Desconocida Buenos Aires . Leandro Vesco

Desconocida Buenos Aires  - Leandro Vesco


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del río Colorado, bendición para esta comarca. A 3 kilómetros de aquí vive Pedro Francisco, un personaje entrañable, de esos que, aunque son muy difíciles de hallar, afortunadamente todavía se pueden conocer a la vera de los caminos rurales, allí donde la vida nace todos los días con la maravilla del rayo del sol reflejado en la gota del rocío. En Ascasubi todos hablan de Pedro, y muchos de los habitantes de esta localidad han crecido alimentados con la leche que reparte en forma tradicional. Su presencia se nota todos los días. Forma parte de la identidad de este pueblo que vive a las puertas de la Patagonia.

      Nació el 12 de agosto de 1938 en San Germán, un poco más al norte. “Con mi familia nos trasladamos a Bahía Blanca, y ahí comencé a repartir leche; también hacía reparto de soda, y durante algún tiempo le llevaba algunas botellas a la casa de una jovencita que me gustaba. Un día la invité a salir y fuimos novios, y hoy es mi esposa, Elena”. Esta mujer es el sostén del lechero. No pasa una sola frase sin nombrarla. Ha tenido suerte en la vida, don Pedro, ha hallado el amor y también la felicidad en el trabajo. “Cuando vine a Ascasubi había dos o tres casas. Era una tierra seca, todavía no se habían hecho los canales del río Colorado. Entonces en un remate me compré tres vacas y empecé a ordeñar”. En el campo el trabajo está si uno tiene ganas de hacerlo. No hay mucha ciencia. “Tenía un pedazo de tierra y las vacas tenían donde pastar. Comencé a repartir leche en el pueblo. Y es lo que sigo haciendo desde entonces”.

      Rancho Alegre es su chacra, el pedazo de tierra, como se dice. La hizo a fuerza de sacrificio, nadie le ha regalado nada. Sus manos han sido sus mejores herramientas. “Me despierto todos los días antes que salga el sol, a las seis ordeño las vacas y más o menos a las ocho salgo a repartir. Antes fraccionaba la leche en botellas, pero ahora la llevo en bidones. Es leche pura, sana, natural. Voy por todo el pueblo”. El reparto lo hace con su carreta, y es toda una declaración de principios. Don Pedro, como lo llaman, va feliz, tranquilo, nunca solo. “Lo tengo a Dorado, mi caballo, mi amigo fiel”. El pingo es una extensión de su alma y de sus pies. Ambos comparten la misma velocidad, a paso lento. “No tengo apuro, mis clientes son especiales y me esperan”. Cuando Pedro se acerca al centro del pueblo, todo el mundo lo saluda; Pedro devuelve el gesto y hace su trabajo. Dorado sabe cuáles son las paradas, y se detiene con precisión.

      En 2014 recibió el reconocimiento municipal. La placa que le dieron reza: “A Pedro Francisco, reconocimiento a su oficio de lechero, y por haber elegido a Hilario Ascasubi como su lugar para vivir”. Sin embargo, el bronce no lo obnubila. El contacto humano es lo que le produce felicidad. Con diez vacas ha creado su mundo y vive sin problemas. La leche que vende es un producto natural, sus vacas comen pastura. “No tiene nada que ver con la industrial, que es pura agua. La leche de vaca pura se puede tomar, y es ideal para hacer postres”, aconseja. Mientras tanto, se acerca el mediodía y su círculo se cierra. “Tengo nueve hijos, seis varones y tres mujeres; nos vemos seguido”. La vuelta a su rancho se hace con los ojos cerrados, Dorado sabe de memoria el camino.

      “Si tuviera que elegir nuevamente una vida, elegiría la que hice, la que tengo. Soy feliz así, y creo que soy el último repartidor de leche en carreta”. Don Pedro lo afirma con humildad. Es solo un hombre que encontró la manera de vivir de una forma digna, aprovechando la tierra y los animales que viven de ella, a los que cuida como si fueran hijos. Todo Hilario Ascasubi lo quiere, es un monumento vivo que señala un rumbo que vale la pena seguir.

      López Lecube, su iglesia y su enfermera en un mar de soledad

      La fe y la poesía pueden describir esta postal. Aquí las palabras han hallado su límite. López Lecube es un lugar único, la belleza de su solitaria iglesia en medio de un océano de pampa es indescriptible. Alta, misteriosa e irreal, este monumento religioso que nació por una promesa es un ícono para toda una región excedida de espacio. Hay que venir hasta aquí para conocer el lenguaje callado, pero clamoroso de la soledad. Estamos en el Finisterre bonaerense, donde aún muy pocos son los que se animan a mirar de frente a este horizonte indomable.

      La historia de la iglesia y el posterior pueblo de López Lecube bien podría ser el guion de una película. Vamos a situarnos en 1880, al sur del partido de Puan. Si hoy es un lugar solitario, hace más de un siglo era una Tierra Incógnita. Ramón López Lecube era un estanciero que había elegido este territorio para asentarse; entonces el concepto de límite no existía, el indio y el hombre blanco lo disminuían o agrandaban a voluntad de lucha. Una mañana don Ramón estaba recorriendo sus tierras cuando su criado, un inglés llamado Edgardo Graham, vio una polvareda en el horizonte. “¡Es un malón, don Ramón!”, le advirtió a su patrón. Sin tener mucho tiempo para reaccionar, decidieron esconderse en unas vizcacheras y cubrirse de tierra. Los caballos las eludieron por temor a caerse, y el tropel de indios pasó de largo. Ramón salió de su escondite y, en el lugar donde había estado su criado, halló un camino de sangre: no estaba. Así fue como, según cuenta la mitología rural, levantó la mirada al cielo y prometió que si salía vivo de ese entuerto levantaría una iglesia en honor a Nuestra Señora del Carmen, de la que era devoto. Fue así que pasó. El lugar en donde hoy está la iglesia de López Lecube es donde se escondió aquella vez.

      “Muchos me preguntan: ¿por qué hacer una iglesia en medio de la nada? Porque acá pasó la historia”, se pregunta y se responde con sinceridad Raúl Ángel Gabella. Nació en Pelicurá, pero se casó con María Eva Larralde, que sí vio la luz por primera vez en López Lecube. Ambos recuerdan y dan vida a esta soledad que emana de un caserío establecido en la pradera. “La iglesia se inauguró en 1913, pero se comenzó en 1900. López Lecube donó tierras para que pasara el tren y la estación se construyó en 1906. Gran parte de los materiales se trajeron desde el puerto de Ingeniero White, en carreta”. La construcción de la iglesia atrajo a los colonos; a cada familia se le daba un pedazo de tierra. Entonces estaba todo por hacerse, y se hizo. Las casas, tímidamente, rodearon la iglesia. Cuando estuvo terminada, López Lecube trajo docentes y utilizó una de las galerías del templo para fundar la primera escuela del pueblo. La voluntad de un solo hombre determinó la historia de una región.

      “Había panadería, comercios, mucha gente trabajaba en el ferrocarril y en el campo. Se necesitaba mucha mano de obra, la escuela tenía que dar clases de mañana y tarde por la cantidad de alumnos. Acá en el pueblo teníamos todo, no hacía falta salir”, recuerda Eva. Este maravilloso lugar, bendecido por una paz que se huele en el aire, cayó en el olvido como tantos otros en el mapa, pero nunca dejó de irradiar un halo de mística rural. Pasa algo en López Lecube que solo la fe, la poesía y seguramente la pintura podrían explicarlo. Llegar por la ruta provincial 76, en este tramo de ripio, y de repente ver la iglesia con las sierras a lo lejos y un camino rural que oficia como meridiano, impacta.

      El pequeño pueblo tiene treinta habitantes, y es el escenario de una historia de recuperación que contagia buenos presagios. Este es el lugar que eligió Andrea Ferreyra para trabajar, una enfermera que, así como López Lecube, decidió cambiar el destino de este rincón del mapa bonaerense. Estudió enfermería, el oficio de las personas que quieren ayudar, con un claro objetivo: poder ejercer en este pueblo. Lo logró, como tantas otras cosas. Ella misma restauró una vieja tapera y la convirtió en la sala sanitaria. Como el pueblo no tenía plaza, se le ocurrió hacer una, y la hizo. Atiende a los vecinos, y hasta les hace mandados con un viejo catango que pincha cubiertas cada dos por tres. Así y todo, Andrea contempla el paisaje, la iglesia, las sierras, el monte y el camino largo que se pierde en el horizonte, y afirma: “Hallé mi lugar en el mundo”. Esta mujer está cambiando la historia de este pueblo que se formó por una promesa.

      Andrea vive en Felipe Solá, a unos kilómetros de López Lecube; para que se entienda, este entorno es de absoluta soledad. Aquí la vía de comunicación es la ruta provincial 76, que cuando llueve se complica. Todos los días, varias veces, hace el trayecto de Solá a Lecube. Este camino transita por el corazón de una tierra en silencio que cruza ruinas de viejos parajes, un puente, las vías de un tren que pasa cargado de cereal y donde los cardos rusos vuelan por la acción del viento, fuerte y fresco. Son diez los kilómetros que separan a un pueblo del otro. Andrea tiene una misión en el mundo: ayudar a la gente que ha elegido quedarse en López Lecube, a cuya tierra se aferra un grupo de almas.

      “Hay algo dentro de mí que me


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