La fábrica mágica . Морган Райс
y no voy a compartir habitación con un NIÑO PEQUEÑO!
—Yo no soy un niño pequeño —murmuró Oliver—. Tengo once años.
Chris lo miró con desprecio.
—Exactamente. Un mocoso. Así que baja y diles a mamá y a papá que no quieres compartir.
—Díselo tú —se quejó Oliver—. Eres tú el que tiene el problema.
Chris frunció todavía más e ceño.
—¿Y manchar mi reputación de hijo favorito? Ni hablar. Lo vas a hacer tú.
Oliver sabía que era mejor no provocar más a Chris. Su hermano podía montar en cólera por las cosas más insignificantes. A lo largo de los años teniendo la mala suerte de ser el hermano pequeño de Chris Blue, Oliver había aprendido a cómo andar con pies de plomo, a cómo evitar los cambios de humor de su hermano. Intentó hacerlo entrar en razón.
—No hay ningún otro sitio donde dormir —replicó—. ¿Dónde se supone que voy a ir?
—No es problema mío —respondió Chris, dando otro empujón a Oliver—. Por mí como si duermes en el armario de debajo del fregadero con los ratones. Pero conmigo no vas a compartir nada.
Hizo un gesto en el aire con el puño, una amenaza que no necesitaba ninguna explicación. No había nada más que decir.
Con un suspiro de resignación, Oliver recobró la compostura de la pared, aplanó su ropa arrugada y bajó las escaleras arrastrando los pies.
Su enorme hermano bajo las escaleras tras él armando un escándalo y lo empujó con un codazo al pasar.
—Oliver dijo que no compartiría —vociferó Chris al pasar.
Oliver oía que su madre, su padre y Chris empezaban a discutir en el salón sobre cómo iban a dormir. Él fue a un paso más lento, pues no deseaba para nada verse envuelto en la discusión.
Últimamente, Oliver había adquirido una estrategia de defensa para cuando estallaban las peleas y consistía en enviar su mente a un sitio diferente, una especie de mundo ideal donde todo era tranquilo y seguro, donde el único límite era su imaginación. Ahora había ido hasta allí, cerró los ojos y se imaginó a sí mismo en una enorme fábrica de ladrillos rodeado de inventos increíbles. Dragones voladores hechos de latón y cobre, enormes máquinas humeantes con engranajes giratorios. A Oliver le encantaban los inventos, por eso una gran fábrica llena de inventos mágicos era exactamente el tipo de lugar en el que deseaba poder estar, en lugar de aquí, en esta horrible casa con su horrible familia.
De repente, la voz estridente de su madre lo devolvió al mundo real.
—¡Oliver! ¿Qué es todo este lío que estás montando?
Oliver tragó saliva y bajó el último escalón. Cuando llegó al salón, los tres estaban ya juntos, con los brazos cruzados y con el mismo ceño fruncido en sus rostros.
—Sabes que solo hay dos habitaciones —dijo su padre.
—Y estás montando un escándalo diciendo que no compartirás —añadió su madre.
—¿Qué se supone que tenemos que hacer? —continuó su padre—. No tenemos dinero para que los dos tengáis una habitación.
Oliver deseaba gritarles que todo ella por culpa de Chris, pero la amenaza de daño por parte de su hermano era demasiado grande. Chris estaba allí fulminándolo con la mirada. Oliver no podía hacer nada, excepto tragarse las duras e injustas palabras de sus padres.
—¿Y? —terminó su madre—. ¿Dónde exactamente tiene pensado dormir su señoría?
Chris sonrió con aires de superioridad cuando Oliver lo miró. Hasta donde él podía ver, la zona de las escaleras tenía forma de L, con un salón que llevaba a una especie de comedor –que en realidad solo era una esquina en la que tan solo había una mesa destartalada- y justo al lado una cocina. Allí abajo no había otra habitación, tan solo un espacio sin paredes.
Oliver no podía creer lo que estaba pasando. Todas sus casas habían sido horribles, pero al menos había tenido una habitación.
Oliver vio que había una ligera hendidura detrás de él, quizá de alguna chimenea que habían quitado años atrás. Era poco más que un hueco, pero ¿qué otra opción había? ¡Iba a tener que dormir en un rincón! ¿Sin ningún tipo de intimidad!
¿Y qué pasaba con todos sus inventos secretos, en los que trabajaba por las noches cuando nadie le miraba? Sabía que si Chris descubría lo que estaba haciendo se lo estropearía. Seguramente los pisotearía hasta convertirlos en polvo. Sin una habitación propia y algún lugar donde guardar todos sus chismes secretos, ¡Oliver no iba a poder trabajar en ellos en absoluto!
Oliver se planteó de verdad el armario de la cocina, preguntándose si realmente podría ser mejor. Pero decidió que sería igual de malo que los ratones mordisquearan sus inventos como que Chris los pisoteara. Así que decidió que, con un poco de imaginación –una cortina, una estantería, unas luces, cosas de estas- el hueco casi podría ser un poco como una habitación.
—Allí —dijo Oliver en voz baja, señalando hacia el hueco.
—¿Allí? —exclamó su madre.
Chris soltó una de sus risas entre ladrido y risa. Oliver lo miró con furia. Su padre solo chasqueó la lengua y negó con la cabeza.
—Es un niño raro —dijo frívolamente, a nadie en particular. Entonces soltó un suspiro exagerado, como si todo este altercado fuera muy engorroso para él—. Pero si quiere dormir en la esquina, que duerma en la esquina. Yo ya no sé qué hacer con él.
—Vale —dijo su madre, exasperada—. Tienes razón. Cada vez se vuelve más raro.
Los tres se dieron la vuelta y se dirigieron hacia la cocina. Chris miró a Oliver por encima del hombro y susurró:
—Friqui.
Oliver respiró profundamente. Fue andando hacia el hueco y colocó maleta en el suelo junto a sus pies. No tenía un lugar en el que poner su ropa; ni estanterías ni cajones, y no había prácticamente espacio para meter su cama –suponiendo que sus padres le dieran una cama. Pero se las arreglaría. Podía colgar una cortina para tener intimidad, hacer algunas estanterías de madera y construir un cajón extraíble para debajo de su cama –la cama que esperaba tener- para que por lo menos hubiera un lugar seguro en el que guardar sus inventos.
Además, si tenía que mirar la parte positiva –algo que Oliver siempre se esforzaba al máximo por hacer- estaba justo al lado de una gran ventana, lo que significaba que tendría suficiente luz y vistas fuera a las que mirar.
Reposó los codos sobre la repisa y contempló el gris día de octubre. Fuera hacía mucho viento y la basura volaba por la calle. Delante de su casa había un coche averiado y una lavadora oxidada que habían abandonado allí. Estaba claro que era un barrio pobre, resolvió Oliver. Uno de los peores en los que había vivido.
El viento soplaba, haciendo que el cristal de las ventanas se moviera y por un agujero de las molduras entraba el airecillo. Oliver temblaba. Para ser octubre, el tiempo era mucho más frío de lo que habitualmente era en Nueva Jersey. Incluso había oído una noticia en la radio acerca de una enorme tormenta que se acercaba. Pero a Oliver le encantaban las tormentas, especialmente cuando había rayos y truenos.
Olfateó cuando el olor de cocina se arremolinó en los agujeros de la nariz. Se apartó de la ventana y se atrevió a girar la esquina hacia donde estaba la cocina. Su madre estaba en los fogones, removiendo una olla grande de algo.
—¿Qué hay para cenar? —preguntó.
—Carne —dijo ella—. Y patatas. Y guisantes.
A Oliver le rugió el estómago al pensarlo. Su familia siempre comía platos sencillos, pero a Oliver eso no le importaba mucho. Él tenía gustos sencillos.
—Id