El Aroma De Los Días. Chiara Cesetti

El Aroma De Los Días - Chiara Cesetti


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vas hoy, al campo más allá del bosque?

      –Sí, debemos comenzar con la siega del heno.

      –¿Vuelves para comer o te quedas hasta la tarde?

      –Me quedo, les he dicho a los hombres que comenzaremos la siega y no quiero dejarles solos.

      –Entonces, te preparo algo…

      Las palabras apenas susurradas para no romper la intimidad preciosa de aquellos raros momentos, acompañaban los gestos tranquilos de Giulia: cogió una sartén del colgador de la pared, los huevos de la cesta de mimbre apoyada en el anaquel y cocinó una tortilla amarilla y gruesa. Cortó dos gruesas rodajas de pan de la ancha bolla guardada en la alacena y las llenó con la tortilla, las envolvió en una servilleta blanca y las colocó dentro de una fiambrera de metal que servía de contenedor. El aroma se esparció por la cocina mezclándose con el de la leche calentada y disipó el aire adormecedor de la mañana.

      –Buenos días…

      María había entrado en la habitación, ya vestida y peinada, preparada para una jornada de trabajo. Era una mujer alta y delgada con el cabello oscuro y liso, recogido en un moño detrás de la nuca. Había superado los cuarenta y negaba su femineidad dentro de vestidos de casa, anchos y cómodos. Silenciosa como lo había sido su padre no tenía, sin embargo, el mismo temperamento decidido. Sus gestos y miradas un poco fugitivos revelaban una timidez que le había hecho renunciar a una vida familiar propia. No le habían faltado las oportunidades para casarse. Un joven del pueblo le habían demostrado su interés muchas veces pero ella no había querido saber nada y todo había terminado así. De todos modos, era difícil llegar al fondo de sus pensamientos. Giovanni, las veces que pensaba en ella, estaba convencido de que estuviese enamorada en silencio de alguien con el que no podría casarse y este amor, secreto e inconfesable, le había quedado dentro sin desaparecer totalmente. Había vivido su juventud sin luchar por su felicidad, convencida de haber hecho la elección justa, contenta de la vida protegida que pasaba en familia.

      Apoyado en los cristales de la ventana todavía cerrada Giovanni miraba a lo lejos, a los límites del bosque donde dentro de un momento saldría el sol. El cielo estaba luminoso y verdoso, con anchas nubes sutiles un poco más oscuras, privas de espesor.

      –El tiempo se presenta bueno –dijo sin esperar respuesta

      –¿Vas al campo más allá del bosque? –preguntó María

      –Sí, comienzo con la tarea del heno

      –Es el momento, estamos ya a finales de mayo…

      –En realidad, incluso vamos retrasados… pero con la lluvia de esta estación…

      –Nadie ha comenzado

      –Cómo se podía comenzar con un tiempo de este tipo –concluyó Giovanni yendo hacia la salida.

      Giulia lo siguió al pasillo con la fiambrera en la mano y allí, antes de separarse, a escondidas de los otros, se intercambiaron una mirada llena de entendimiento. Se fue arriba y, desde la habitación, sintió los ruidos en el cobertizo donde Giovanni le colocaba la carreta al caballo. Poco después escuchó el ligero trote y el crujido de la gravilla bajo las ruedas.

      Era casi mediodía cuando una figura familiar apareció al fondo del camino. Se acercaba casi corriendo, agitando los brazos para llamar la atención y gritando a todo pulmón Giovanni, Giovanni… Giulia…

      Era Rodolfo, el tío Rudi, hermano de Giulia. El querido tío Rudi. Los sobrinos lo adoraban y verlo llegar era un placer. Charlatán como era los divertía con sus juegos ruidosos. Sobre todo Antonino lo esperaba con ansia porque, alejado de la mirada atenta de las mujeres, al estar solos en la carreta, Rudi fustigaba ligeramente al caballo que iniciaba un trote veloz. La calesa saltaba alegre sobre la carretera y el niño reía por aquella pequeña fuga prohibida. Se paraban debajo de la gran morera a los márgenes del campo arado y allí, de pie, gritando Alé, alé, Rudi golpeaba con la fusta las ramas del árbol. Caían sobre su cabeza una lluvia de pequeños frutos negros que manchaban inexorablemente los trajes. Antonino sabía que el tío lo defendería de cualquier reprimenda y disfrutaba en plena libertad aquella fiesta.

      Aquella no era su manera de proceder normal: gritaba desde lejos, agitaba el sombrero y parecía que estaba sin aliento. Giulia corrió afuera con el corazón en un puño. Era su único hermano, algunos años más joven que ella, extrovertido hasta el punto de conseguir que se le perdonase todo, incluso cuando, con sus ligerezas, se encontraba con que tenía necesidad de que le ayudasen. Había comenzado a ir a la facultad de Derecho de Roma pero más que estudiar había vivido de manera alegre y despreocupada los dos años que la familia le había concedido. Dado que de exámenes ni se hablaba, había vuelto y ahora trabajaba en las oficinas del Ayuntamiento, contentándose con un pequeño estipendio que nunca le llegaba. Después de la muerte de los padres vivía solo en la casa paterna, en el centro del pueblo, pero era a Giulia a quien se dirigía para cualquier contingencia. Ella no conseguía nunca reñirle bastante, consciente y a menudo secretamente divertida por aquellas compras a veces superfluas, inocentes rarezas a las que no se podía resistir.

      –Sólo se vive una vez, querido Giovanni –decía con alegría al cuñado –¿No creerás que eres inmortal?

      Nadie era capaz de contradecirle y cada vez que lo veían llegar era siempre con una pizca de divertida curiosidad.

      Alcanzó jadeante la puerta de casa agitando un periódico.

      –… Giovanni… ¿está Giovanni…? –gritaba.

      –Gracias a Dios, no está aquí por él –pensó Giulia.

      –¿Qué sucede, se puede saber qué sucede? –consiguió al fin preguntar, libre del ansia que la había dejado sin aliento.

      Rudi se dejó caer en una de las sillas del porche y con una sonrisa radiante que le iluminaba el rostro, le puso debajo de los ojos la primera página del periódico.

      –¡Estamos en guerra! ¡Desde esta noche estamos en guerra!

      Giulia ojeó rápidamente el titular: Italia ha declarado la guerra a Austro-Hungría. Ciudadanos, la suerte está echada: ¡debemos vencer!

      –Rudi, ¿qué significa?

      –Significa que Italia, finalmente, ha declarado la guerra a Austria, recuperaremos nuestras tierras.

      –¿Significa que deberéis ir al frente? –dijo Giulia mientras la sangre se le escapaba de sus mejillas.

      Tuvo que apoyarse en el hombro del hermano porque, de repente, todo a su alrededor se había vuelto incoloro y las piernas ya no la sostenían.

      –Hace meses que se combate en Europa, ya era hora de que también nosotros hiciésemos nuestra parte. Será una guerra breve, ya verás, breve y victoriosa.

      –¡Tío Rudi! –la voz feliz de Antonino los hizo girarse hacia la puerta mientras que el niño se dirigía corriendo hacia él. Rudi lo levantó, lo cogió en brazos y comenzó a saltar cantando:

      –¡Venceremos, venceremos, hay guerra y venceremos…

      Mientras, al fondo del camino una nube de polvo blanca anunciaba que en la calesa también Giovanni estaba volviendo a casa a toda prisa.

      Capítulo III 1917

      La guerra que, según Rudi, habría sido breve, duraba ya más de dos años, ni breve, ni fácil, ni victoriosa. Nada de la espléndida aventura a la que muchos se habían dirigido con entusiasmo sino una campaña distinta de cualquier otra, dolorosa y difícil, donde se combatía con armas desconocidas y mortíferas contra las cuales no servía afilar los sables. Muchos jóvenes había ido voluntarios, muchos habían sido llamado y en el campo eran las mujeres las que sacaban adelante los trabajos, incluso los más pesados. En verano, antes del amanecer, se las veía llegar en grupos desde los pueblos vecinos, con la cabeza cubierta por grandes pañuelos blancos, como un tejado a dos aguas, para cubrir la cara de los rayos despiadados del sol y, bajo el sol, trabajaban todo el día segando la mies y ordenando los haces con largos cordeles.

      El momento de la comida era un alivio. Cuando


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