Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel

Los monfíes de las Alpujarras - Fernández y González Manuel


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de mis costados á la ciudad, hácia el codiciado tesoro.

      Pero á medida que nos acercábamos á la montaña esta cambiaba sino de forma, de color: empezábamos á ver el color natural de la tierra entre la cual multitud de cuerpos brillantes destellaban los rayos del sol: al fin una noche en que la luna llena despedia una luz clarísima, la montaña cambió de aspecto: entonces parecia de plata.

      Los monfíes empezaron á desconfiar de su portentoso hallazgo, y yo sabia ya á qué atenerme: aquella montaña que á larga distancia parecia de oro, herida por los rayos del sol, y de plata, cuando la iluminaba la luna, no era otra cosa que una cantera de pizarras brillantes.

      Sin embargo los monfíes quisieron llegar hasta ella, y solo cuando tuvieron en sus manos aquellas piedras engañadoras, se convencieron de que si querian oro, era necesario buscarlo donde le habiamos encontrado hasta entonces: en las casas y en los templos de los indios.

      Volviéronse, pues, los deseos de todos á la ciudad de Calpuc: en ella, como he dicho antes, se habian refugiado, llevando cuanto poseian, todos los habitantes de la comarca: debiamos, pues, esperar un botin riquísimo, y nos encaminamos decididamente á la poblacion.

      Pero antes de llegar á ella, nos salió al encuentro una embajada del senado: aterrados con nuestros contínuos triunfos, los indios preferian un avenimiento. Esto convenia perfectamente á mis proyectos, porque en paz mejor que en guerra, podria esperar el descubrimiento de doña Inés. Exigí como primera condicion, y segun costumbre, porque la religion era el antifaz con que encubrian su codicia los españoles, que el templo idólatra se convirtiese en templo cristiano; que en vez del monstruoso simulacro de oro macizo que adoraban los indios, se colocase sobre un altar un crucifijo de madera; que se sepultasen los cráneos humanos que servian de trofeo al templo, y que, para evitar que aquel culto abominable se reprodujese, me entregasen el ídolo, y las alhajas del culto.

      Con asombro mio los embajadores, en vez de negarse, asintieron á mi propuesta en nombre de su rey Calpuc, y del mismo modo consintieron en entregarme un fuerte tributo por cada uno de los habitantes de la ciudad; exigí, ademas, para mi seguridad y la de mi gente, que el rey viniese entre nosotros y entrase á mi lado en la ciudad, y que se entregasen á mis soldados el templo y las habitaciones de los sacerdotes.

      Convínose la entrada en la ciudad para el dia siguiente, y en él, á la hora convenida, se me presentó Calpuc, el terrible rey del desierto, con algunos de sus magnates, y á pié, en contraposicion de los caciques que hasta entonces habia conocido, y que se hacían conducir en andas cubiertas de oro, sobre los hombros de sus esclavos.

      Maravillóme tambien que Calpuc llevase un trage puramente castellano, un birrete de brocado bordado con piedras preciosas, y únicamente, como distintivo de su dignidad, un manto de una tela fabricada con plumas. Los demás de su acompañamiento llevaban tambien algunas prendas castellanas: quién una gorra, quién un jubon ó unos gregüescos, ó simplemente unas botas. Esto me demostró que se me temia y se me adulaba, y me confirmó en esta idea, las inequívocas muestras de distincion que desde el primer momento me dispensó Calpuc; dióme la mano, á usanza de Castilla, y, lo que mas me maravilló, me significó en buen castellano, aunque con un tanto de acento extranjero, lo dispuesto que estaba á mantener conmigo una amistad duradera, siempre que yo me prestase á razonables condiciones.

      Despues nos encaminamos juntos á la ciudad, yendo Calpuc á mi derecha y entre las filas de mis arcabuceros, y detrás los pocos caciques que le habian acompañado, la mayor parte de los cuales mostraban en sus semblantes el temor y la desconfianza.

      Durante el corto trecho que anduvimos hasta llegar á la ciudad, el rey me dijo que se habian cumplido mis deseos respecto al templo, y que las habitaciones de los sacerdotes situadas á su alrededor, estaban ya dispuestas para aposentar á mis soldados.

      En efecto, se veia desde el campo que los cráneos humanos, que el dia anterior coronaban la parte mas alta del templo, habian desaparecido, y en su lugar ví en cien astas de madera, banderolas de todos colores en señal de agasajo y alegría.

      Era necesario desconfiar de este aspecto y de esta docilidad, atendido el respeto y la adoracion que los indios profesan á sus ídolos: era necesario estar preparados para rechazar una asechanza, y mis alféreces y sargentos, prevenidos por mí, habian hecho que los monfíes llevasen los arcabuces preparados y las mechas encendidas.

      Cuando llegamos á una de las entradas de la ciudad, en la cual, para evitar yo el peligro de marchar á la desfilada por los estrechos callejones de todas las entradas de las poblaciones indias, habia pedido que se abriese una brecha, lo que se habia efectuado; al entrar por aquella brecha, nos salieron al encuentro una multitud de músicos á manera, de juglares, con tambores, que batian á compás, y gran número de hermosas bailarinas que nos precedieron tocando y danzando hasta el templo, en el cual penetramos por una alta gradería.

      Al penetrar en el interior ví con asombro, que sobre el pedestal en que sin duda habia estado el ídolo, se alzaba un magnífico crucifijo de talla, y que nos salian al encuentro tres ancianos revestidos, ni mas ni menos que como los sacerdotes católicos y con los mismos ornamentos.

      Calpuc me indicó entonces el altar y me dijo:

      – He ahí el Redentor del mundo, inclinad vuestra cabeza, capitan, y adoradle, puesto que os ha permitido llegar sano y salvo hasta estas apartadas regiones en medio de tantos peligros.

      El acento de Calpuc era el de un cristiano lleno de fe, lo que aumentó mi admiracion: prosternéme ante el altar, prosternáronse mis soldados, y únicamente el rey y sus magnates quedaron de pié, aunque en una actitud respetuosa, á un lado del templo.

      Inmediatamente se celebró una misa; despues de ella el mas anciano de los sacerdotes, me dirigió una corta plática en que enaltecia el valor y la fe que me habian llevado á aquellas remotas regiones, para extender en ellas el conocimiento de la divina verdad, y arrancar del error á aquellos infelices idólatras.

      Despues de esto, mi compañia se aposentó en las habitaciones que estaban alrededor del templo, desde las cuales dominaban á la poblacion, y Calpuc me llevó consigo á su casa, á cuya puerta despidió á sus magnates y en la que penetró solo conmigo.

      Aquella casa, que podia llamarse palacio, era de piedra, de un solo piso, y en el interior estaba revestida de maderas olorosas y ricas telas tejidas de plumas, oro y plata. Los pavimentos y los techos eran de cedro, y todo allí, con arreglo á las costumbres de los indios, era régio y maravilloso.

      Calpuc me condujo por sí mismo, á través de muchos patios y habitaciones, y al fin, en lo mas retirado de su palacio, se detuvo delante de una ensambladura, donde ni aun resquicio de puerta se notaba.

      – Vais á entrar, me dijo, con acento grave y lleno de autoridad, donde solo han entrado hasta ahora, mi esposa, mi hija y esos tres sacerdotes cristianos que acaban de presentaros el santo sacrificio de la misa. Todo esto os parecerá extraño y maravilloso, y con efecto lo es. Por lo mismo espero que vos, obrando con la fe y el sigilo que cuando es necesario debe obrar un caballero, guardareis un profundo secreto acerca de cuanto vais á ver y á oir.

      Prometíselo, y entonces Calpuc oprimió un resorte oculto y nos encontramos en una habitacion alhajada enteramente al estilo de España: atravesamos algunas otras iguales, y al fin, Calpuc abrió una puerta, y me introdujo en una capilla ú oratorio á cuyo frente habia un altar y otro á cada costado.

      En el del centro no habia imágen alguna, en el de la derecha se veia una imágen de talla de la Vírgen de los Dolores, y en el de la izquierda otra de San Juan Evangelista; á los piés del altar de la Vírgen habia arrodilladas dos mujeres, que se levantaron sobresaltadas al notar mi presencia y se dirigieron á una puerta situada á la izquierda del altar del centro.

      – Esperad y nada temais, dijo Calpuc dirigiéndose á ellas: este caballero es mi amigo.

      Las dos mujeres se detuvieron, se volvieron y adelantaron hácia nosotros, saludándome, una de ellas, con suma cortesanía. Necesité hacer un poderoso esfuerzo sobre mí mismo, para contener mi conmocion. La dama que tenia delante, y que parecia contar veinte y ocho años, maravillosamente hermosa, y vestida con un sencillo trage blanco, era el original del retrato que habia visto en casa del duque de la Jarilla;


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