En el nombre del mar. Luis Mollá Ayuso

En el nombre del mar -  Luis Mollá Ayuso


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media vuelta el capitán se agarró a un obenque y de un salto ascendió los dos escalones que conducían al alcázar. Fue entonces cuando Jim reparó en su pierna artificial, hecha de blancas barbas de ballena. Repentinamente una idea se abrió paso en su cerebro y corriendo como un poseso alcanzó la canasta de proa, donde el indio le esperaba junto al arpón.

      —Queequeg, amigo, dime qué está pasando. Que me aspen si este navío no es el Pequod y ese el mismísimo capitán Ahab.

      En ese momento el joven arponero cayó en la cuenta de que el nombre del barco no estaba escrito en ninguna parte y tampoco se lo había oído mencionar a ningún marinero, lo mismo que el del capitán; era evidente que el nombre aquel de Mortensen que había gritado Stubbs era un engaño, pero en ese momento Queequeg decidió comenzar a hablar y el joven Bow le dedicó toda su atención.

      —Momento de saber ha llegado, Jim.

      —¿Es Ahab, verdad?

      —A bordo de esta nave ninguno ser quien fue. No ser nadie ni ser nada, sólo espíritus errantes en busca del consuelo del descanso eterno. Esa ballena tener la llave de nuestra dimensión definitiva.

      Las palabras del indio sobrecogieron a Jim, que no acertaba a hacer una pregunta concreta, siendo muchas las que se abrían paso en su cabeza.

      —¿Espíritus errantes? De modo que ese es el misterio; por eso os alimentáis exclusivamente del odio a Mocha Dick. Seguramente ella hundió vuestra nave y os envió a todos al infierno, pero entonces, ¿qué hacéis aquí? ¿Qué pinto yo en esto?

      —Tú conocer a Moby, haberla visto y ella haberte visto a ti a través de su único ojo. Nosotros no importarle, pues ya ser suyos, sin embargo ella venir a por ti y tú tener oportunidad de conseguir lo que ya ninguno de nosotros poder. Tú recordar: sólo un disparo —concluyó acariciando la caña de la ballesta.

      —No he oído nunca hablar de esa Moby, aunque conozco la historia del capitán Ahab y la ballena blanca. Es un cuento antiguo; todos los arponeros que saben hacerlo han leído la novela de Melville.

      —Tú no olvidar, Jim: sólo un disparo —contestó Queequeg ignorando las quejas del joven—. Necesitar mucha sangre fría. Importante dejar que se acerque para asegurar puntería. Pero antes tener que escribir carta.

      —¿Y por qué no haces tú ese disparo? ¿Qué tengo yo que ver? Yo no soy espíritu y vosotros tampoco me lo parecéis, más bien creo que sois una pandilla de locos sacados de algún manicomio. Dime, ¿qué carta es esa? No sé de qué me hablas.

      —Nosotros no tener materia, Jim. Todo ser ilusión para alcanzar propósito del descanso definitivo. Poder movernos a bordo de este barco porque también él pertenecer a mundo espiritual, sin embargo, no poder relacionarnos con mundo real. Por eso tú aquí, por eso tú enviar carta y por eso necesario tú disparar a Moby.

      Un tropel de pensamientos se abrió paso en la mente del muchacho. Se decía que para escribir su novela sobre la ballena asesina Herman Melville se había basado en un caso real, y ahora entendía que el animal que le había inspirado debía ser Mocha. Entonces recordó el letrero a la entrada de la posada en el que una enfurecida ballena blanca con tres arpones clavados en el costado atacaba un barco. Se lamentó de su estupidez al no haberse dado cuenta entonces y recordó el día, meses atrás, que encontraron un barco en mitad del mar envuelto en una extraña bruma y, al saludarse los capitanes siguiendo las normas de cortesía en el océano, les preguntaron por Mocha y el nombre del arponero que la había tenido a tiro. Las cosas comenzaban a encajar y, cuando Jim se disponía a seguir interrogando a Queequeg, Buñuelo se presentó a su lado y le rogó que lo siguiera. Se disponía a hacerlo cuando el indio le agarró del brazo y le entregó el idolillo que había estado tallando a lo largo de la navegación.

      —Amigo Jim, tú favor de enterrar bajo árbol en montañas de Rokovoko. Ayudar mi alma a alcanzar paraíso guerreros.

      La insólita petición de Queequeg desconcertó aún más al muchacho, pero entonces el indio hizo algo que le dejó más perplejo todavía.

      —Tú afeitar —dijo entregándole el cuchillo y su espejito—. Moby reconocerte.

      Mientras seguía a Buñuelo por la cubierta del barco, la preocupación de Jim se hizo aún mayor. Hasta ese momento no había reparado en el detalle pero, pobladas o ralas, a bordo todos se adornaban con largas barbas que nunca se afeitaban. Llevándose la mano a la mejilla el chico acarició la suya propia, crecida y cerrada. Se preguntó si el hecho de tener barba como el resto de los marineros del buque le convertía en uno de ellos y un escalofrío le recorrió de arriba a abajo como un fuego de San Telmo.

      Buñuelo le condujo a presencia del señor Stubbs, el cual le esperaba sentado en una mesa ante un pergamino y una pluma de ave cargada de tinta.

      —Hola Jim —saludó el oficial señalándole el asiento vacío—. Supongo que tienes muchas preguntas y pocas respuestas, pero ahora no es momento para una conversación, debemos actuar con rapidez. No pasará mucho tiempo hasta que encontremos a la ballena salvaje, en ese momento deberás concentrarte y poner tu corazón en alcanzar el suyo. Eres un buen arponero y un buen muchacho, pero esa ballena encarna el mal, de modo que hará lo imposible por hacerte suyo como ya se ha hecho con todos nosotros. En fin, sé que cumplirás honradamente con tu obligación, pero recuerda que si fallas te convertirás en uno de nosotros y, lo mismo que el resto de almas a bordo, penarás errante por los mares hasta que encontremos al hombre capaz de vencer a esa dichosa ballena; y ahora, antes de que regreses a la proa a preparar el arpón, quiero que escribas una carta a Bastien Gouvain, arponero del Pentzoil que tiene base en Terranova. Deberás puntualizar que debe traer sus propias provisiones y le ofrecerás el doble del salario que perciba actualmente.

      Jim Bow se sentía apesadumbrado y nervioso, pero deseaba acabar cuanto antes con aquel enojoso asunto, de modo que redactó la carta y la llevó a su camarote, dejándola sobre una mesa junto al muñeco de madera de Queequeg. De forma apresurada se rasuró la barba utilizando el cuchillo del indio y, cuando el espejo le devolvió su imagen habitual, respiró tranquilo. Por unos instantes temió haber podido convertirse en uno de aquellos espíritus ambulantes y, para alejar más esa posibilidad, y dado que, como espíritus que eran, no sentían la necesidad del alimento, comió con ansias las últimas provisiones del saco, tranquilizándose al sentir el pellizco del hambre que tan ajeno era a las almas que le rodeaban.

      Recuperado de su pesadumbre al sentirse mortal, se disponía a dirigirse al puesto del arponero para enfrentarse a la ballena cuando al salir a cubierta se encontró con una algarabía inesperada. Por fin el capitán había abandonado su cubículo y, moviéndose con dificultad sobre su blanca pata de barbas de ballena, arengaba a los hombres al combate contra el cetáceo con unas palabras que le helaron la sangre:

      «—Todos los vigías me habéis oído dar una orden acerca de una ballena blanca. Pues bien, ¡atención ahora! ¿Veis esta onza española de oro?

      E hizo relucir la moneda al sol.

      —Vale dieciséis dólares, muchachos. ¿La veis? Señor Stubbs, deme un martillo.

      El primer oficial fue a recogerlo, mientras el capitán, silencioso, frotaba la moneda como si quisiera sacarle más brillo. Stubbs le entregó el martillo y el capitán se acercó al palo mayor, lo alzó y exclamó con voz chillona:

      —Aquel de entre vosotros que descubra esa ballena que tiene tres agujeros en el cuerpo, aquel que la descubra, se llevará esta onza de oro, hijos míos.

      —¡Hurra! —gritaron los marineros, arrojando al aire sus sombreros mientras el capitán clavaba la moneda en el palo mayor.

      —He dicho una ballena blanca —continuó el capitán tirando el martillo—. Cien ojos, hijos míos. Tan pronto, como veáis una burbuja, ¡avisad! Porque os aseguro que ella nos está observando a nosotros en estos momentos.»

      A partir de aquel instante se desató la locura. Jim volvió a sentirse sobrecogido; aquellas eran las mismas palabras atribuidas por Herman Melville al imaginario capitán Ahab en el momento sublime de su novela y, aunque tenía muchas


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