El Aroma De Los Días. Chiara Cesetti
distribuido y muchas escondían el pan en los grandes bolsillos de los delantales porque, por la noche, en casa, había niños pequeños y si los que ya eran un poco grandes estaban ya trabajando, los más pequeños tenían hambre. Terminada la estación los campos eran abandonados, entonces se veían grupos de mujeres y de niños que con los sacos atados en bandolera recogían de la tierra las espigas caídas.
Tantas espigas, tanto grano, tanta harina, tanto pan.
Pan.
Pan para ellas y para los hijos y para los viejos que ya no trabajaban.
Pan que los hombres no llevaban a casa porque estaban atrapados en el Carso2.
Y así era en invierno, acabada la temporada de la aceituna. En primer lugar la recogida en los árboles para el patrón, luego, si el patrón lo permitía, las que estaban en el suelo, para ellos, para extraer algún litro de valioso aceite.
Cuando estalló la guerra Rudi se había enrolado voluntario pero Giovanni se había quedado en casa. Sus treinta y cinco años y la posición de cabeza de familia le había ahorrado ir al frente. En los últimos dos años la situación económica de la familia Barrieri incluso había mejorado. El ejército pedía grandes cantidades de caballos y de víveres y él había duplicado su ganado, muchas tierras que se habían quedado sin cultivar, por culpa de la falta de mano de obra, habían sido vendidas y Giovanni había comprado sin especular que, si podía, era uno de esos que ayudaba a los demás, no se aprovechaba de las desgracias ajenas. En casa, en ciertos períodos del año, cuando las labores del campo estaban paradas y la gente no sabía cómo ganarse la vida, se producía un peregrinaje de mujeres que llegaban ofreciendo servicios de todo tipo, llevando como regalo un cesto de achicoria o de frutos del bosque, esperando recibir algo a cambio.
Giulia, María y Ada conocían a aquellas mujeres, conocían su historia y no dejaban nunca de mandarlas de vuelta con lo necesario para la cena. Antes de aceptar muchas, como bromeando, decían que habían venido por si acaso se necesitase hacer algún trabajo pero ya antes de recibir el pequeño regalo lo agradecían con los ojos porque las palabras que lo acompañaban no era de caridad y no envilecían:
–Has llegado en el momento justo, acababa de preparar esto ―decían entregando un paquete ―Tómalo que he hecho muchos de estos y se estropeará.
–Regalar sin humillar ―recomendaba Giovanni ―porque la humillación es más triste que la miseria ―y esto lo habían aprendido las tres mujeres de casa.
Esa mañana Ada se había despertado con el habitual dolor de cabeza. Ocurría a menudo y cuando sucedía la única cura era permanecer en la cama, en la oscuridad, en silencio durante unas horas hasta que lentamente el dolor disminuía y, sólo entonces, un poco atontada y pálida, podía levantarse.
El doctor Marinucci, el anciano médico de cabecera, había siempre atribuido la causa de esto a alteraciones de tipo nervioso.
–Son los nervios, no es grave. Ada es una mujer fuerte y robusta. Tendría que haberse casado…
Y, en cambio, también ella se había quedado en casa con el padre y la hermana mayor. Era más joven que María sólo dos años y su aspecto era menos resignado. Más cerca de la delgadez el de ella, su cuerpo resultaba casi regordete, más femenino, con el pecho impetuoso sostenido por un busto que le afinaba la cintura y le pronunciaba las caderas redondas.
Se movía por la casa con energía, a veces excesiva, que en los arrebatos de actividad hacía intuir una agitación incontrolable y una especie de descontento nunca adormecido del todo. En estos días era capaz de trabajar durante horas sin cansarse, limpiaba la casa de arriba a abajo, lavaba cortinas y mantas, restregaba con empeño manchas endurecidas desde hacía años. Por su parte era muy generosa. Era capaz de arrebatos de afecto tales de quitar la respiración a los niños cuando los estrechaba en un abrazo robusto contra su seno suave y los sofocaba a besos. Antonino reía a más no poder, Clara intentaba huir a la tortura y los más pequeños, Agnese y Luciano, se quedaban asombrados, suspendidos entre la risa y el lloro, todavía vacilantes sobre si aquel pequeño sufrimiento valía la pena de ser sufrido.
El primer día de noviembre fue gris y el sol no era más que una luz opaca detrás de una nube un poco más clara que las otras. María estaba todavía en la cama y Ada, superado lo peor, estaba indecisa si levantarse o no. La casa, extrañamente silenciosa, la hizo decidirse y bajar. Antonino y Clara estaban ya en la escuela y las voces de los más pequeños no se oían.
Se levantó y se visitó. En la cocina el fuego estaba ya encendido para quitar la humedad del ambiente. Giovanni estaba vestido para trabajar y estaba sentado con los brazos apoyados delante del periódico abierto. Giulia estaba enfrente de él, pálida. El rostro, habitualmente severo pero no ceñudo, estaba surcado por una arruga sobre la frente que indicaba una profunda preocupación. Los ojos, como ausentes, perseguían un pensamiento lejano. María se movía silenciosa, empeñada en preparar algo para comer para los pequeños que, sentados en el suelo, parloteaban entre ellos en voz baja, sumisos a la atmósfera preocupada que envolvía la habitación. Ada, parada en el umbral de la puerta, apareció de repente en el interior de aquel ambiente insólito.
–¿Qué ha sucedido?
–¿Cómo estás, Ada, estás mejor? ―preguntó Giulia pidiéndose a sí misma un esfuerzo para salir de sus pensamientos.
–Sí, estoy mejor. ¿Ha sucedido algo?
–… es que las cosas no mejoran… ―dijo Giovanni.
–¿Qué cosas…?
–La guerra… las noticias de la guerra no son buenas… Ha escrito Rudi…
–¿Rudi… qué dice… desde dónde ha escrito…? ¿Cómo está? ―Ada apoyó las manos cerradas en un puño sobre el estómago y su voz tenía ahora un tono de temor.
–Ha escrito desde el frente ―respondió Giulia que, volviendo con sus pensamientos al presente, parecía que había recuperado el dominio de sí misma ―Dice que ha combatido en Caporetto y que está en un hospital de campaña… por lo menos hasta hace diez días, cuando la carta fue escrita… toma, lee..
Ada cogió los folios en los que la escritura de Rudi, habitualmente de letras grandes y desunidas, aparecía vacilante y medio caída. Comenzó a leer en silencio y rápidamente.
Queridos Giulia y demás:
Como veis soy capaz de escribir así que no os preocupéis por mí.
Estoy ingresado en el hospital de campaña de… porque durante una acción fui herido en un hombro, por suerte no es muy grave. Lo que he vivido junto con mis compañeros en los últimos meses no es casi nada en comparación a lo ocurrido en los últimos días. Espero que hayáis recibido mis cartas anteriores. Si es así conocéis la situación en la que nos hemos visto obligados a vivir desde hace meses: nuestra casa son las trincheras, estos agujeros en los que el barro llega hasta las rodillas, sin posibilidad de salir sino es para combatir al enemigo que está cerca de nosotros. Hace frío, mucho frío y a vosotros os lo puedo decir: tengo miedo. Miedo cuando consigo dormir un poco y me despiertan los estallidos de las bombas que caen cerca, miedo cuando hay que avanzar y mis bersaglieri3 me miran con ojos asustados, sin expresión, casi indiferentes por su suerte, miedo cuando mi compañero Tornieri me cayó cerca con el vientre destrozado que se le veía el interior y me implora que lo ayude, no con las palabras, que ya no puede, sino con los ojos, y yo lo observaba llorando y de esta manera comprende que no puedo hacer nada y que lo debo abandonar porque hay que seguir adelante, así que avanzo sin ver porque las lágrimas me ofuscan todo y rezo, sólo un momento, rezo para que Tornieri, con el que un momento antes estaba hablando, muera lo antes posible. Rezo para que muera, tan joven y lejos de su casa, que había aprendido a conocer por sus conversaciones, sin nadie cerca. ¡No, no, no de esta manera! Entonces vuelvo atrás casi sin tiempo para estrechar su mano sucia de lodo y de sangre y él parece que me sonríe y muere a mi lado sin ni siquiera un lamento sólo un pequeño gemido, y deja de existir.
Tengo miedo porque no sé qué pasará mañana y siento terror a que sea como hoy o
2
Nota del traductor: Región alpina teatro de violentas batallas durante la I Guerra Mundial.
3
Nota del traductor: cuerpo militar italiano de infantería con los típicos sombreros emplumados, en tiempos especializados en el tiro y la carrera rápida, hoy trabajan en colaboración con las unidades acorazadas. Una especie de francotirador.