debe obrar un hombre temeroso de Dios.

      – Vos no sois mendigo, segun me habeis dicho, dijo doña Isabel, fijando profundamente sus grandes ojos de gacela en Calpuc.

      – En verdad que no, señora, pero me era preciso adoptar un disfraz cualquiera, para acercarme á vos sin inspirar sospechas. Por lo mismo y para no inspirarlas debemos concluir nuestra conversacion, que se va haciendo larga. Segun recordareis, vuestro esposo os ruega me entregueis la sortija que os dió en arras de su casamiento con vos.

      – ¿Y os urge recibir esa sortija? dijo doña Isabel.

      – No, no ciertamente. Podré esperar hasta esta noche.

      – ¡Esta noche! ¿y dónde creeis que podreis verme esta noche?

      – Aquí, en este mismo sitio, cuando todos esten recogidos en la casa, y podamos hablar sin ser sentidos de nadie.

      – ¡Eso es imposible! ¡yo sola, de noche, con un hombre á quien no conozco!

      – ¿Recelais de mí despues de haber leido la carta de vuestro esposo?

      – No, no desconfio. Perdonad un vago recelo en una mujer que ha sido muy desgraciada. Me pareceis leal y consiento en recibiros.

      – ¿A qué hora?

      – Despues de las ánimas.

      – Despues de las ánimas estaré en el postigo del jardin.

      – A esa hora y confiando en vuestro honor, os abriré.

      – Adios, pues, señora, y hasta la noche.

      – Hasta la noche: adios.

      Y Calpuc se separó de doña Isabel, lanzó una profunda y ansiosa mirada á las ventanas de la casa en que vivia el capitan Sedeño, y que se veian por cima de la tapia medianera de los dos huertos, y al verlas cerradas exhaló un profundo suspiro.

      Despues salió por el postigo, pasando junto al lacayo Andrés, al que ni siquiera saludó.

      – ¡Oh! será necesario avisar al alcalde para que prenda á ese hombre si vuelve á venir, murmuró el lacayo; tiene muy mala traza: por mi parte y á no ser por la señora, yo le hubiera echado á palos.

      – Ese hombre es un desgraciado, Andrés, dijo doña Isabel, y debemos compadecer y ayudar á los desgraciados.

      Doña Isabel se alejó y entró por el cenador, mientras Andrés murmuraba cerrando el postigo del huerto:

      – ¡Un desgraciado! quiera Dios que su venida á esta casa no nos cause alguna desgracia.

      La escena que acabamos de referir pasó cabalmente á la hora en que Harum, desde su casucha, hacia su atalaya matutina á los dos huertos del capitan estropeado y de don Diego de Válor.

      – ¡El cazador de la montaña! dijo al reconocer á Calpuc ¡el hombre á quien protege el poderoso emir! ¿Por qué viene aquí ese hombre y disfrazado de mendigo á hablar con doña Isabel de Córdoba y de Válor? Será necesario avisar á Ab-del-Gewar.

      Pero antes, añadió, es necesario que concluyamos nuestra tarea de la mina: por un milagro de Dios el capitan Sedeño está fuera. Xariz y Athar, que le han seguido, me han dicho que ha tomado á caballo el camino de la montaña. No se sale asi á la gineta sino para tardar algunos dias. Esta es la ocasion mas propicia: pues puños y adelante.

      Y dejándose ir con la agilidad de un gato por unas escaleras perláticas, descendió á los pisos bajos, que estaban casi llenos de montones de tierra y escombros, que habia sacado Harum de la mina: encendió una linterna; tomó una piqueta, y se metió por un estrecho pasaje que habia abierto á pico.

      A trechos se veia la antigua mina árabe en toda su anchura y altura, capaz de contener un hombre á caballo, porque la mina solo habia sido cegada á trechos: si Harum hubiese tenido una brújula y un plano del terreno, hubiera conocido que aquella mina en vez de prolongarse en direccion á la casa ocupada por el capitan estropeado, se extendia hácia la de don Diego de Válor.

      Sea como quiera, á poca distancia se detuvo Harum delante de una pared que cerraba la mina, y dejó la linterna en el suelo.

      – Hice bien, dijo, en no seguir anoche mi trabajo cuando encontré esta pared que sin duda comunica con la cueva de la casa del capitan; era ya muy avanzada la noche; la caída de los escombros por esotra parte debe producir un gran ruido y era exponerse á que se malograse mi plan. Sin embargo, como puede suceder que sin que yo lo sepa haya en la casa alguien que guarde á la hermosa doncella de las trenzas negras, bueno es ir prevenidos: llevo un excelente puñal… y sobre el corazon; que no es flojo ni asustadizo, una buena cota á prueba. Adelante pues. Cúmplase lo que está escrito, y que el Dios Altísimo y Unico me proteja.

      Y levantando la piqueta descargó un formidable golpe sobre la pared, que fue suficiente para que no necesitase dar el segundo: aquella pared era un simple tabique traspasado por la humedad, que se derrumbó, produciendo apenas, por lo reblandecido de los materiales, un ruido sordo y opaco.

      Quedó abierto un boqueron practicable: Harum tomó la linterna, saltó sobre los escombros, y se encontró en una mina mas ancha y enteramente desembarazada, que se prolongaba á la derecha y á la izquierda del boqueron donde habia entrado.

      – ¡Por Satanás! dijo el monfí: me encuentro en un pasaje que conduce á dos puntos distintos y que no tiene apariencias de estar cegado. Meditemos. La mina por donde me he abierto paso hasta aquí está casi en línea recta; la casa del alférez está á la izquierda: la de don Diego de Válor á la derecha, pues señor: tomemos á la izquierda: esto no impide que despues de reconocer el terreno tomemos á la derecha. Acaso, acaso, descubra yo mas de lo que he creido: adelante pues.

      Y tomó con una gentil audacia la mina adelante, á la parte de la izquierda.

      A poco que anduvo tropezó con una escalera y trepó por ella: á la altura de cincuenta peldaños encontró una puerta, bien conservada y que parecia estar en uso.

      Un impulso de alegría inundó el alma del monfí: pero aquel impulso no le hizo ser imprudente. Acercó el oido á la puerta y escuchó. Nada absolutamente se oia tras ella: permaneció escuchando algun tiempo mas, y ningun ruido alteró el silencio: entonces acercó la luz de la linterna á la puerta y la examinó minuciosamente.

      Era de roble, y provista de una cerradura tan fuerte, que para violentarla hubiera sido preciso causar gran ruido.

      Harum suspiró.

      – Es


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