Sobre la teoría de la historia y de la libertad. Theodor W. Adorno

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que había hecho su aparición tardía en la tradición alemana hacia fines del siglo XVIII, en forma eminente con los escritos de Herder, consigue en el siglo siguiente la formulación que le será determinante, esto es, la de Hegel. Esta contundente afirmación de una filosofía de la historia, disciplina cuya legitimidad había sido puesta en cuestión, articula todo su pensamiento. Una vez que este pensamiento fue puesto en cuestión por sus sucesores, seguirá su trabajo de dominio en forma negativa. Tanto Marx como el historicismo, y hasta el positivismo científico en general, pueden leerse como respuesta a esa formulación determinante y dominante que proviene de Hegel. Para que aquella historia dejara de contarse en plural (las historias destinadas al registro colectivo), y pasara a ser una sola y en mayúscula, había hecho falta atarla a una estructura de necesidad. Que sea a la vez producto de un proceso de secularización, reflexiona Adorno en estas clases, es un hecho indubitable pero de bajo poder de elucidación. La Historia es una y es necesaria, e impone a la reflexión filosófica la pregunta por la existencia de los medios y los fines. En el devenir del siglo XIX, el arquetipo de esa necesidad pasará a convertirse en el de las ciencias naturales, por entonces en comparable expansión; la disciplina histórica es deudora de este desarrollo, se entiende en oposición a la ciencia, y hasta Adorno llega en forma de su activo y constante deslinde respecto del positivismo que le fue contemporáneo.

      Como hemos dicho, esta necesidad inherente a la historia era heredera tanto del proceso de secularización, es decir, subsidiaria de la idea de providencia, como de la entronización de la ciencia de la naturaleza; estos dos “otros” del hombre, cuyo rasgo indeclinable es, al menos desde el idealismo, la libertad. Ante la necesidad de los fines de la naturaleza y ante la necesidad de los fines teológico-históricos en el orden del tiempo, el hombre funciona como recordatorio de que la relación entre la parte y el todo no siempre es de perfecta integración. Él es parte de ese todo, pero pretende no subsumirse completamente a sus leyes. Es decir que este conjunto, que incluye al hombre en el tiempo y en la naturaleza, está signado por el conflicto. “Antagonismo” es el término que el escrito de Kant que sirve de guía a estas clases, tal como el mismo Adorno explicita, esto es, la “Idea para una historia universal en sentido cosmopolita”, elige para describir el medio por el cual se da el desarrollo en la naturaleza y en la historia de la comunidad de los hombres, léase, la sociedad.

      Tanto Kant como Hegel, ambos “la filosofía” en palabras de Adorno, daban por sentada la idea de sistema, fuera en el reino de la naturaleza o en el devenir del espíritu. Esta unificación fue llamada “sentido” en la filosofía de la historia. Tempranamente, cuando Adorno empezaba a ligarse al Instituto de Investigación Social, Max Horkheimer publicó un texto sobre los comienzos “burgueses” de esta disciplina, donde leemos: “Mientras que la filosofía de la historia contiene aún [esto es, ya desde Vico] la idea de un sentido de la historia oscuro, pero actuando de forma autónoma y soberana (el sentido que se intenta representar mediante esquemas, construcciones lógicas y sistemas), conviene oponerle que no hay en el mundo sentido ni razón sino en la estricta medida en que los hombres lo realicen en ese mundo”. Esta restricción sobre la existencia de un sentido de la historia, enunciada por Horkheimer en 1930, se convertirá en Adorno en un principio a seguir. Así, en muchos de sus trabajos, el sentido cae bajo sospecha de inexistencia. Los individuos, sus vidas contingentes y a la vez marcadas por el destino (la contingencia como destino), forman una conjunción carente de sentido por la ausencia de un sujeto total que otorgue coherencia al todo en el proceso histórico, y que convierta a aquello que los hombres hacen en aquello que necesariamente deben hacer.

      Esta ausencia de sentido exige, en el plano epistemológico, una denuncia de lo general en su dominio sobre lo particular. El caso de Hegel es paradigmático. Si, tal como es habitual en Adorno, se piensa en oposición por pensar dialécticamente, pero sin afirmaciones estables por ser esta una dialéctica negativa, incapaz de estabilizarse más que en unos pocos pilares, y ni siquiera en ellos, el par formado por lo general y lo particular deberá ser sometido a un incansable proceder de múltiples oposiciones. Este libro, estas clases, son el ejercicio de ese proceder. Negar que lo particular esté mediado por el todo sería ceguera; el problema de la identificación de la filosofía de Hegel con ese todo –acusación que en parte alcanza a Marx– es el tipo de avance que el espíritu, por ende, produce en y a través de la historia a costa de los individuos. A pesar de la centralidad que en la obra de Hegel es concedida a esta dialéctica de lo general y lo particular, asegura Adorno, es el primero de los miembros el que rige y determina lo que verdaderamente es. Esta tendencia a “estar del lado” de lo general es lo que Adorno llama “una contradicción no dialéctica”, y es por esto que merece la crítica. Un diagnóstico similar será aplicado a Kant. Entre ambos se constituyen, en su despliegue de esta crítica, las siguientes clases.

      Frente a semejante primacía de lo general, Adorno se propone una suerte de salvataje de lo particular, que se da en diversos planos y que instruye la velocísima dialéctica de su propio pensamiento. Tratándose de categorías tan fundamentales, no sorprende verlas articuladas diversamente en el mundo. Lo general es, en el plano de la lógica dialéctica, lo absoluto como identidad, en el plano de la vida conjunta, la sociedad en su carácter de sistema, en el de la filosofía de la historia, el espíritu del mundo en su avance. En reconversiones se piensan estos planos, uno a la luz del otro. Así también, por su parte, lo particular es en el plano de la vida conjunta el individuo, en el de la lógica dialéctica la no-identidad, en el de las consideraciones gnoseológicas el detalle de la empiria, en el antropológico, el ser humano. Una crítica radical al absoluto, tal como la ha emprendido Adorno desde un principio en su lectura de Hegel, se construye dialécticamente como reivindicación de aquello que el espíritu, la sociedad, lo general dejan en su camino en su avance.1

      Sin embargo, todo salvataje, sea el más justo, no puede verse reducido a una mera afirmación; de ser así, la dialéctica dejaría de ser negativa. De modo que, al mismo tiempo, habrá que mostrar que lo particular es también pasible de ser falsamente reivindicado. El ideal burgués del comienzo de la Era Moderna, el individuo en su vinculación utilitarista con los otros, el contemporáneo existencialismo de la libertad, lo particular alojado en el nominalismo epistemológico moderno, con su inválida entronización del sujeto: todos estos son momentos, declinaciones de lo particular en la historia y la sociedad, que atentan contra su propia defensa. La guía, dice Adorno, también para las dificultades de esta salvación, es el citado escrito de Kant, de 1784. En unas pocas líneas al comienzo de este escrito, son planteados sus posibles escollos y es nombrada la idea decisiva, la piedra irreductible del idealismo, esto es, la idea de la libertad. ¿No es cierto que, considerado desde una amplia perspectiva, lo particular de los actos humanos, su aparente contingencia, queda justificado por la necesidad del todo de la naturaleza y la historia? La libertad de la voluntad humana, que se hace visible en estos actos, está determinada, como cualquier otro hecho del mundo, por las leyes naturales generales. Esta antinomia, que tiene un lugar central en la Crítica de la razón pura, queda, desde la perspectiva de la historia, bajo un halo de cierta posibilidad. Así lo expone Kant en su escrito de 1784: la historia, que se ocupa de la narración de este hacerse visible de la voluntad humana, al considerar el juego de la libertad individual desde una gran perspectiva, puede reconocer una regularidad en su alcance que, en lo minúsculo, se tendría por mera contingencia. En el género humano (como lo general) se percibe un devenir progresivo y continuo, aunque en el individuo lo mismo se observe como confuso y enmarañado.

      Fuera de la Historia en mayúscula, abandonado su catalejo invertido (ese que aleja y da sentido), la libertad individual de la voluntad humana, sin embargo, hace que la razón, de la cual según Kant indefectiblemente depende, caiga en una antinomia. Una antinomia es un síntoma de dialéctica negativa. Tal como es formulada en la Crítica de la razón pura, consta de una tesis y una antítesis, sin síntesis que la resuelva. La primera dice: “La causalidad según leyes de la naturaleza no es la única de la cual puedan ser derivados todos los fenómenos del mundo. Es necesario, para explicarlos, admitir además una causalidad por libertad”. La antítesis, sombría, enuncia por su parte: “No hay libertad, sino que todo en el mundo acontece solamente según leyes de la naturaleza”.2 Adorno, que dedicó un semestre entero en 1963, es decir, apenas dos años antes de las presentes clases, a los “Problemas de la filosofía moral”, reconoce en esta antinomia una pregunta


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