La magia de la vida. Isabel Cortés Tabilo

La magia de la vida - Isabel Cortés Tabilo


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recordó un secreto de familia, que la Nona le había revelado. Ella le había dicho que en la larga vida matrimonial, muchas veces iba a sentir pasión por otras personas; sin embargo, para no ser infiel de hecho en cuerpo y alma, y evitar enfermedades sexuales, era mejor que cuando estuviera con el marido, haciendo el amor, cerrara los ojos y se imaginara en los brazos de su ruiseñor enamorado, para sacarse definitivamente las ganas y santo remedio.

      Lucrecia, recordó que un día después de una fiesta de aniversario en la facultad, luego de haber compartido con su amigo sacerdote, como consecuencia de haberse seducido el uno al otro con la mirada, perenne como un amor tormentoso y prohibido. Cuando llegó aquella noche en que surcaron los sueños de mujer enamorada, llevó a cabo el consejo de la Nona. Tenía en su mente la mirada seductora de Pedro, sus manos blancas y refinadas, su olor pulcro, sobre todo su voz penetrante. Fue fácil imaginarse el romance con él. Dejarse envolver por sus brazos tan deseados, esconderse entre las sábanas ficticias, sentir su calor, sus besos, su amor y su sexo. Sintió que su voz profunda estremecía cada fibra de su alma, tenía un trinar de sensaciones, sus palabras de frenesí que aún jugaban como un carrusel fantasma en su mente, y se entregó por fin a ese amor platónico. Ese instante, de amor y locura fue mágico, se sintió en el paraíso; aunque, inmediatamente se mortificó al sentirse pecadora e infiel, sobre todo se sentía culpable de haber tenido que usar a su esposo, a quien todavía amaba, a pesar de todo; pero él ¿cuántas veces no habrá hecho lo mismo? Peor aún había sido infiel en cuerpo y alma, se preguntó a continuación, para tratar de justificarse.

      Ahora bien debía seguir adelante con su vida y tratar de ser feliz, pues ahora se sentía plena y con nuevos bríos.

      La abuela Nona antes de regresar a su ciudad natal, fue a despedirse de Lucrecia, para asegurarse que todo había terminado.

      —Lucrecia hija, ¿cómo terminó todo con el susodicho? y ¿cómo está la familia? —preguntó con cariño y comprensión.

      —¡Bien Nona! no lo he vuelto a ver, no lo he llamado nunca más y la familia mucho mejor, tratando de reencantarme de nuevo en mi matrimonio —dijo con mucho entusiasmo.

      —Qué bueno hijita, te escapaste jabonada de una grande, porque por una calentura lo hubieses perdido todo y no valía la pena.

      —Sí Nona, gracias a Diosito que me ayudó siempre y que por gracia de Dios soy lo que soy —contestó ella feliz.

      —Hay algo que no te he dicho hija, y que creo que es necesario que tú sepas. Tal vez la atracción por la espiritualidad tan grande que tienes, lo llevas en los genes —confidenció la Nona, con certeza.

      —¿Por qué Nona? ¿A qué te refieres? —inquirió ella envuelta en un manto de incertidumbre.

      —Aquella niña, la que interrumpió la misa, la hija de ese cura y fruto de ese amor clandestino era yo…

      —Nona, ¡no te puedo creer, qué prodigiosa tu historia!

      ¡Gracias por todo, eres increíble! No sé qué hubiese hecho sin ti —se abrazaron envueltas en un caudal de lágrimas.

      —Tanto va el cántaro al agua, que termina por romperse—murmuró Dora mientras se alejaba tranquila de la casa de su nieta.

      Tiempo después, una tarde cargada de matices crepusculares, donde la vida nunca termina de sorprender, como broche de oro, el hijo mayor de Lucrecia, de dieciocho años de edad, le confesó:

      —Mamá, he sentido el llamado de Dios, me inscribí en el seminario para ser sacerdote. Espero contar con todo tu apoyo, como tú eres igual de espiritual que yo —reveló su hijo con mucho entusiasmo.

      Lucrecia lo miró con sus ojos llenos de desconcierto y sentimientos encontrados, que carcomieron su frágil corazón. Lo abrazó y le contó una vieja historia…

      «¡El barco donde va Jesús, puede oscilar ¡pero hundirse nunca!»

       El ajedrez del tiempo

      Era fin de año, en una hermosa ciudad nortina. Todos los estudiantes estaban a punto de egresar del liceo, muy emocionados, especialmente Elizabeth Rojas, quien era una muchacha trigueña, de ojos color pardo, de melena larga. Tenía diecisiete abriles, era una chica muy tranquila; nunca había pololeado, nadie jamás le había regalado un ósculo de amor.

      Los cuartos medios organizaron la fiesta tradicional de graduación, con orquesta y todo. Elizabeth lamentablemente no podía asistir, porque en ese preciso momento había comenzado a trabajar, pues sus padres eran de escasos recursos. Ella había encontrado un trabajo en la feria navideña, de vendedora de juguetes, estaba feliz, porque este la ayudaría a costear sus gastos.

      Aquel día de la celebración, su mejor amiga Coralia fue a visitar a Elizabeth, para convencerla de ir juntas a la fiesta de graduación, pero ella muy triste le explicó que no podría asistir al evento. Coralia insistió en que juntas hablaran con la jefa de la tienda, para que le diera permiso. Juntas lograron que la señora consintiera; pero había un problema mayor, el papá de Elizabeth no le daba permiso para ir a fiestas, así es que no les quedó otra que idear un plan. Se trataba de ir a la celebración y decirle al papá de Eli, como le decían de cariño, que iría a trabajar, de todas formas ella saldría a las doce de la noche de la feria navideña. El hermano la iba a buscar a esa hora para acompañarla a su casa. El acuerdo consistía en que ella iría a la fiesta, regresaría a la feria antes que pasara su hermano a recogerla, de esa forma nadie la descubriría, Elizabeth y Coralia estaban contentas con lo ideado, y les parecía genial.

      Elizabeth estaba entusiasmada, aquella celebración prometía ser una gran gala, tenía que preocuparse en conseguir el mejor traje de fiesta. Eran casi las veinte horas, se puso un vestido color lila, y un precioso collar de perlas de su mamá.

      Acordaron con Coralia irse juntas a la fiesta, salieron avivadamente antes que el papá de Eli llegara del trabajo y la descubriera infraganti con ropa elegante. Llegaron al salón de eventos, había muchos alumnos, todos vestidos para la ocasión; de pronto lo vio, era su príncipe azul, estaba allí con un traje formal, se veía guapísimo. Elizabeth sin pensarlo hizo notar su presencia y se paseó cerca de él.

      Francisco Zagal, era un joven muy interesante, solía llamar la atención de la mayoría de sus compañeras, era un muchacho alto, trigueño, de cabello negro y rizado, con unos cautivantes ojos de color aceituna. Él se encontraba junto a sus amigos, presumiendo de sus conquistas; de pronto, notó la presencia de Elizabeth, cruzaron miradas y sonrieron. Él se acercó, le pidió que bailaran, y ella aceptó de inmediato. El tiempo pasó demasiado rápido, bailaron toda la noche rock latino, y la música de los años ochenta. Cuando iban a ser las doce de la noche, como era de costumbre en las fiestas, cambiaron el ritmo de la música, las luces y el ambiente se inundaron de suaves melodías, de baladas en español e inglés. Francisco se acercó paulatinamente a Elizabeth, la abrazó despacio y comenzó aquel diálogo esperado:

      —¿Cómo te llamas? —dijo con voz penetrante.

      —Elizabeth Rojas y ¿tú? —preguntó ella con voz dulce.

      —Francisco Zagal, Eli ¿te puedo llamar así? ¿Cómo lo estás pasando? —dijo él acercándose a su juvenil bailarina.

      —Sí, así me llaman mis amigos, lo estoy pasando bien y ¿tú? —contestó ella muy a gusto en sus brazos.

      —¿Dónde vives? —indagó él, algo nervioso por las sensaciones que causaba estar junto a esa muchacha tan especial.

      —Vivo cerca del Liceo —respondió ella, porque le daba vergüenza decir que vivía en una población, donde decían que había que entrar de espaldas, para que creyeran que ibas saliendo.

      —Y tú ¿dónde vives?

      —Vivo en la Villa Los Jardines del Sur. Cerca del supermercado.

      —Mientras bailaban, Francisco se acercaba cada vez más, acariciando con sus manos sutilmente, el suave dorso desnudo de ella, por


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