Volvoreta. Wenceslao Fernández-Flórez

Volvoreta - Wenceslao Fernández-Flórez


Скачать книгу
con los colorines de sus trajes, y don Miguel salía presuroso hacia la blanca y vecina casa rectoral, en hambrienta demanda del desayuno.

      Por la tarde doña Rosa y su hija salían casi siempre a visitar a alguna amistad. Entonces Volvoreta, bien rizada, bien gentil dentro de su blanca blusa y de su falda negra, con una anilla de cobre, brillante a fuerza de frotarla con arena, en un dedo, se presentaba a pedir permiso y salía a pasear. Sergio la esperaba en la arboleda y por ella vagaban, al abrigo de las miradas de todos, hundiendo sus zapatos en el musgo, un poco sojuzgado él por esa solemne gravedad misteriosa de los bosques.

      Los árboles iban cambiando lentamente el tono de sus hojas. Desde la quinta se veían sus copas como masas moradas y amarillentas y de color sepia y verdes aún.

      Cubrían a veces los senderillos del bosque las hojas caídas, y estallaban bajo los pies las pequeñas ramas secas desprendidas por los vientos de otoño. El mar iba tomando un color plomizo, entre la augusta calma de las altas riberas.

      Al fin vinieron las primeras nubes en masas formidables, por el Sur. El sol, débil, miró tristemente a la tierra, en una despedida para sabe Dios cuántas semanas. Las nubes avanzaron y cubrieron la redondez del cielo. Aún se sostuvo el tiempo así algunos días. Las primeras gotas sorprendieron a los novios en lo alto del monte, cierta tarde en que Volvoreta había ido a recoger, para el fuego, las piñas caídas de las ramas. Abandonaron el saco a medio llenar y corrieron los jóvenes a ocultarse bajo el saliente de una roca quebrantada por la dinamita para alguna construcción aldeana. Todo el paisaje de la gándara estaba ante ellos. Vieron blanquear, bajo el choque de la lluvia, las aguas pizarrosas de un trozo de la ría; vieron el turbión deshacerse en largos hilos y borrar los horizontes, y, en una cañada frontera, al otro lado de la gándara, fingir humo en los remolinos a que le obligaba el viento. Brillaron las tejas de las casitas, y todas las parcelas que guardaban ya entre sus surcos la siembra de los cereales, se ennegrecieron más aún bajo la lluvia. Recogidos, apretados sus cuerpos, un poco inclinados bajo el reborde de la roca, veían los jóvenes llover, con esa alegría extraña que la lluvia produce cuando se presencia bajo la guarida segura. No hablaban. El espectáculo de un labriego que allá abajo abandonaba su labor, saltando sobre la húmeda tierra, para recogerse bajo un alpende vecino, les hizo reir, gozosos. Y nuevamente enmudecieron, y del vasto espectáculo de la lluvia en el monte redujeron su mirar, un poco abstraídos, a la visión de cómo unos erizos de castaña, vacíos ya, tirados ante la roca, iban siendo limpiados de tierra por el golpear de las gotas, y cómo otros, con sus púas hacia abajo, iban llenando de agua la blancura de su concavidad.

       Índice

      Al través de los surcos que las gotas de lluvia trazaban en los cristales de la galería veíase el campo tan sólo como una informe mancha verde. Sergio, en pie, frotaba sus dedos húmedos contra las láminas de vidrio, y se complacía en arrancar estridentes gorjeos que crispaban los nervios de Sabela.

      —¿Quieres estar quieto?—le gritó.

      Y él enfundó sus manos en los bolsillos y dió un suspiro ruidoso que empañó el cristal:

      —Entonces... ¿qué quieres que haga?... No he visto cosa más desagradable que la lluvia.

      Doña Rosa intervino, mirándole severamente sobre sus gafas:

      —Yo creo que sí: los libros de estudio.

      Él calló. Realmente estaba desesperado contra aquel incesante aguacero que encharcaba los campos desde hacía una semana ya. Las deliciosas entrevistas con Volvoreta habían terminado desde entonces. ¡Oh, aquel tedio de la casa, llena siempre del rumor de la lluvia, alterada alguna vez la quietud por los gritos de Rafaela contra los aldeanos que no limpiaban sus zuecos antes de entrar y manchaban de lodo los pisos!... Sergio iba frecuentemente a la cocina, con el pretexto de fumar. Aunque doña Rosa lo sabía, no consentiría jamás que su hijo arrancase ante ella una bocanada a un cigarro. Desde que era bachiller, Sergio podía fumar en la cocina, por un acuerdo tácito. En alguna de sus frecuentes ausencias, preguntaba ahora la madre a Isabel:

      —¿Dónde está tu hermano?

      —Debió de ir a fumar.

      Doña Rosa observaba:

      —Fuma mucho estos días. No me gusta eso.

      —¿Qué le vas a hacer?... Se aburre.

      Federica entró aquella tarde en el comedor a anunciar:

      —Está ahí doña María, la de Solís, que pregunta por la señora.

      Doña Rosa alzó la cabeza de la costura para inquirir, con un leve asombro:

      —¿Doña María, la de Solís?

      —Sí, señora.

      —Que pase, mujer.

      Y madre e hija abandonaron sus quehaceres, y sacudieron de sus regazos los trozos de hilo que se habían desprendido de las labores.

      Avanzaron al encuentro de su vecina. Sabela dió, como siempre, un ligero saltito para no pisar una baldosa de la galería, donde el pico del carpintero había trazado, quizás para distinguirla, una pequeña cruz.

      La señora de Solís entró. No eran frecuentes sus visitas. Tan sólo en alguna ocasión señalada—Año Nuevo, fiesta de días, enfermedad—la triste señora aparecía un momento «para cumplir», y, pretextando el cuidado de los hijos, volvía a marchar sin haber reído, sin haber hablado apenas, sin haber aceptado un dulce ni una fruta, ni un dedalito del vino tostado del Rivero que doña Rosa solía ofrecer sólo en esas grandes ocasiones.

      —¿Qué milagro, doña María?... Siéntese.

      A pesar de la vecindad, se veían, en efecto, mucho menos que los demás señores de la Gándara. Doña María se sentó, quedamente, con aquel aire silencioso que le había impuesto su dolorosa costumbre de andar por alcobas de enfermos. Resaltaba su palidez sobre las negras vestiduras, y el carmesí de los párpados, irritados por el llanto y el insomnio, sobre su palidez. Pero en toda su figura había una gran distinción, y en su rostro esa dignificación amarga que dan los pesares. Cruzó las manos lívidas, y habló:

      —A molestarlas, doña Rosa, a molestarlas.

      —¡Por Dios!...

      —Quería saber si tienen ustedes alguna estufa, algún calorífero, para pedírselo prestado.

      Doña Rosa miró a su hija, como en consulta.

      —Hay mucha humedad—continuó doña María—; ya ve, para dormir los niños con las ventanas abiertas... Y como la casa es grande... Yo encargué a la ciudad una salamandra. Pasado mañana me la traerán, y pasado mañana les devolvería la estufa.

      Doña Rosa se lamentó:

      —¡Dios mío, nosotras no hemos tenido jamás nada de eso! ¡Qué pena, doña María!... Gracias al Señor, como salud tenemos, y el frío no es mucho en esta tierra...

      —No, el frío no; pero la humedad, la humedad...

      Casi gimió, con los ojos espantados:

      —¡Un catarro viene tan pronto!... ¡Y después!...

      Hubo un silencio. Doña María miró al través de los cristales el cielo plomizo, cubierto por una sola nube inmóvil.

      —Hace siete días que no hay sol...

      Luego clavó sus ojos en las pálidas manos cruzadas:

      —¡Yo no sé qué hacer...; no sé qué hacer!...

      Doña Rosa intervino con consuelos. ¿No era exagerado todo aquel temor?... Los niños no parecían estar mal; paliduchos y delgados, sí; pero la aldea se encargaría de darles colores y grasas. Allí estaban los hijos de los labriegos, semidesnudos, durmiendo en paja, mojados cuando llovía y quemándose con el sol; comiendo tan sólo borona y caldo de unto.


Скачать книгу