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A Soledad, mi lugar en el mundo.
A Salvador y Galo, todos estos caminos son para ustedes.
A Mario Markic, por ser un viajero generoso.
Prólogo
Si hay una región del país que necesitaba ser contada, es la provincia de Buenos Aires. Pero no los suburbios hacinados que abrazan a la Capital Federal, ni sus grandes ciudades, como Mar del Plata y Tandil.
Leandro Vesco esquivó la tentación de escribir sobre ellos y, en cambio, y por suerte, les puso música a los pueblos perdidos de la pampa infinita. Él es un periodista curioso y un viajero empedernido, con algo de psicólogo, de historiador y de analista social.
Por eso, sus relatos se adentran en esas historias humanas muy variadas, pero con un denominador común: interesantes, atractivas, que dan cuenta de pequeñas epopeyas, de batallas desiguales, angustias, soledades, pero también de hermosos raptos de felicidad. Nos hablan de pueblos que mueren y resucitan.
Vesco tiene una prosa elegante para relatar historias de calidad humana. En este libro necesario y entretenido, prueba que es un observador minucioso; habituado a escuchar, entiende y comprende el lenguaje codificado de sus personajes. En la pampa, se aloja en hoteles ruteros “a la criolla” y se anima, con entusiasmo de gourmet, a los impagables estofados de las antiguas pulperías, muchas reconvertidas en negocio turístico, pero sin bajar ninguna de las banderas de la antigua tradición. Acodado en sus mesas de madera, escudriña cómo discurre la vida en las aldeas mínimas.
De alguna manera, parece haber seguido el rastro de la histórica zanja de Alsina: muchas de sus historias se localizan allí, en la difusa frontera entre Buenos Aires y La Pampa, en parajes solitarios donde todavía se menta a malones y fortines, todavía se da la mano para cerrar un trato, y donde todos sueñan con el regreso del tren. En el pasado, las redes familiares y comerciales se fortalecieron con las vías, la mayoría de ellas ahora tapadas por la maleza.
Es tan rico y variopinto el material de esta obra, que conviven los últimos sobrevivientes de ciertos pueblos, con jóvenes cruzados que se animan a “resetear” su vida en sitios impensados, y con fantasmas que parecen reales.
“Walter se alegra de verme. Nadie ha venido a visitar al pueblo en años”, escribe Leandro. En su peregrinar por caminos polvorientos, esos que quedaron al margen de la ruta troncal, descubre al único habitante de Quiñihual; otro personaje es un pulpero, pero fue el último custodio de Perón y su confidente a la hora de la muerte; el mínimo poblado de Espartillar esconde espectaculares campos de trufas negras, un plato de reyes que en Europa se paga dos mil euros el kilo. En Cura Malal habla con el gaucho que compartió malabares de circo con Norman Briski, y en Rivera, con el mago de los asados, que se autodefine como “el hombre más feliz de la Argentina”.
Vesco habla en clave sociológica: vivisecciona hombres, historias, hábitats y finalmente celebra, en esos caseríos condenados por la ausencia del tren, la resistencia de los vecinos. La pluma es ágil; las descripciones, certeras; los diálogos, a tono con los modos de la gente de campo que habla poco y dice mucho: “Aquí vivimos en la línea de frontera”, se ufana el almacenero del paraje Dos Naciones, y nuestro narrador remata: “Las sombras se alargan y el almacén enciende más luces. Es un faro, rodeado de pastos, polvo y alambrado”.
En la tradición de periodistas viajeros como Lobodón Garra, Roberto Payró o Rodolfo Walsh, invita al lector a completar el cuadro que surge de su minuciosa exploración: en boca de sus criaturas está el antes, por lo general, idealizado, y el después, lleno de ausencias y olvidos, en una emocionante batalla contra la muerte.
Leandro Vesco tiene la virtud de transformar una historia ordinaria en un hecho extraordinario. Nos cuenta acerca de la auténtica encarnación de Martín Fierro, de un peluquero de la colonia judía de Rivera o del soldado de Malvinas que encontró el sentido de su vida muchos años después de la guerra, siguiendo la dirección de una carta que le escribió una niña, con quien han llegado a ser entrañables amigos en aquel pueblito.
Hay también un rescate culinario que da cuenta del proceso del queso en Sierra de la Ventana, investiga el bar de Vela donde Osvaldo Soriano imaginó sus novelas más celebradas, se regodea con la comida alemana en Coronel Suárez y recupera aromas que se filtran desde la cocina de los bares, de los almacenes, de las pulperías: todas las formas de la cocina casera lo remontan hacia otro tiempo con menos envase y más contenido.
Su libro puede leerse de la forma que uno quiera; el resultado será siempre grato y enriquecedor. Algunos lectores que seguirán sus pasos, con un derrotero libre: hoy en los médanos vivos de Villarino y mañana escuchando al viejo sabio Zacarías Silvera, hombre que supo darle consejos a Leonardo Favio para entonar mejor sus canciones y que comió en La Rural a la mesa de Charles De Gaulle; un día descubriendo los hitos de la cocina criolla, otro asombrándose con los solitarios torreros que prenden y apagan la luz de los faros perdidos en la costa atlántica: “No todos los faros son iguales. Sus guiños a lo profundo del mar son personales de cada uno”. Así, buscando el fin del arcoíris, aparece La Chiquita, una playa solitaria a la que se llega después de traquetear unos 70 kilómetros de ripio, con cuatro habitantes estables. “Como en la Luna, hay pocas huellas humanas”.
Este primer libro de Vesco –al que le seguirán otros, sin dudas– abunda en personajes excéntricos y en sitios que parecen salidos de la ficción literaria.
Punta Desnudez es una aldea marítima romántica, pero Isla Soledad (en plena pampa) homenajea a las irredentas islas australes. Y Lo de Lámaro es el legendario almacén de Pardo, el pequeño pueblo donde se juntaban Borges y Bioy Casares para contarse sus confidencias botella de caña de por medio.
Pueblos donde llegan las cartas, donde lo digital pierde todavía la batalla frente a la tinta, almacenes donde aún se anotan las deudas en libretas mensuales…
Bienvenido Leandro Vesco, que viene a rescatarnos toda esa magia oculta en este libro emotivo e inolvidable.
Mario Markic
Don Pedro, el último repartidor de leche en carreta
Pedro Francisco es querido por todos en Hilario Ascasubi. Reparte leche desde que tiene diecisiete años, y siendo un hombre octogenario tiene una vida que él define como feliz. “Hago lo que quiero, tengo mis vacas, mi caballo, mi carreta, hijos, tierra y mi esposa”. Con los achaques propios de una vida curtida en los caminos salitrosos de Villarino, en el sur de la provincia de Buenos Aires, todos los días se levanta antes de que salga el sol, ordeña y se va a repartir leche en su carreta, que bautizó como su chacra: Rancho Alegre. Es el último repartidor de leche en este medio de transporte. Así como se hacía hace un siglo, así lo continúa haciendo. Ha alimentado a varias generaciones de vecinos que lo saludan cuando lo ven. Esta clase de personas hacen la historia de un pueblo.
Hilario Ascasubi es una localidad en el sur bonaerense. Sus calles son tranquilas y limpias, y la identidad del vecino se rige por el protocolo de los