En el nombre del mar. Luis Mollá Ayuso
destacaba una enorme ballena con tres arpones clavados en el costado y un rictus en la cara a caballo entre el horror y la furia. Adosado a la puerta, un pequeño receptáculo de madera hacía las veces de buzón. El viajero permaneció contemplándolo con extrañeza. En cualquier establecimiento público de Massachusetts era habitual encontrar una abertura en las puertas por la que el cartero pudiera hacer llegar la correspondencia; sin embargo, en el caso de la «Douqep», aquel pequeño receptáculo parecía concebido para depositar la correspondencia desde dentro.
La puerta parecía atrancada y tuvo que empujar con el hombro hasta que la madera chirrió al abrirse. En el marco quedó alguna tela de araña. El polvo y la mugre se acumulaban en el quicio y en el suelo, como si hubiese transcurrido un largo periodo de tiempo desde que la puerta se abriera por última vez, a pesar de lo cual el viajero penetró en el umbral de la posada confiado y contento de guarecerse al fin de la molesta lluvia.
Una vez dentro del local se sintió invadido por un calor agradable. El lugar no estaba mucho más iluminado que la calle, pero el grupo de velas que ardía sobre las mesas y, sobre todo, las brillantes lenguas de fuego que despedían las llamas de la chimenea le permitieron hacerse una idea del local y distinguir a los clientes que ocupaban las mesas desperdigadas a lo largo y ancho del establecimiento, así como a tres de ellos que apoyaban los codos en la pequeña barra tras la que el posadero se afanaba en secar las jarras de barro alineadas sobre el mostrador. Unos y otros dejaron sus conversaciones y se giraron para contemplar la llegada del desconocido, un joven espigado y fibroso, de aspecto vulnerable y que, algo cohibido, permanecía junto a la puerta de la «Douqep» contemplando el cuchitril como el que asiste a una escena sacada de los libros de historia.
—¡Cierre la puerta, joven! —bramó una voz desde el fondo de la posada.
El muchacho se giró y cerró la puerta sin esfuerzo, a pesar de que abrirla no había resultado igual de sencillo. Se sentía observado y, tímido y reservado por naturaleza, esperaba que los clientes dejaran de contemplarle y regresaran cuanto antes a sus pintas de cerveza.
Echándose el saco al hombro se acercó hasta la barra. Desde las mesas los clientes de la posada le siguieron con la mirada. El silencio pesaba como una losa y apenas se escuchaba otro sonido que el crepitar del fuego de la chimenea, frente a la cual un individuo de aspecto indio daba forma a una talla de madera utilizando un cuchillo de grandes dimensiones. Parecía que no había reparado en su llegada y era el único que no se ocupaba en vigilar sus movimientos.
Depositando el saco en el suelo se dirigió al posadero que frotaba la barra con un trapo viejo sin dejar de contemplarlo con curiosidad.
—Buenas tardes —saludó el recién llegado llevándose un dedo a la gorra—. Me llamo Jim Bow, tengo una carta que me cita hoy aquí para embarcar en la goleta...
—¿Eres el arponero? —le interrumpió el posadero, un tipo entrado en carnes y de mofletes rosáceos cubiertos por una capa de pelusa dorada.
—Sí. Aquí tengo la carta —contestó el joven sacando un sobre del bolsillo interior de la pelliza.
—No es necesario —intervino uno de los hombres apoyados en la barra—. Yo escribí esa carta. Me llamo Ismael Button.
Y extendió la mano buscando la del arponero.
—Jim Bow... —susurró el posadero—. Un nombre apropiado para un marinero y más aún para un arponero.1
—Sí señor, así me bautizaron hace veinte años en Yerbabuena.2
Sin dejar de contemplarlo con desconfianza, el posadero colocó una pinta de cerveza tibia frente a él.
—Toma chico, ésta corre de parte de la casa. Ahí fuera el viento se lo come a uno, debes estar pelado de frío.
Jim agradeció la bebida con un gesto. El comentario le llamó la atención. Afuera la lluvia resultaba bastante molesta, pero no hacía ni pizca de viento y tampoco la temperatura era excesivamente desagradable.
—Ten cuidado, Jim —sonrió Ismael Button—. Aunque asegure que es una gentileza de la casa, esa cerveza te convierte en un caballo muerto a su servicio.
Y alzó su jarra llevándosela a los labios después de un guiño y el gesto amistoso de un brindis.
Jim imitó el movimiento y bebió un trago de cerveza, lo que inmediatamente le dispensó un agradable golpe de calor.
Le pareció curiosa la expresión de Ismael. Caballo muerto era un término antiguo que había escuchado alguna vez de boca de los marineros más viejos y se usaba coloquialmente para referirse a un grumete durante su primer mes a bordo. Como norma general, los marineros recibían al enrolarse un mes de salario por adelantado que, indefectiblemente, se gastaban en puerto antes de zarpar, lo que les ataba definitivamente al barco; y como ese primer mes trabajaban sin el aliciente de la paga, se comportaban igual que uno de esos testarudos animales de carga a los que tan difícil resulta mover a trabajar.
—Cuéntanos —dijo el posadero interrumpiendo sus pensamientos—. ¿Qué tal el viaje? Yerbabuena es un lugar alejado.
—Oh, no, señor —replicó el chico atropelladamente—. Desembarqué en New Bedford hace cosa de dos meses. Estaba enrolado como arponero mayor en el Ventine cuando recibí la carta. Las condiciones me parecieron muy ventajosas.
Una incómoda cortina de silencio se estableció entre los cuatro hombres. Al fondo los ocupantes de las mesas habían reanudado su cháchara, de la que les llegaban suaves murmullos entremezclados con el crepitar de las llamas en la chimenea y el chasquido del cuchillo del indio modelando lo que parecía un pequeño ídolo. Tanto el posadero como Ismael le miraban absortos, como si esperaran algo de él, mientras el otro hombre permanecía abstraído en la contemplación de un cuadro colgado en la pared que representaba una escena de la caza de la ballena. Jim se llevó la jarra a los labios tratando de ocultar su azoramiento ante la mirada de aquellos dos hombres que seguían observándole con atención, después dejó la jarra sobre la mesa y carraspeó incomodado por el silencio.
—Mis padres eran buscadores de oro. Bueno, naturalmente me refiero a mi padre. Mi madre atendía en la cantina —dijo al fin incapaz de soportar la tensión.
—He oído que el oro ha vuelto loca a mucha gente en los placeres de los ríos del oeste. Basta meter la mano en el agua para sacar pepitas del tamaño de un puño.
A Jim le parecieron extrañas las palabras del posadero.
—Bueno, eso fue hace tiempo. Más o menos cuando yo nací. Hoy los lechos de los ríos están exhaustos. Y tampoco fue para tanto; por cada hombre rico que produjo el oro, otros mil lo perdieron todo a manos de los avariciosos terratenientes, los bandidos o las busconas. Ciertamente, me quedo con la tranquilidad de un barco. No es más duro, se lo aseguro, señor, y por la noche uno puede descansar sin temor a que le rebanen el cuello mientras duerme.
Al pronunciar sus últimas palabras Jim lanzó una mirada inquieta al indio que continuaba en cuclillas frente al fuego dando forma a su estatuilla.
—Qué raro —murmuró el posadero con un brillo de codicia en la mirada—. Los marineros siempre han envidiado la vida de los buscadores de oro. Se dice que a lo largo de la costa oeste se multiplican las deserciones ante la llamada del metal.
—Eso fue sólo al principio. Más adelante la mayoría abandonó los cedazos y volvió a la seguridad de los barcos. Ya ven, el propio Sutter se volvió loco y murió en la indigencia.
—¿Sutter? ¿El suizo? ¿El descubridor del oro? ¿Dices que ha muerto pobre?
—¿Cómo? ¿No lo saben?
Jim Bow volvió a sentir una extraña sensación y esta vez un escalofrió recorrió su espina dorsal como una culebra.
—Su pleito en la corte de justicia hizo correr ríos de tinta, aunque de eso hace ya algunos años.
El posadero quiso intervenir de nuevo, pero el individuo que hasta ese momento había permanecido silencioso en la contemplación del cuadro lo fusiló con la mirada.