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época concebida en pensamientos”, fracasa penosamente en el intento de concebir la ruptura que tuvo lugar en la civilización, para no hablar de que no logró encontrar ningún “sentido” detrás de este hecho. Durante largos trechos, ya no intenta hacerlo; se contenta, o bien con reflexiones irresponsables sobre el sentido del ser, o bien con el análisis de los presupuestos verbales del pensar en sí y en general; hacia ambos, hacia Heidegger y los suyos tanto como hacia el positivismo, se dirigió la crítica impasible, de ningún modo libre de arrebato, de Adorno. Últimamente, uno encuentra con frecuencia cada vez mayor a filósofos que se ven a sí mismos como “posmetafísicos”, o que se contentan con el papel irresponsable de aquel que participa en una conversación, pero que en los hechos están ocupados de su propia abolición. Adorno no participó de ninguno de esos juegos, sino que buscó insistentemente reflexionar sobre la historia real y sus dislocaciones. En Dialéctica negativa, se preguntó si era simplemente posible vivir después de Auschwitz; la imposibilidad de una respuesta vinculante coincidía, para su filosofía, con la imposibilidad de una filosofía después de Auschwitz.

      Sin embargo, como es sabido, no cesó de filosofar; insistió enfáticamente sobre el carácter indispensable de la filosofía, pero no dejó engañarse sobre la indiferencia de la filosofía frente al curso del mundo. Esencial a la filosofía de Adorno era la intención de hacer una rememoración, en la que coincidía con aquellas obras de arte modernas que, como el Guernica de Picasso, A Survivor from Warsaw de Schönberg o L’Innommable de Beckett, fueron arrancadas a su propia imposibilidad en el plano de la filosofía de la historia. Junto a obras tales tienen su lugar legítimo también Dialéctica negativa y Teoría estética. Si la filosofía adorniana de rememorar sobre el pasado reciente no careció totalmente de influencia en las dos décadas posteriores a 1949, su lugar ha sido ocupado entretanto por un revitalizado interés en los orígenes en lo ctónico, por la ideología de una mitología una vez más “nueva”, tal como se expresa en igual medida en la coyuntura de un Nietzsche mal entendido y en el imponente comeback del pensamiento heideggeriano. Con ese retorno de la teoría a los presocráticos se corresponde un repliegue respecto de la historia real que borra el recuerdo y tacha la experiencia: ratificación de tendencias que la sociedad poco más o menos sigue. Pero no llegó aquel fin de la historia que los defensores de la posmodernidad, según el caso, celebran o deploran, sino la pérdida de toda conciencia histórica; una pérdida que no suprime en la filosofía lo mejor, sino simplemente todo. De Adorno habría que aprender hoy que, sin recuerdo, sin la kantiana “reproducción en la imaginación”, no puede surgir ningún conocimiento que valga la pena; habría que aprender que el recuerdo, sin embargo, a contrapelo de una teoría que, desde Platón, ha sido dominante y que todavía seguía Kant, no es algo atemporalmente válido, no es la síntesis trascendental, sino que posee aquel “núcleo temporal” del que habló por primera vez Walter Benjamin. Este núcleo temporal, en la era posterior a Auschwitz, está contenido en los gritos de las víctimas; desde entonces, como formuló Adorno, la “necesidad de prestar voz al sufrimiento es condición de toda verdad”.7 Si hoy también la filosofía es, sin embargo, posible, en todo caso –esto enseña la de Adorno– solo lo es una que en cada una de sus oraciones mantiene presente el sufrimiento de los seres humanos en los campos de exterminio; que ya no sea pensada, como el Fedro de Platón, a la sombra de los altos plátanos del Ilisos, sino a “la sombra / del estigma en el aire”8 de la que habla un poema de Paul Celan.

      La filosofía de Adorno se esforzó persistentemente en interpretar la historia a fin de que algún día llegue el instante de su realización. Casi desde el comienzo de su obra filosófica, el interés de Adorno estuvo puesto en la historia y en lo histórico. Así, ya en el semestre de verano de 1932, dictó un seminario junto con Paul Tillich, al que debió un año antes su habilitación en filosofía, sobre el escrito de Lessing Educación del género humano, en el que la res cogitans no constituye ya una antítesis de la res extensa, sino que la ratio llega a realizarse solo en lo histórico. Ya antes, en su conferencia académica inaugural, Adorno había juzgado que la pregunta por el ser como la idea de lo existente es implanteable y supone que ella “quizás se haya desvanecido para siempre a ojos humanos desde que solo la historia sale fiadora de las imágenes de nuestra vida”.9 Los trabajos materiales de Adorno estuvieron dedicados desde entonces a la interpretación de tales “imágenes históricas”, tal como él las designaba, con un término de Benjamin. Su proceder, si es posible hablar de uno tal, era totalmente afín al de Lessing, que Ernst Cassirer caracterizó como “sumersión micrológica en lo pequeño y en lo más pequeño”; una formulación que Adorno aplicó más tarde a Benjamin, pero con la cual es posible definir aún más venturosamente su propio trabajo. Adorno trató luego la filosofía de la historia en dos lecciones que dictó en Frankfurt en 1957 y 1964/1965. Las primeras, anunciadas como Introducción a la filosofía de la historia, han sido transmitidas solo como transcripción de un estenograma, probablemente de Gretel Adorno; de ningún modo completo, lo transcripto es, con todo, apropiado para proporcionar una impresión adecuada de la exposición de Adorno, de la que él habla como “mi tentativa para convertir a la filosofía, en un sentido radical, en centro de la filosofía”.10 Aunque aún de manera levemente académica, cuando trata no sin cierta meticulosidad las filosofías de la historia tradicionales, desde Agustín a Dilthey y Simmel, pasando por Vico y Condorcet, las lecciones de 1957 exponen ya todos los temas y motivos importantes de la propia filosofía de la historia de Adorno: el fenómeno clave del dominio de la naturaleza, la crítica de la existencia en la “historicidad”, la relevancia mítica de lo intratemporal para lo absoluto; finalmente, la oposición a un concepto de verdad como lo permanente, inmutable, ahistórico. Todo aquello de lo cual se ocupa la filosofía, bajo el primado de la filosofía de la historia, tal como la ha promovido Adorno, es algo “surgido, cambiante, virtualmente efímero”.11 De manera plenamente desarrollada se encuentra este motivo ocho años después, en las presentes lecciones, así como, en forma definitiva, en los dos primeros “modelos” de Dialéctica negativa.

      La historia, de acuerdo con Adorno, no es el otro abstracto de la naturaleza, sino lo que los seres humanos hacen de la naturaleza; en la medida en que este “hacer” tiene lugar de manera anárquica, no planificada, en tanto los seres humanos permanecen en el “reino de la necesidad”, no existe aún una historia producida con conciencia, la única a la que le correspondería ese nombre. Entre sus presupuestos se encuentra la libertad: la de la voluntad de los seres humanos para tomar sus circunstancias bajo su propia dirección; a partir de esto se justifica incorporar en la filosofía de la historia a la libertad, que tradicionalmente fue tratada como un tema de la filosofía moral; en la mitad del curso, Adorno constata, con una sorpresa tan solo fingida, que “casi sin que se hubiera aparecido así ante mis ojos al comenzar con todo esto […] se me ha presentado el concepto de hechizo como la categoría determinante para la construcción de la historia; también, por lo demás, para la construcción del progreso”;12 y define este hechizo, bajo el cual se encuentra toda la vida, como el “carácter de siempre igual del proceso histórico”.13 La historia, empero, no sería ningún siempre igual, sino un proceso en el cual a cada momento comienza lo nuevo. Lo siempre igual era, de acuerdo con la Antigüedad y sus mitos, la historia como ciclo: era el hecho de que, en ella, nada avanza, sino que, al final de un ciclo, todo vuelve a la situación antigua. Las representaciones cíclicas han reaparecido una y otra vez en la historia de la filosofía de la historia: así, en Vico y Spengler, e incluso en Toynbee; y también los diagnosticadores contemporáneos de un fin de la historia se encuentran dominados por aquellas representaciones. En contra de ellas se encuentra la representación cristiana, defendida del modo más enfático por Agustín, según la cual la historia significa el progreso hacia Cristo; según la cual, en este, la redención ha tenido lugar y la historia se ha consumado. Si las teorías cíclicas de la historia son desmentidas por la esperanza de los seres humanos, que no quieren aceptar que Sísifo sea el último ser humano, así la redención a través de Cristo es refutada por aquella “próxima visión” de la historia como una “mesa de sacrificios en la que han sido víctimas la felicidad de los pueblos, la sabiduría de los Estados y la virtud de los individuos”.14

      La historia, que en sentido estricto aún


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