Volvoreta. Wenceslao Fernández-Flórez

Volvoreta - Wenceslao Fernández-Flórez


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que daba acceso a la cocina. Se destacaba sobre el negro vano.

      —Chinto, puedes cerrar. Buenas noches a todos.

      —Buenas noches nos dé Dios—contestó el coro de voces.

      Y los zuecos claveteados de Chinto resonaron, arrastrándose por el cemento. Los jornaleros marcháronse tras él. Rafaela fregoteaba, envuelta en un mandil de arpillera. Menguaba la llama en el quinqué. La vieja servidora advirtió a Federica:

      —Puedes irte a acostar.

      Y la moza se puso en pie:

      —¿Quiere que le ayude?

      —No; vete a acostar.

      Se oyó en toda la casa el chirrido del pasador de hierro que Chinto corría en la recia puerta. Federica deseó, humildemente:

      —¡Descansar!...

      Aún le avisó Rafaela, sacando del barreño un brazo humeante:

      —Si tienes miedo por la noche, llamas a la pared. Yo duermo al lado.

      La moza sonrió:

      —Nunca tengo miedo.

      Y subió a su alcoba y se acostó. Vió lucir una estrella sobre su cabeza al través del amplio tragaluz; después vió cómo una nube la tapaba; luego sintió el rumor de los árboles, y oyó correr, empujada por el viento, una arenita por el cinc del tejado. En el crujiente jergón de hojas su cuerpo hizo pronto un hueco profundo. Y todas esas pequeñas cosas: la estrellita lejana, y la arena, y el remoto rumor, y la sensación de estar hundida blandamente, la llenaron de dulce pereza y estiró su cuerpo entre el alboroto de las hojas, y sonrió, pensando:

      —En invierno se debe de dormir muy bien aquí.

       Índice

      En las tardes serenas, Sergio bajaba a estudiar al viejo jardín. Más que a estudiar, a dejar correr su alma, libre de fiscalizaciones que leyesen la distracción en sus ojos fijos en las páginas. Doña Rosa se había obstinado en que Sergio fuese bachiller. Se abrió luego un paréntesis duradero de vacilaciones y de dudas respecto a su porvenir. Doña Rosa hubiera querido hacerle abogado para que la toga y el birrete tuviesen en la familia otra representación más eficaz que en el retrato del difunto; pero ni aun con grandes esfuerzos podría sostenerse el largo derroche de una estancia en Santiago. Un día, al fin, don Miguel, el cura de Santa María de la Gándara, al volver de un viaje a la ciudad se detuvo en la quinta para ofrecer a doña Rosa la solución del porvenir del pequeño Abelenda. Desplegó un ejemplar de la Gaceta y leyó una convocatoria para cubrir buen número de plazas del Cuerpo de Correos.

      —Un porvenir, doña Rosa, un porvenir. Esto es cosa que está naciendo aún y puede hacerse carrera. Y nada de gastos, ¿sabe?; se le compran los libros y que estudie en casita, ¡caramba!, que algo ha de hacer.

      Doña Rosa torció un poco el gesto. Y aquello, ¿qué era?... Verdaderamente, don Miguel no debía olvidar que los Abelendas eran gente de distinción, que habían tenido siempre profesiones brillantes. Mal estaban los tiempos; pero también... convertir en cartero a un Abelenda... Quizás valiese más esperar, con la ayuda de Dios...

      Mas don Miguel protestó, indignado. ¿Cómo, cartero?... Entonces su señora doña Rosa no tenía ni la más remota idea de lo que se trataba. Eran plazas de oficial, de o-fi-cial de Correos. Los hijos del coronel Varela se estaban preparando ya, y un sobrino del fiscal de la Audiencia con ellos. Mucho señorío.

      —No; no es cosa trivial.

      Argumentó aún, como para derrotar todo escrúpulo:

      —Además tienen uniforme con espadín. Y digo yo que un hombre que lleva un espadín lleva un diploma. ¿No es esto?

      Doña Rosa meditó:

      —¿Llevan espadín?

      —Llevan espadín, doña Rosa. Me consta.

      La madre se dejó vencer. Como pariente del coronel, el cura comprometióse a suministrar más amplios detalles y a traer de la ciudad los libros precisos; más aún: él ayudaría a Sergio en los estudios conforme su humilde ciencia se lo permitiese. Un par de veces por semana que fuese a la rectoral. Ya era tiempo de decidirse: diez y ocho años hechos por San Juan y sin camino abierto... Los vicios podrían posarse en él, a pesar del edificante ambiente de la casa. ¡A estudiar, señor!... Y así quedó decidido el porvenir de un Abelenda.

      Pero Sergio acogió de mala gana las áridas materias de la preparación. Especialmente entre los millares y millares de nombres de la Geografía postal, su memoria naufragaba. Bajo la vigilancia de su madre o de Isabel, sentado cerca de ellas en la galería, le irritaba, en medio de una distracción, la voz que le recriminaba con acento eternamente igual:

      —Estudia, Sergio.

      Y optó por hacer del jardín su lugar de estudio, al amparo de sutiles pretextos. Una hora después de comer bajaba con sus libros y se tumbaba sobre la hierba, bajo la sombra de los manzanos y de los perales mandados plantar por doña Rosa en un triunfo del utilitarismo sobre la estética. Y tumbado cara al cielo, se dejaba mecer en el poderoso runrún de vida del campo: el insecto zumbador, la inquietud de las hojas, el agua de los surcos... todo, en fin, lo que entraba en aquella vibración perenne, en aquel hervor de existencias a ras de la tierra, sobre la tierra y bajo la tierra; la mies que ondea, los pájaros piadores, el topo que socava, y el viento y el mar y los regatos y las nubes lentas, de formas cambiantes, que al pasar ante el sol hacían correr unas largas manchas de sombra por el suelo.

      A veces, por entre los podridos barrotes que separaban ambos jardines venía Juan, el hijo de la vecina señora de Solís, a solicitar de Sergio una fruta. La casa de los Solís estaba contigua. La envolvía siempre una preocupación de tristeza. Ni en las ferias, ni en las romerías, ni en las reuniones en que se juntaban de cuando en cuando los señores de la Gándara, se vió jamás a los vecinos de los Abelendas. Tan sólo alguna vez, en las mañanas veraniegas, doña María, envuelta en sus negros vestidos, flaca y adolorida, paseaba por la carretera el cochecito en que su hijo menor estaba, hacía tres meses ya, entablillado, tieso, siempre mudo, lívido, como un cadáver que sólo conservase vivos sus ojos, ojos grandes que parecían tener la grave mirada de un hombre maduro, en aquel cuerpecito enclenque de siete años.

      Doña María de Solís había tenido cinco hijos. Al cumplir los diez y seis años murió el mayor; cerca de ellos también murió la segundogénita. Doña María, arrebatada de horror y de duelo, se propuso defender a los aún vivos contra aquel horrible destino. Y se enterró en el campo para siempre, dispuesta a la lucha diaria y heroica con la muerte, pero invadida de tristes presentimientos. Todos cuantos medios de prevención pudo conocer los puso en práctica. Se dormía en la casa con las ventanas abiertas, entre el susto de las criadas aldeanas; se ajustaban las comidas a métodos dispuestos por el doctor; una fámula fué despedida por haber dejado beber a los niños un sorbo de leche sin hervir; ante el temor de que pudiesen, a hurtadillas, comer fruta verde en el huerto, los árboles fueron talados. En el centro del jardín, doña María hizo construir una choza de tablas bien unidas, techada de cristal. Allí, tendidos sobre un colchón, todos los días sus hijos tomaban, bajo su dirección meticulosa, un largo baño de sol. El sol era la máxima esperanza de la madre infeliz; ella había oído asegurar a alguien la salvación de un hemoptísico por ese medio. El doctor consultado no negó la posibilidad. Doña María entonces sintió encenderse la llamita de la fe en su pecho. Si podía curar, ¿cómo no había de prevenir?... Y el sol iba tostando, a la hora de sus mayores energías, los cuerpos delgados y angulosos, de fina piel, de Maruja y de Juan—al pequeñín no podía sacársele de su tabla—, cuyos quince y cuyos diez años iba viendo doña María, con una mezcla de temor y de confianza, aproximarse al plazo fatal.

      Esta tarde, como casi todas, Juan asomó el estrecho cráneo entre los barrotes y siseó, para advertir a Sergio de su presencia.

      —¿Me das una


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