La fábrica mágica . Морган Райс
con una sonrisa demoníaca.
—Llegas tarde a la cena —dijo, fulminándolo con la mirada y con destellos de placer detrás de sus ojos—. Mamá y papá están se están volviendo locos.
Detrás de Chris, Oliver podía oír la voz chillona de su madre.
—¿Es él? ¿Es Oliver?
Chris le respondió gritando por encima del hombro.
—Sí. Y parece una rata mojada.
Volvió a mirar a Oliver, su expresión era de alegría ante el enfrentamiento que se avecinaba. Oliver se abrió camino hacia dentro con un empujón y pasando por delante del cuerpo grande y gordo de Chris. De su ropa empapada salía un rastro de gotas, haciendo un charco bajo sus pies.
Su madre fue corriendo hacia el pasillo y se quedó en el otro extremo mirándolo fijamente. Oliver no podía decir si su expresión era alivio o rabia.
—Hola, mamá —dijo con resignación.
—¡Mírate! —exclamó ella—. ¿Dónde estabas?
Si era un alivio ver a su hijo otra vez en casa, ¿por qué a eso no lo seguía un abrazo o algo así? La madre de Oliver no daba abrazos.
—Tenía que hacer una cosa después de la escuela —respondió Oliver, evasivamente. Se quitó su suéter empapado.
—¿Una clase de empollones? —abrió la boca Chris. Después rio de forma estridente de su propio chiste.
Su madre extendió la mano para coger el suéter de Oliver.
—Dámelo. Tendré que lavarlo —Suspiró ruidosamente—. Ahora entra. Se te está enfriando la cena.
Acompañó a Oliver hasta la sala de estar. Inmediatamente, Oliver se dio cuenta de que habían revuelto las cosas en su hueco, que las habían movido. Al principio pensó que era porque habían traído un colchón hasta allí, y que lo habían tirado todo encima, pero después vio el tirachinas encima de su sábana. Al lado estaba su maleta, con las cerraduras rotas y la cubierta entreabierta. Y después vio horrorizado que todos los rollos para su capa de invisibilidad habían sido desparramados por el suelo y deformados, como si los hubieran pisoteado.
Oliver supo al instante que había sido cosa de Chris. Le lanzó una mirada asesina. Su hermano observaba su reacción a la expectativa.
—¿Lo has hecho tú? —preguntó Oliver.
Chris se metió las manos en los bolsillos y se meció hacia atrás sobre sus talones, en una imagen de inocencia.
—No tengo ni idea de qué estás hablando —dijo con una sonrisita reveladora.
Era la gota que colmaba el vaso. Después de todo lo que había sucedido en los dos últimos días, con la mudanza, la horrible experiencia en la escuela y la pérdida de su héroe, Oliver no tenía fuerzas para soportarlo. La rabia explotó en su interior. Antes de que tuviera ocasión de pensarlo, Oliver fue corriendo hacia Chris a toda velocidad.
Se estrelló fuerte contra su hermano. Chris apenas se tambaleó hacia atrás por la fuerza; era muy grande y estaba claro que esperaba que Oliver le atacara. Y era evidente que disfrutaba de los intentos de Oliver por enfrentarse a él, pues reía alocadamente. Era tan más grande que Oliver que lo único que tuvo que hacer fue colocar una mano en la cabeza de Oliver y empujarlo hacia atrás.
Desde la mesa de la cocina, su padre gritó:
—¡CHICOS! ¡DEJAD DE PELEAROS!
—Es Oliver —gritó Chris—. Me atacó sin razón.
—¡Sabes exactamente cuál es la razón! —exclamó Oliver, moviendo los puños en el aire, incapaz de llegar al cuerpo de Chris.
—¿Yo pisoteando tus rollitos raros? —dijo Chris entre dientes, lo suficientemente bajo para que ninguno de sus padres pudiera oírlo—. ¿O rompiendo tu estúpido tirachinas? ¡Eres un friqui, Oliver!
Oliver se había agotado luchando contra Chris. Se echó hacia atrás, respirando con dificultad.
—¡ODIO esta familia! —gritó Oliver.
Fue corriendo hasta su hecho, recogiendo todos los rollos dañados y los trozos rotos de alambre, las palancas partidas y el metal doblado y los tiró dentro de su maleta.
Sus padres vociferaban:
—¿Cómo te atreves? —gritó su padre.
—¡Ya te lo encontrarás! —chilló su madre.
—Ahora sí que la has liado —dijo Chris, sonriendo maliciosamente.
Mientras todos le estaban chillando, Oliver sabía que solo había un lugar al que podía escapar. El mundo de sus sueños, el lugar dentro de su imaginación.
Apretó con fuerza los ojos y silenció sus voces.
Entonces, de repente, estaba allí, en la fábrica. No en la que había visitado antes, que estaba llena de arañas, sino una versión limpia, donde todas las máquinas brillaban y relucían bajo luces brillantes.
Oliver estaba allí, mirando boquiabierto a la fábrica en su antiguo esplendor. Pero igual que en la vida real, Armando no estaba allí para recibirlo. Ningún aliado. Ningún amigo. Incluso en su imaginación, estaba completamente solo.
***
Hasta que todo el mundo no se había ido a la cama y la casa estaba completamente a oscuras, Oliver no se sintió capaz de ponerse a arreglar sus inventos. Quería ser optimista mientras trasteaba con todas las piezas, intentando hacer que encajaran. Pero era inútil. Todo había sido destruido. Todos los rollos y los alambres estaban dañados sin remedio. Tendría que empezar de nuevo.
Tiró todas las piezas dentro de su maleta y la cerró de golpe. Ahora que las dos cerraduras estaban rotas, la tapa rebotó antes de volver a caer de nuevo y se quedo entreabierta. Oliver suspiró profundamente y se dejó caer sobre su colchón. Se tapó la cabeza con la manta.
Debió ser por puro cansancio que Oliver pudo quedarse dormido aquella noche. Pero sí que durmió. Y mientras se quedaba dormido, Oliver empezó a soñar y se encontró delante de la ventana mirando hacia fuera al árbol larguirucho que estaba al otro lado de la calle. Allí estaban el hombre y la mujer que había visto la noche anterior, cogidos de la mano.
Oliver dio un golpe en la ventana.
—¿Quiénes sois? —gritó.
La mujer sonrió intencionadamente. Su sonrisa era amable, más bonita incluso que la de la Sra. Belfry.
Pero ninguno de ellos habló. Solo le miraban fijamente, sonriendo.
Oliver tiró de la ventana y la abrió.
—¿Quiénes sois? —gritó de nuevo, pero esta vez el viento ahogó su voz.
El hombre y la mujer estaban allí, callados, agarrados de las manos, con unas sonrisas cálidas y acogedoras.
Oliver empezó a trepar por la ventana. Pero mientras lo hacía, las siluetas parpadearon y se sacudieron, como si fueran hologramas y las bombillas estuvieran parpadeando. Estaban empezando a desaparecer.
—¡Esperad! —gritó él—. ¡No os vayáis!
Cayó de la ventana y fue a toda prisa al otro lado de la calle. A cada paso que daba él, se desvanecían más.
Cuando se acercó a ellos, apenas eran visibles. Alargó la mano hacia la de la mujer, pero la atravesó, como si fuera un fantasma.
—¡Por favor, decidme quiénes sois! —suplicó.
El hombre abrió la boca para hablar, pero el viento rugiente ahogó su voz. Oliver se desesperó.
—¿Quiénes sois? —volvió a preguntar, gritando para que se le oyera por encima del viento—. ¿Por qué me estáis vigilando?
El