La magia de la vida. Isabel Cortés Tabilo

La magia de la vida - Isabel Cortés Tabilo


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su visita al rector de la Universidad, quien era Licenciado de Filosofía, en la enseñanza superior. Un señor de cabello cano, de amplia frente, de cuarenta y cinco años de edad, alto y fornido. Él no pasaba inadvertido por sus gustos refinados, su varonil presencia y extrema afabilidad, lo que Lucrecia percibió apenas ingresó en su oficina.

      —Buenas tardes señor, mi nombre es Lucrecia Rodríguez.

      —Buenas tardes señorita, yo soy Pedro Morales, tome asiento por favor.

      —Gracias, es usted muy amable —contestó ella, mientras se acomodada en la silla.

      A Pedro Morales le encantó el desplante en la personalidad de Lucrecia, al ser ella quien saludó en primer lugar, así que empezó inmediatamente con la entrevista, inquiriendo:

      —Señorita Lucrecia, esta entrevista es algo inusual, como la universidad es católica, me gustaría hacerle algunas preguntas sobre la contingencia actual. ¿Qué opina de la Ley de Divorcio?

      A lo que ella respondió:

      —Estoy de acuerdo don Pedro, como católica, pienso que uno se casa para toda la vida; no obstante, el mundo ha evolucionado y hay algunos casos meramente justificados, en que sí se amerita estudiar la posibilidad de un divorcio; aunque, debo hacer hincapié, que no sería necesaria una ley de divorcio, si las personas realmente conocieran el verdadero significado del amor y conocieran a Dios. Sin lugar a dudas el verdadero amor permanece para siempre, hasta que las blancas alas de la muerte los sigan uniendo en la eternidad —contestó ella muy segura.

      —Lucrecia, ¿qué opina del aborto?

      Sin vacilar, ella contestó:

      —En cuanto al aborto, estoy totalmente en contra, la iglesia siempre va a optar por la vida, si alguien por razones de fuerza mayor no puede mantener a su hijo, lo más lógico y sensato es darlo en adopción, porque los hijos son frutos del amor y son un regalo de Dios —emitió con un dejo de nostalgia.

      —¿Qué opina de los métodos anticonceptivos? —preguntó Pedro.

      —Pienso que en este tiempo son necesarios, ya que hay que tener una sexualidad responsable. «Los hijos por amor se traen y por amor no se traen» —contestó ella.

      A lo que Pedro Morales añadió:

      —Pero hay que enaltecer los principios cristianos y no se puede bajar la escala de valores —agregó él fortaleciendo el diálogo.

      —En todo caso, ese pensamiento es un poco liberal quizás, y me ha traído muchos inconvenientes; incluso, se me ha negado la comunión por tomar anticonceptivos, ya que esta decisión va en contra de la doctrina de la iglesia porque según el clero, los anticonceptivos son abortivos. No obstante, argumentan que la iglesia sólo aprueba el método natural —afirmó Lucrecia totalmente en desacuerdo con esta resolución eclesiástica.

      Conversaron amenamente durante una hora aproximadamente; a medida que pasaban los minutos dejó de ser una entrevista, convirtiéndose en una amena charla, ambos se sintieron muy a gusto con aquel diálogo. Él la citó para la semana siguiente, para darle personalmente la respuesta, si el cargo de profesora de psicología en la facultad sería para ella.

      Una vez que Lucrecia se retiró de la oficina de Pedro Morales, él meditó respecto a la conversación sostenida con ella, reconoció que aquella mujer que acababa de entrevistar, era demasiado inteligente y con valores que sobrepasaban su experiencia, sus pensamientos se inundaron con la esencia que emanaba esta profesora.

      Pasó muy rápido la semana, Lucrecia nuevamente se arregló muy bien para ir a la Universidad a conversar con el rector, para saber si el nuevo cargo sería para ella.

      Esta vez tuvo que esperar media hora, él estaba muy ocupado atendiendo a otras personas, lo cual hizo que se preocupara de sobremanera. Luego, la secretaria anunció su visita.

      —Permiso, buenas tardes, don Pedro.

      —Buenas tardes Lucrecia, pase, tome asiento. He estudiado los curriculum vitae, uno por uno y usted es la persona más idónea para el cargo, así es que la felicito, el puesto es suyo.

      El rector le dio un apretón de manos, y le brindó la más cordial bienvenida a la facultad.

      Durante este tiempo se desencadenaron una infinidad de conversaciones, algunas veces Pedro citaba a Lucrecia a su oficina, para solicitar asesoría para resolver situaciones de la Universidad.

      Pasaron rápidamente dos meses, ella se sentía feliz trabajando en aquel lugar tan grato, todo fluía como un río caudaloso, los jóvenes a quienes ella impartía clases eran simpáticos, alegres y respetuosos.

      Una tarde de otoño en que las hojas surcaban por alcanzar los sueños, ella fue citada nuevamente a la oficina del rector a la brevedad.

      —¡Hola, señorita Lucrecia!, ¿cómo está?

      —Muy bien gracias a Dios, y usted, ¿cómo está?

      —Muy bien, gracias —contestó el sonriendo.

      —Quería saber ¿cómo se ha sentido en el tiempo que lleva laborando con nosotros? —consultó Pedro con curiosidad.

      —Me he sentido muy acogida por todos, estoy feliz haciendo lo que realmente me gusta, que es la pedagogía —contestó ella muy fascinada.

      Él, poseedor de todas las situaciones, se sentía algo torpe y nervioso. Lucrecia notó esta actitud; pero en forma respetuosa aguardó silenciosamente que el rector se manifestara, luego de una fracción de segundos Pedro Morales, expresó:

      —Sabe, tengo algo más que decirle, pero espero que no se lo tome a mal —confesó él.

      Ella lo miraba con una curiosidad que le carcomía la mente, pensando que sería eso tan importante que aquel hombre tan simpático tenía que decirle; en el momento más inesperado sucedió algo mágico, ambos se miraron fijamente y se encandilaron; fluyó una luz misteriosa y divina, ambos bajaron la mirada sonriendo, sin entender que significaba aquello.

      —Señorita Lucrecia, ¿se acuerda de la fiesta de bienvenida, en la semana mechona? —inquirió él con entusiasmo.

      —Sí, lo recuerdo perfectamente, los alumnos estaban felices en su celebración —se refirió ella con exaltación.

      —Lucrecia, ese día yo me sentí en el paraíso —declaró mirándola fijamente a los ojos.

      —Don Pedro, ¿por qué se sintió así? —sonsacó ella con curiosidad.

      —Porque estaba usted, Lucrecia —expresó con entusiasmo —Y usted, ¿cómo se sintió?

      —También me sentí en el paraíso, porque estábamos todos y no faltaba nada —dijo ella con una linda sonrisa.

      —Sabe Lucrecia, desde que usted llegó a la Universidad, siento que algo me pasa con usted y no sé lo que es, quizás usted podría ayudarme a descubrir lo que me pasa. Tiene que ver con los suspiros —Pedro sonrió con aquella amplia sonrisa tan seductora que lo caracterizaba.

      —¿No será la presión arterial don Pedro? Como usted no es de acá... —ella se cohibió con su mirada profunda, no le quedó más remedio que bajar la vista por unos instantes.

      —Pero, por favor míreme, a mí me gusta que lo haga. Debo confesar que no puedo sacarla de mi mente desde que llegó. Con cada pensamiento siento que usted aflora en todo lo que me rodea, incluso, pienso que hasta se me sale por los poros, a veces me siento inquieto —agregó cruzando sus brazos para sentirse seguro.

      —¡No quiero mirarlo! Usted me pone muy nerviosa señor — expresó, esquivando su mirada, queriendo huir por unos instantes. Se daba cuenta que él estaba significando mucho en su vida.

      —Lucrecia, usted no pasa desapercibida en esta universidad. ¿Sabe? Yo llevo años buscándola, es más, llegué a pensar que no existía —dijo él con tono poético.

      —Tan


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