La magia de la vida. Isabel Cortés Tabilo

La magia de la vida - Isabel Cortés Tabilo


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puritana, moralista y cuadrada, pero eres un buen ser humano.

      Esta información fue lapidaria para Lucrecia, quien resolvió no volver a ver nunca más al sacerdote. Así que concluyó que en vez de ir a la universidad y flaquear en su decisión de dejar el trabajo, era mejor llamarlo por teléfono para poner punto final a esta situación tan irregular, que la mantuvo muy triste y perpleja durante varios meses, y quizás ausente de su familia. Resolvió irse unos días a la playa con sus hijos, y su marido por razones laborales no podría acompañarla.

      —Padre, quiero presentar la renuncia, cada vez estoy más confundida y no puedo continuar así. En todo caso gracias por la oportunidad brindada. Me iré unos días a la playa con mis niños, para desconectarme de todo —dijo muy seria.

      —Y su marido, ¿no va con usted? —preguntó el padre tratando de sacarle información.

      —No padre, se quedará trabajando, él no tiene vacaciones —contestó ella algo cortante.

      —Lucrecia, ¡déjeme acompañarla! Como su amigo —solicitó él con ternura.

      —¿Cómo se le ocurre padre? ¡No gracias! —resolvió ella tajante.

      —¡Por favor, déjeme ir con usted! Sólo como amigos, a veces pienso que no la veré nunca más, y me voy arrepentir toda la vida, de no haber hecho nada por nosotros —agregó él en tono de súplica.

      —Bueno, si insiste, pero sólo como amigos —contestó ella titubeando nuevamente.

      —Voy hacer todo lo posible por viajar mañana, le hablaré para ponernos de acuerdo, y si por algún motivo no puedo llegar, me comprometo a llamarla por teléfono.

      Lucrecia viajó al día siguiente con sus hijos, dispuesta a pasar una semana de recreación, y sobre todo encontrar la paz que añoraba su alma, como un bálsamo de rosas frescas. Todo marchó espléndidamente, ella estaba muy tranquila, pero a la vez inquieta porque su amigo cura no dio señales de vida. Como era una mujer que le hacía frente a cada problemática que le ponía la vida, a media noche con un nerviosismo que nublaba su mente, resolvió marcar el celular de él y llamarlo.

      —Hola padre, ¿cómo está? —habló con un dejo de melancolía.

      —Bien Lucrecia, y usted, ¿cómo lo está pasando? —contestó él sorprendido.

      —Disculpe la hora, pero la duda me está matando, quería saber qué había pasado, ¿por qué no viajó? —preguntó ella decidida.

      —Lucrecia, no fui, porque usted no quería que fuera, y yo jamás la voy a obligar a nada que usted no quiera hacer —respondió él con voz tenue.

      —Padre, yo no quería que viniera; porque me he dado cuenta que usted es igual que todos los hombres, igual de infiel, usted al parecer hasta tiene un harem en la parroquia —ella sacó la voz que la caracterizaba y lo encaró sin ningún tipo de contemplaciones.

      —Lucrecia, si yo hubiese podido elegir, la elegiría a usted, y si hubiese tenido algo que ofrecerle, lo hubiese hecho al principio cuando recién nos conocimos, usted me cautivó desde el primer momento —agregó él tratando de defenderse.

      —Quizás más de alguna vez se me cruzó por la cabeza, separarme para estar con usted, pensando que era un santo, y no es así. Mi marido me ha sido infiel más de una vez, eso me ha llevado años superarlo, pero durante cinco años he visto un cambio en él; pero usted, en menos de un año ha jugado con los sentimientos de quienes lo han idealizado, y piensan que es un santo por lo que usted simboliza. ¡Usted representa a Jesús en la tierra! —concluyó enfadada.

      —¿Cómo sabe tanto? ¿Tiene algún poder especial? ¿Acaso lee la mente? —preguntó él furioso a punto de cortar la llamada.

      —No se puede servir a Dios y al diablo al mismo tiempo, yo creo que usted debería decidirse por ser hombre o sacerdote, y medir el daño que hace —increpó ella tratando de desenmascararlo.

      —Si me hubiese tenido que casar, para estar con usted me habría casado. Lo vivido con usted igual me sirvió, para imaginarme como hubiese sido mi vida de casado, en familia y con hijos —agregó él con infinita tristeza.

      —Dígame, ¿le gustó imaginarse eso? —indagó ella más tranquila.

      —No le niego que me gustaría estar en el lugar de su marido, con usted incluida, y tener todo lo que tienen construido juntos; pero, ¡dígame! ¿Qué tengo que hacer para estar con usted? ¿Qué le falta? ¿Qué puedo darle yo? —inquirió en tono suplicante.

      —Padre, yo de usted no quiero nada, no espero nada, y no le creo nada. Usted no cumple nada de lo que dice; ni siquiera es capaz de cumplir su compromiso con Dios, que está en todas partes. Se le olvidó el Santo Temor de Dios, y eso es gravísimo. Yo elegí a mi esposo hace mucho tiempo, y voy a seguir casada con él, voy a tratar de restaurar mi matrimonio. En todo caso lo vivido con usted me enseñó a perdonar de corazón a mi marido. Más vale diablo conocido que diablo por conocer.

      Además, el estar al otro lado, en el lugar de los pecadores me enseñó a valorar mucho más a mi familia, y no juzgar a nadie, porque ahora, ¿con qué moral podría hacerlo? —concluyo extasiada.

      —Lo lamento Lucrecia, en cambio yo a usted terminé creyéndole todo lo que me decía, usted me tiene, nadie me había tenido así, y nadie me había tratado como usted lo hace —replicó una vez más esperando una señal.

      —Padre, yo lo traté como a un hombre, porque usted se comporta como tal —respondió asediada del coloquio tan paradójico.

      —Una última pregunta Lucrecia, ¿qué hizo su esposo para conquistarla y tenerla a usted? Que es la mujer más difícil que he conocido, la más equilibrada que conozco.

      —Sebastián, me escribía poemas, me cantaba canciones, cumplió todo lo que me prometió, se ganó toda mi confianza, lo más importante es que supo esperarme, respetarme y me llevó al altar para obtener la bendición de Dios —contestó ella orgullosa.

      —Lucrecia, todas las canciones que canté en las convivencias de la facultad, fueron dedicadas a usted— dijo con infinita paciencia.

      —¡Padre, usted no me quiere verdaderamente! —emitió con un dejo de tristeza y coraje.

      —¡Sí, la quiero! Por primera vez estoy confundido entre mi vocación religiosa y usted. De lo único que estoy totalmente seguro es que usted es la persona que yo andaba buscando, y deberíamos haber asumido lo que a los dos nos pasó, por eso se me hacía eterno cuando no la veía —concluyó resignado a perderla definitivamente.

      —Lo siento padre, ¡yo nunca voy a ser amante, ni de usted ni de nadie! —agregó sintiéndose una mujer digna. Aunque no siendo aquello igual se sufre, pero se sufre menos, ya que no hay consecuencias que lamentar, pensó para sus adentros.

      —¿Qué me hará por enamorarla? —inquirió de nuevo esperando su castigo.

      —Nada padre, usted asuma lo suyo y yo asumiré mi parte. En todo caso le doy gracias a Dios, porque nunca pasó nada entre nosotros, o me sentiría peor de lo que me siento —expresó desanimada.

      —En todo caso, para mí no fue nada lo que pasó entre nosotros, para mí fue casi todo. Si hubiese pasado eso, hubiese sido todo. ¿Si con el tiempo, esto que los dos sentimos no se nos pasa, qué vamos hacer? —replicó él con un nudo en la garganta.

      —No sé, yo no soy adivina padre —expresó ella con agobio.

      —Sé que al final yo me voy a quedar con usted Lucrecia, la voy a esperar todo el tiempo que sea necesario, porque usted vale la pena —agregó con evidente nostalgia.

      —Adiós padre, que esté bien —concluyó ella a punto de llorar.

      —Adiós Lucrecia, Dios la bendiga, ojalá algún día pueda perdonarme y sobre todo entenderme —ultimó con algo de incertidumbre.

      Y


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