Por y Para Siempre. Софи Лав
voz que empezaba a fallarle. Se dejó caer sentada en el último escalón sintiéndose pequeña, como una niña que hubieran castigado a sentarse allí, y dejó caer la cabeza entre las manos―. Soy una anfitriona horrible.
Daniel le frotó los hombros.
―Eso no es verdad. Simplemente todavía no le has cogido el ritmo. Todo es nuevo y extraño, pero lo estás haciendo bien. ¿Vale?
Dijo aquella última palabra con firmeza, casi con paternalismo, y Emily no pudo evitar sentirse reconfortada. Alzó la mirada hacia él.
―¿Quieres que te escalfe a ti un huevo al menos? ―preguntó.
―Eso sería un detalle ―dijo Daniel con una sonrisa. Tomó el rostro de Emily entre las manos y le dio un beso en los labios.
Fueron juntos a la cocina y el sonido de la puerta abriéndose despertó a Mogsy y a su cachorro, Lluvia, de su duermevela en el lavadero que había justo al otro lado de la puerta tipo granero. Emily sabía que mantener a los perros fuera de la cocina y de cualquier otra parte de la casa que necesitase para el negocio del hostal era un deber absoluto si no quería que le cerrasen el negocio al instante por higiene y salubridad, pero se sentía mal por confinar a los perros a un espacio tan pequeño de la casa. Se recordó a sí misma que era una situación temporal; ya había conseguido que cuatro de los cinco cachorros de Mogsy fuesen adoptados por amigos del pueblo, pero Lluvia, el más pequeño de la camada, era más difícil de colocar, y nadie parecía ni remotamente interesado en aceptar a la madre. A fin de cuentas era, siendo amables, una perra callejera bastante fea.
Tras llevar a los perros fuera y darles de comer, Emily volvió a la cocina. Mientras tanto Daniel había logrado salir un momento al jardín para recoger los huevos que habían puesto aquella mañana las gallinas Lola y Lolly, y había preparado una jarra de café. Emily aceptó una taza agradecida y aspiró el aroma antes de acercarse a los fogones Arga, otra de las reliquias de su padre que había restaurado, y se puso a practicar el arte de escalfar huevos.
De entre todas las habitaciones de la casa, la cocina era su preferida. Aquel pobre espacio había sido víctima del tiempo y el abandono a su llegada, y después los había asaltado una tormenta que había provocado más daños, y después la tostadora se había fundido y había provocado un incendio. El daño por el humo había sido más destructor que el fuego en sí: las llamas tan solo habían alcanzado un estante y consumido algunos libros de cocina, pero el humo había conseguido filtrarse por todos los huecos y resquicios, dejando tras de sí manchas negras y el olor de plástico quemado en todo lo que había tocado.
En tan solo seis meses, a aquella habitación le había pasado todo lo malo que podía pasarle. Pero tras algunas noches de trabajo duro, por fin había sido restaurada por tercera vez y tenía un aspecto encantador con su frigorífico retro y su original palangana blanca victoriana Belfast, además de sus encimeras de mármol negro.
―Resulta ―dijo Emily, sirviendo su quinto intento de huevo escalfado en el plato de Daniel―, que no soy una cocinera tan mala después de todo.
―¿Ves? ―dijo Daniel, cortando la clara del huevo y dejando que la yema dorada cayese sobre la tostada―. Ya te lo había dicho. Tienes que escucharme más a menudo.
Emily sonrió, disfrutando del humor amable de Daniel. Ben, su ex, nunca la había hecho reír como lo hacía Daniel, y tampoco había podido reconfortarla nunca en sus momentos de pánico. Con Daniel era como si nada fuera nunca demasiado complicado para hacerle frente. No importaba si se trataba de una tormenta o un incendio, Daniel siempre le hacía sentir que todo iba bien, que podía arreglarse. Su estabilidad era uno de sus rasgos más atractivos; podía calmarla y tranquilizarla del mismo modo en que la tranquilizaba el océano. Pero aun así Emily nunca estaba segura de qué opinaba Daniel, de si sentía lo mismo que ella. Tenía la impresión de que su relación era como la marea, y al igual que ésta, no podían controlarla por mucho que lo intentasen.
―Bueno ―dijo Daniel, mordisqueando felizmente su desayuno―, después de comer deberíamos empezar a prepararnos.
―¿Prepararnos para qué? ―preguntó Emily, dando un trago de su segunda taza de café solo.
―Hoy es el desfile del Día de los Caídos ―repuso Daniel.
Emily recordaba vagamente haber asistido a un desfile de niña y de haber querido volver a verlo, pero ya había metido suficiente la pata aquel día como para poder permitirse una salida.
―Tengo muchas cosas de las que ocuparme por aquí. Tengo que preparar la habitación de invitados.
―Ya está hecho ―contestó Daniel―. Lo he hecho mientras te encargabas de los perros.
―¿De verdad? ―inquirió Emily con recelo―. ¿Has cambiado las toallas?
Daniel asintió.
―¿Y los mini champús?
―Ajá.
―¿Y los saquitos de café y azúcar?
Daniel arqueó una ceja.
―Todo lo que tenía que cambiarse se ha cambiado. He hecho la cama, y antes de que lo digas, sí, sé cómo hacer una cama. He vivido solo durante años. Todo está listo para cuando vuelva, así que, ¿vienes al desfile?
Emily sacudió la cabeza.
―Tengo que estar aquí cuando vuelva el señor Kapowski.
―No necesita que le hagas de canguro.
Emily se mordió el labio. Tener a su primer huésped le ponía nerviosa, y estaba desesperada por hacerlo todo bien. Si no conseguía que aquello funcionara, tendría que volver a Nueva York con la cola entre las patas y seguramente acabaría durmiendo en el sofá de Amy, o todavía peor, en la habitación libre de su madre.
―¿Pero y si necesita algo? Como más cojines, o…
―¿O más bananas? ―la interrumpió Daniel con una sonrisa de satisfacción.
Emily suspiró, reconociendo la derrota. Daniel tenía razón; el señor Kapowski tampoco esperaría que estuviera esperándolo en todo momento. De hecho, lo más seguro era que prefiriese que Emily no interfiriera demasiado. Después de todo, estaba de vacaciones, y la mayoría de la gente lo que buscaba era paz y tranquilidad.
―Venga ―la animó Daniel―. Será divertido.
―De acuerdo ―accedió ella―. Iré.
*
Allá donde mirase, Emily veía banderas de Estados Unidos. Su visión se había convertido en un caleidoscopio de barras y estrellas que le arrancó un jadeo de sorpresa. Las banderas colgaban de los escaparates de todas las tiendas y entre cada par de lámparas había una cuerda de banderas anudadas, y aquello ni siquiera se podía comparar al número de banderas que agitaban los paseantes. Parecía que todo el mundo que circulaba por la acera tenía una.
―Papi ―dijo Emily, alzando la vista hacia su padre―. ¿Puedo tener yo también una bandera?
El hombre le sonrió desde arriba.
―Desde luego que sí, Emily Jane.
―¡Y yo, y yo! ―se sumó una vocecita.
Emily se giró para mirar a su hermana, Charlotte, vestida con una brillante bufanda púrpura alrededor del cuello que no encajaba para nada con sus botas de mariquitas. Era una niña pequeña a la que todavía le costaba mantener el equilibrio.
Las niñas siguieron a su padre, cada una de ellas aferrándose con fuerza a una de sus manos, y cruzaron con él la calle para entrar en una pequeña tienda que vendía encurtidos y salsas caseras en tarros.
―Vaya, hola, Roy. ―La mujer de detrás del mostrador sonrió de oreja a oreja, y después les sonrió también a las dos pequeñas―. ¿Habéis subido durante estos días festivos?
―Nadie celebra el Día de los Caídos como Sunset