Volvoreta. Wenceslao Fernández-Flórez

Volvoreta - Wenceslao Fernández-Flórez


Скачать книгу
de repetir la desgracia?... ¿No era absurdo?...

      Doña María la miraba sin cambiar su expresión de pena. Después suspiró hondamente. Se levantó como una sombra:

      —¡En fin!... Perdonen la molestia.

      —¿Qué molestia?... Lo que siento yo es no tener lo que desea, doña María. Ya sabe que toda la casa y todos nosotros... Y cualquier cosa que se le ocurra...

      Acompañáronla hasta los mismos umbrales del portón. Ella marchó como una sombra negra, entre la lluvia; y doña Rosa suspiró al volver, penetrada de toda aquella honda angustia de madre que en su propia maternidad hallaba un eco de compasión gigantesca.

      Por la noche, deslizándose al amparo de los salientes aleros, esperó Sergio bajo el alpende la presencia de Federica, avisada por él. Esperó unos minutos que se le antojaron inacabables. Desde los canalillos que las tejas formaban caían al suelo chorros de agua, que habían cavado débilmente la tierra, a lo largo del cobertizo, en su persistente choque. Cuando Sergio chupaba el cigarrillo, se avivaba el ascua y veía brillar los goterones en su rápido descenso. La lluvia, invisible en la noche, dejaba oir su sordo rumor en todo el campo encharcado.

      Federica llegó al fin, cubriendo su cabeza con parte de la falda, recogida sobre los rubios cabellos como un mantón:

      —¿Qué quieres?

      Él arrojó el cigarrillo, que se apagó en el agua:

      —Que no podemos seguir así. Es preciso idear algo para vernos.

      Ella meditó:

      —¡Esta dichosa lluvia!...

      Callaron un instante. A sus espaldas, hasta tocar con el techo del alpende, se hacinaba el tojo tierno, dispuesto para mullir los establos y hacer de él, ya pisado, cama para las bestias, y después abono de las tierras. Y su recio olor de monte bravo se diluía en el ambiente húmedo. Sergio opinó:

      —¿Quieres que le hable a Mingos, el casero, para que nos deje reunir en su choza?

      Receló ella:

      —Lo sabría tu madre.

      —¡Entonces... no sé!

      Descubrió de pronto Volvoreta:

      —Podías subir a mi alcoba cuando todos durmiesen.

      Sergio quedó un momento confuso. Le latió más fuerte el corazón al escuchar la proposición inesperada, como si antes de precisarse en su magín, toda la encantadora sensación de la aventura le hubiese ya recorrido la sangre, en un giro loco. Pero Volvoreta había sugerido el recurso con un absoluta naturalidad. Sergio, temeroso de despertar un arrepentimiento, dijo con sencillez:

      —Es verdad.

      —Pero ve con cuidado. Ya sabes que el cuarto de Rafaela está al lado del mío. ¡Si nos sintiesen!... ¡Por Dios!...

      Y separáronse. Sergio permaneció unos minutos bajo el cobertizo, saboreando la temerosa delicia del proyecto. Le pareció estar abocado a una empresa de novelón. La densa obscuridad de la noche le sugería ideas de sagacidad y de astucia, y se vió a sí mismo atravesar la casa entre las tinieblas y trepar hasta los cuartos de la servidumbre, cauto y silencioso, como un ladrón de folletín o como un conspirador heroico. Chinto salía entonces de la casa y pasó junto al cobertizo sin verle, en las sombras profundas. Él se había recogido y hasta había contenido el aliento. Este incidente le dió una alta idea de su disposición de hombre misterioso y le hizo tener una alegre confianza en sí.

      Durante la cena miró alguna vez a Federica, como para recordarle el complot. Federica, gravemente, no parecía darse por enterada. Sergio pensó entonces, ante toda aquella serenidad, que ella tenía una decisión y una valentía superior a la suya, y se reprochó el no haber tenido él la misma idea de la cita en la alcoba. Se escrutó y tuvo que confesarse que no se le habría ocurrido nunca.

      Cuando, después de su habitual presencia en la cocina para dar órdenes a la servidumbre, doña Rosa reapareció en el comedor y deseó buenas noches a sus hijos, Sergio sintió agigantada su emoción. Besó a su madre y se retiró a su cuarto. Eran las diez. Sentóse indeciso, sin saber cómo llenar todo aquel tiempo que faltaba aún para el momento de la aventura. Al fin, temeroso de que la luz le delatase, desnudóse, se metió en cama y sopló la bujía.

      Esperó. Llegaba de la cocina muy amortiguado el ruido del fregoteo de Rafaela. Podía saberse cuándo agitaba la vajilla dentro del barreño y cuándo la colocaba sobre la limpia piedra del vertedero para que escurriese el agua humeante. Los platos hacían al superponerse un ruido más agudo; los pucheros de hierro, más hueco y sordo. Después tintinearon, al caer sobre el granito, desde el paño que las secaba, las cucharas, los tenedores... Sergio seguía a la vieja criada en todos los momentos de su ocupación, hasta en todos sus ademanes, como si la estuviese viendo. De pronto un portazo estremeció la casa, y se oyó el ruido metálico de la barra de hierro que ajustaba Chinto en sus encajes para reforzar la seguridad de la vivienda. Luego, unos pasos resonaron en la escalera que conducía al piso aboardillado donde estaban las habitaciones de la servidumbre, de las dos criadas nada más, porque Chinto dormía en el bajo, para mayor tranquilidad de doña Rosa. Sergio pensó que aquellos pasos eran los de Federica, que se retiraba siempre antes que Rafaela.

      Y esperó más. Por fin los tramos rechinaron bajo el andar de la vieja criada. Arriba, al través del techo, se sintió aún el rastrear de sus pies. Más tarde cayó el silencio sobre la casa toda; un silencio en el que al joven le parecía que toda idea de tiempo diluíase y escapaba al cálculo. Pero en el silencio fueron naciendo mil pequeños rumores y mil ruidillos sólo perceptibles en la anhelosa atención del enamorado: el crujir de una viga, las pisadas misteriosas del gato, que cruzaba ante su dormitorio, dueño de las estancias y de los pasillos llenos de sombra; después el viento comenzó a quejarse bajo las puertas, como en invierno. Fué un momento en que la lluvia dejó de caer. La ventana del cuarto se estremecía en sus encajes, y a veces se sentía la furia de las ráfagas estrellarse contra la casa toda, hermética y muda en la enorme soledad del campo, entre tinieblas, mientras los árboles se encorvarían gimientes, y en los prados la hierba sería como una cabellera peinada en un mismo sentido por el viento.

      Las ráfagas traían hasta la casa un sordo rumor—quizá el de los árboles, quizá el del mar—en el que Sergio creía descubrir también el silbido arrancado en los alambres del telégrafo que seguían la cercana cinta de la carretera, y que cortaban el vendaval como una espada afiladísima, oscilando un poco entre poste y poste.

      Pero las ráfagas cesaron. Cayó un fuerte aguacero, y su apremiante llamada en los cristales llenó toda la casa con su ruido. Después amainó, y volvió la lluvia a su lenta mansedumbre.

      Sergio esperó aún, receloso. Se le ocurrió pensar—tumbado boca arriba en el lecho, abiertos los ojos en la obscuridad—qué clase de mujer era aquélla, inocente o ducha en amores, que por propio impulso y con tal sencillez daba una cita de tamaño riesgo—él no pensó «tan escabrosa»—. Pero ni su inexperiencia, ni su edad, ni la inquietante emoción que sufría, le permitieron grandes meditaciones acerca del tema. El reloj del comedor dió las doce. Temió él haber contado mal, y esperó a que las repitiese. Entonces se deslizó de su cama; a obscuras se embutió en el pantalón, en la chaqueta... Iba descalzo... Abrió la puerta de la alcoba... Salió...

      Ante la puerta, sin separar sus dedos del pestillo, aún escuchó un buen rato. Después se decidió a andar... Apoyaba ambas manos en la pared, como si quisiese descargar sobre ellas todo el peso de su cuerpo. El piso estaba enarenado, según la costumbre del país, con una arena traída de la playa, y al ser restregada contra la madera producía un leve rechinamiento. El joven ponía, para impedirlo, sus pies de plano, y algunas arenas gruesas le producían dolor.

      Llegó a la escalera. Tenía en sus oídos el tic-tac del corazón y el sordo runrún de la lluvia... Subió un peldaño, otro... algunos crujían, y Sergio se detenía entonces, anhelante, con los ojos abiertos, abiertos... Creía él que en aquel momento su madre y su hermana y Chinto y Rafaela se removían entre las sábanas, prontos a despertar. Pensó también


Скачать книгу