Volvoreta. Wenceslao Fernández-Flórez

Volvoreta - Wenceslao Fernández-Flórez


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       Wenceslao Fernández-Flórez

      Volvoreta

      Publicado por Good Press, 2019

       [email protected]

      EAN 4057664105752

       I

       II

       III

       IV

       V

       VI

       VII

       VIII

       IX

       X

       XI

       XII

       XIII

       XIV

       XV

       XVI

       XVII

       XVIII

       XIX

       XX

       XXI

       Índice

      Erguida en el umbral, doña Rosa Abelenda clavaba el mirar agudo de sus ojos en la rapaza, recogida en una modesta actitud.

      —¿Quién te mandó venir?

      —Mandóme la señora de la Cruz del Souto.

      —¿Serviste tú a la señora de la Cruz del Souto?

      —Serví en casa de su hermana, en la ciudad, hay dos años por San Martín.

      —Y ¿qué sabes hacer?

      La moza balanceó el hatillo que llevaba colgante en la diestra. Miró al ama serenamente:

      —Sé hacer lo que manden. Pero en la tierra no puedo trabajar; me enferma. Por eso me puse a servir. La señora del Souto me dijo que aquí se necesitaba una muchacha para la labor casera nada más.

      Doña Rosa aclaró:

      —Pero tendrás que lavar y tendrás que cuidar de la comida del ganado.

      —Bien está, sí, señora.

      —Y te daré doce reales al mes y un traje por la fiesta.

      —En la ciudad ganaba más.

      —Pero esto no es la ciudad. Tú dirás si te conviene.

      —Bien está, sí, señora.

      —Entonces, entra; te voy a enseñar tu habitación.

      La moza entró. En la mitad del pasillo inquirió doña Rosa, sin detenerse:

      —¿Cómo te llamas?

      —Federica.

      —¿Federica?... Ese no es un nombre de criada.

      Y se volvió para mirar recelosamente el aspecto poco rústico de la moza, en la que la sencilla blusa blanca y la negra saya y los cabellos rizados junto a las sienes delataban un leve refinamiento ciudadano. Doña Rosa observó con cierto disgusto que los zapatos de la muchacha tenían alto el tacón y que llevaba al aire la rubia cabeza, sin el habitual abrigo del pañuelo de seda atado bajo el mentón, con el que doña Rosa había visto, sin excepción alguna, a toda cuanta criada llamó a sus puertas en busca de jornal.

      Federica soportó el examen moviendo un brazo en aquel vaivén que imprimía al hatillo, y que era en ella la expresión de un ligero azoramiento. Explicó, sonriente:

      —En mi tierra me llamaban también Volvoreta.

      —¿Por qué te llamaban Volvoreta?

      —No sé.

      Tampoco se mostró doña Rosa muy satisfecha del poético apodo: Mariposa... ¡Hum!... Más bien creía ella descubrir en el remoquete condiciones de travesura y de holganza, de vano ir y venir, de ligereza, que mal se acomodarían al cumplimiento de los deberes de trabajo; siguió andando, y gruñó:

      —Más valía que te llamasen Pepa o Manuela, como se suelen nombrar las muchachas humildes. Las mejores criadas que yo tuve se llamaban así.

      Subieron unos crujientes escalones. En el último piso, en un cuarto formado por tabiques de madera, sin cal y sin papel, y cuyo techo en declive se juntaba al suelo en una tenebrosa angostura, estaba la alcoba de la sirvienta: el catre de lona, y sobre él el jergón de secas hojas de maíz, que mostraba su contenido en las dos aberturas por las que habían de entrar a diario las manos que hubiesen de mullirlo. Una estampa de Santiago el Mayor, tieso en su cabalgadura, que atropellaba a unos pobres moros despavoridos, era todo el adorno de la pared. El viento marino pasaba, estremeciendo una alta ventana casi horizontal, por cuyas uniones hacía entrar, en los días de lluvia, algunas gotas de agua. Y aquella ventana inundaba la estancia de una luz a la que hacía dorada el dorado tono de las desnudas tablas de castaño de la pared.

      La casa estaba en medio de la gándara verde y riente. Había sido construída con pretensiones de chalet, con arreglo a un gusto poco común, sin la pesada abundancia de granito que las lluvias frecuentes aconsejan en el país galiciano, con balcones de madera pintada bajo tejados puntiagudos y de salientes aleros. Parecía una casa arrancada de un cromo holandés. Seguramente fuera construída para recreo de veraneantes, y, en algún tiempo, todos los terrenos que la rodeaban habían sido jardín. Aun ahora, frente a la entrada principal, se conservaban unos macizos con camelios y rosales pobres; la hierba que antes bordaba cenefas en sus orillas había aprovechado la ausencia de jardineros para invadir la tierra, y sólo sucumbía en el centro de los caminos, donde las pisadas frecuentes la extirpaban. Las tenaces matas de alhelíes se habían salvado de aquella catástrofe y sobresalían multiplicadas, entre la hierba, con su tono más apagado. Y en primavera, todo su aroma delicioso invadía la vieja casa y el viejo jardín y pasaba a la carretera—entoldada de olmos


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