Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel

Los monfíes de las Alpujarras - Fernández y González Manuel


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á donde podria llegar el empeño de una mujer.

      Yaye conoció que doña Elvira le tenia enteramente en su poder: la habitacion en que se encontraba, aunque ricamente alhajada, y cubierta de tapices, por lo reducido de su extension, por lo deprimido de su bóveda, por lo fuerte de su puerta, en que se veia un ventanillo, indicaba haber sido en otro tiempo destinada para encierro. Por aquel ventanillo podia doña Elvira introducirle alimentos preparados para producirle un estado de letargo, sin que Yaye pudiese usar de la menor violencia con ella. Yaye, pues, sacudió con fuerza la puerta; pero esta era muy fuerte, encajaba perfectamente y nada consiguió: metió el brazo por el ventanillo, y probó si alcanzaba á los cerrojos: esto tambien era inútil: los cerrojos estaban fuera del alcance de su brazo: su espada y su daga, cuyos gavilanes acaso le hubieran servido para alcanzar á los cerrojos, habian desaparecido: Yaye comprendió que si esperaba mucho tiempo, doña Elvira comprendería que los cerrojos no bastaban para asegurar á su prisionero, y buscaria otros medios de seguridad.

      Era necesario encontrar una manera de descorrer aquellos cerrojos, y franquear cuanto antes aquella puerta. Una vez fuera, Yaye pensaba ocultarse en la oscuridad en la mina, y sorprender á doña Elvira cuando volviese.

      Pero no se le ocurrió medio en lo humano: comprendió que estaba seriamente preso, y á merced del fatal amor de doña Elvira.

      La única esperanza que le quedaba era que sobreviniese en aquellos momentos don Diego de Córdoba y de Válor.

      ¿Pero quién sabia lo que habia sido de don Diego?

      Empezaba Yaye á desesperarse, cuando oyó en la mina unos pasos marcados de hombre: era la primera vez, despues que habia vuelto á la razon en aquel calabozo, que oia tales pisadas: supuso que doña Elvira le enviaria algun hombre pagado para intimidarle, y esto le irritó. Los pasos se acercaban y al fin se detuvieron junto á la puerta.

      Yaye escuchó en silencio: el que se habia detenido junto á la puerta nada dijo durante algunos segundos.

      Al fin se escucharon estas palabras pronunciadas por una voz contenida:

      – ¿Estais solo, señor?

      – ¿Qué es eso? ¿Quién me llama señor? dijo Yaye acercandose al ventanillo de la puerta.

      – Soy yo, señor; vuestro fiel escudero; el walí Harum-el-Geniz.

      – ¡Oh! ¡me he salvado! exclamó Yaye; mira si puedes descorrer los cerrojos, mi buen Harum.

      – ¡Oh! ¡sí, poderoso señor! he aquí la puerta de par en par.

      En efecto, la puerta se abrió.

      – ¿Quién te ha traido aquí Harum? ¿por dónde has entrado? le preguntó Yaye.

      – Me ha traido un mandato de vuestro noble padre; en cuanto al lugar por donde he entrado, venid señor y lo vereis.

      Harum á quien las circunstancias hacian mas entrometido con el jóven emir que lo que lo hubiese sido en otra ocasion, tomó la bujía que ardia sobre la mesa y salió seguido de Yaye.

      Al llegar al boqueron se detuvo, y le mostró al jóven.

      – Hé aquí por donde he entrado, señor. Por esa mina adelante, pronto muy pronto, vuestra grandeza verá la luz del sol.

      Y siguió por la mina precediendo al jóven emir.

      Cuando este se encontró en las habitaciones superiores, cuando vió el cielo, las nubes, el sol, los árboles, la Alhambra, á lo lejos la alta cumbre de la Sierra-Nevada, en lontananza y á los pies de la sierra la extendida vega con sus lejanas montañas azules, respiró como quien se siente aliviado de un peso enorme.

      – ¿De qué manera quieres que te recompense el emir? exclamó con alegría volviéndose á Harum.

      – ¡Ah, señor! dijo el monfí; me basta con ser vuestro secretario de confianza en la paz; vuestro escudero en la guerra: á vuestro lado siempre, porque teneis enemigos, señor; todos los reyes los tienen y mi única ambicion es serviros de escudo.

      – Aunque me has servido algun tiempo no recuerdo de qué tribu eres, dijo con la gravedad de un rey Yaye.

      – De la tribu Zeneta, señor, contestó con orgullo Harum.

      – Vienes, pues, de una raza bastante esclarecida, walí, para que puedas estar continuamente á mi lado, dormir á los piés de mi lecho, y llevar tu caballo tras el mio en el combate. Te concedo lo que me has pedido.

      – ¡Ah! ¡señor! ¡magnífico señor! exclamó Harum arrojándose á los piés de Yaye.

      – Alza y escucha: ¿cuántos dias han pasado desde aquel en que yo llegué á Granada?

      – ¿Quereis decir, señor, desde el dia en que me mandásteis que siguiese sin perder de vista á la hermosa morena de los ojos de luz?

      – ¡Ah! ¡la princesa mejicana! exclamó perturbado bajo aquel recuerdo Yaye.

      – Pues ha pasado un mes, cabalmente desde aquel dia, señor.

      – ¡Cuántas variaciones en un mes en la vida de un hombre! exclamó el jóven emir. Y se quedó profundamente pensativo.

      – Perdonadme, señor, dijo Harum, si os advierto, que estando en estos corredores nos pueden ver desde las ventanas y desde el jardin de la próxima casa de don Diego de Córdoba y de Válor.

      – ¡Ah! ¡es esa la casa de don Diego de Córdoba! dijo Yaye mirando al frente: pero de improviso se puso pálido y lanzó una exclamacion desde el fondo de su alma.

      – ¡Ah! ¡doña Isabel!

      En efecto, la jóven habia atravesado lentamente y con su severo traje de luto, un corredor de la casa vecina y habia desaparecido.

      – ¿Vive doña Isabel en la casa de su hermano don Diego? dijo con voz apagada por la conmocion Yaye.

      – Si señor, todos los dias por la mañana la veo sentada en aquel banco de piedra que hay al pié de aquella enramada de jazmines. Pero retirémonos de aquí si os place, señor, y si quereis observar la casa de don Diego, yo os llevaré á un lugar desde donde podais ver sin ser visto.

      Yaye conoció que la observacion de Harum era prudente, y le siguió á un aposento cercano en el que habia una ventana con celosía y desde donde se descubria lo mismo que desde el corredor, las dos casas y los dos huertos del capitan estropeado y de don Diego de Válor.

      – ¿Acostumbra doña Isabel á dejarse ver? preguntó Yaye.

      – Solo por la mañana, señor, y en el lugar que os he marcado.

      – ¿Has hablado alguna vez con ella?

      – Nada me habiais encargado acerca de doña Isabel, señor.

      – Es verdad. Y dime: ¿que ha sido de Miguel Lopez?

      – Se le cree muerto.

      – ¿Se sabe quién ha mandado su muerte?

      – Creese que sea cosa de don Diego de Válor.

      – ¡Infame! murmuró Yaye: pero… me han dicho que ha muerto á manos de unos monfíes.

      – Es verdad: segun me ha dicho Dalhy que ha ido dos ó tres veces á la montaña durante este mes, don Diego sobornó á Reduan, que vivia como ventero junto á Orgiba y á otros seis: vuestro poderoso y justiciero padre, señor, mandó ahorcar al dia siguiente á Reduan, y á los otros seis, en la encina muerta de la Rambla de los Gamos.

      – ¿De modo que en esta muerte nada ha tenido que ver la justicia de mi padre?

      – Ha sido un asesinato y nada mas.

      – ¿Y qué se han hecho don Diego y don Fernando de Válor?

      – Los tiene presos vuestro padre hasta que vos parezcais.

      – ¿Y mi buen ayo Ab-del-Gewar?

      – Está inconsolable por vuestra pérdida y nos hace revolver la tierra á mí y á los veinte monfíes que tengo á mis órdenes.

      – Pues


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