Volvoreta. Wenceslao Fernández-Flórez

Volvoreta - Wenceslao Fernández-Flórez


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como si hubiese estado en la boca de Poupariña, bajo el bigote, en el que un día, comiendo en el Pinar, vió quedar colgantes unos pequeños trozos de fideos.

      Desde aquella ocasión desventurada, Sergio no volvió a sentir al amor llamar francamente a las puertas de su corazón ya juvenil. Pero el ansia palpitaba en su interior y él sentía muchas veces sus estremecimientos, como las madres sienten los de los hijos ocultos aún en sus entrañas. Y ahora era Federica la que le agigantaba, de una manera bien distinta, ciertamente, a aquella de los años de la niñez, sin tópicos en verso, sin el ensueño candoroso, sin huesos de claudia guardados a hurtadillas, con una mareante emoción en el alma trémula. Ahora, Sergio, más que manías de fetichismos amorosos, tenía la de recorrer frecuentemente el obscuro pasillo que unía el comedor con la cocina, y cuando, por casualidad, la nueva criada transcurría al mismo tiempo por él, irremediablemente tropezaban.

      Aquella tarde, caídas ya las primeras sombras azules sobre la aldea, Sergio halló a Federica en el umbral. Con esa brusca valentía que a veces tienen los tímidos, él, alentado por el ambiente y la soledad confidencial de los anocheceres, le asió una mano por la espalda, como en juego, y al volverse la moza, aun sin intentarlo, el brazo de Sergio rodeó el talle femenil, libre de corsé, en el que la carne palpitaba. Los grandes ojos verdes lo miraron con su cándida serenidad. Sonreía él, azorado. Dijo Federica, en voz baja, con un misterio de cómplice:

      —Suelte, que van a vernos.

      Y marchó hacia el campo. Sergio entró en su casa, tembloroso de dicha.

       Índice

      Al día siguiente, doña Rosa y su hija disponíanse a salir para visitar a los Poupariña. Celsa ya no aparecía por la Gándara sino de tarde en tarde; la prole había aumentado en aquellos nueve años, y los quehaceres de la casa con ella; Celsa, además, estaba siempre entregada a las molestias de la concepción. Su prolijidad era tal, que no se la concebía sin el vientre hinchado y la tez pálida, hundidas las mejillas, lento el andar. Doña Rosa e Isabel, cuando algún ocio se lo consentía, si las corredoiras estaban sin barro, iban a charlar un rato con la vieja amiga, y estas visitas, cada vez más rareadas, se revestían de caracteres de acontecimiento, en la soledad en que unas y otras veían transcurrir su vida.

      Sergio esperaba con impaciencia el momento en que la marcha de las mujeres le dejase dentro de la casa en libertad de arrojar sus libros y consagrarse a la persecución de Federica. Vió irse rehaciendo sobre la cabeza de su madre el alto moño que nunca quiso trocar por otro peinado; vió cómo Isabel se empolvaba ligeramente ante el espejo... Al fin las vió dirigirse a la puerta. Pero desde la carretera llegó el sonido de un cascabel, y un tílburi tirado por un caballo del país, pequeño y peludo, se detuvo ante la verja; Isabel adivinó:

      —Es Rodeiro.

      Era Rodeiro. Pronto se vió su corpulenta estatura envuelta en el invariable traje de pana de color caramelo. Sus grandes bigotes obscuros dividían en dos la redonda cara picada de viruelas, como si hubiesen pasado por ella un ancho pincel embetunado. Isabel y su madre se miraron, indecisas. Isabel había sentido siempre cierta cordialidad hacia el mocetón. Aun ahora, pese a los cuarenta años de Rodeiro, que hacían resaltar la panza bajo la chaqueta abotonada hasta el cuello como una casaca, la señorita de Abelenda tenía ante él ciertos rubores y ciertas alegres risas inusitadas, y sus ojos vulgares brillaban más. Acaso Rodeiro la había querido secretamente alguna vez. La verdad era que sus atenciones para con ella nunca habían pasado los límites de cortesías de amigo. Cuando perdió casi toda su hacienda y arrendó su casita de la Gándara para marchar a hacerse cargo de su destinejo en Madrid, se afirmó en los contornos que Rodeiro volvería a pedir a Isabel. Rodeiro volvió, pasados tres años, trasladado a la capital gallega; entonces iba frecuentemente a la Gándara, donde una vieja servidora cuidaba de su caserón y del minúsculo huerto. Pero el repatriado no habló jamás de amor con la hija de doña Rosa. Llegaba a veces, bebía un gran vaso de claro vino de la tierra, rogaba a la joven que tocase una canción gallega en el piano, hablaba mal de Castilla, con la estentórea pasión que ponía siempre en sus afirmaciones, y volvía a marchar alegremente. Sergio lo vió ahora entrar, maldiciendo de la inoportuna visita.

      —¿Qué?... ¿Iban a salir?... Me marcho.

      Isabel le disuadió cortésmente:

      —Salíamos por no saber qué hacer. Puede quedarse.

      —¿Es que hay misión en la iglesia?

      Doña Rosa rechazó la sorna de la pregunta:

      —No hay misión, republicanote; no hay misión, aunque buena falta hacía. ¿Es verdad que le da a usted ahora por escribir en El Avance?

      Rodeiro sonrió:

      —¿Quién lo dijo?

      —Lo dijo don Miguel.

      Rodeiro se acomodó en una silla, echando hacia adelante el robusto pecho, que parecía ir a hacer estallar la pana.

      —No; no es totalmente exacto. No puedo negar que los de El Avance me han pedido que les lleve algo alguna vez. Pero hasta ahora estoy indeciso. Lo que hice el otro día fué un suelto contra don Rosendo, el cacique de la Gándara. Bien lo merece, ¿eh?... Ya sabe usted cuánto daño le debo. ¿Leyeron el artículo?... No estaba mal. Firmaba Oriedor, un seudónimo que se me ocurrió: es el apellido al revés.

      Se dejó admirar, retrepado en la silla.

      —Pero de eso a que me haya alistado con ellos, hay un abismo... Yo tengo mis ideas; voy más allá. Creía en Rosales, ¿sabe usted?... En Rosales, sí, ¡caramba!... Tan austero, tan grave, tan puro... Toda aquella gente lo adora. A los «fondos» de El Avance que hace él no hay nada que pedirles. Realmente, el partido tiene fuerza en la ciudad y gana elecciones desde que ese hombre está a su frente... Sin embargo, tengo que confesar que hoy... que hoy me encuentro un poco distanciado de él... Hay cosas...

      Hizo chasquear la lengua, con un gesto de disgusto en la ancha cara. Luego, como adoptando una resolución, contó:

      —Aquí, en confianza... El otro día jugábamos en el Casino... entre amigos... por distraernos... Tallaba yo. Entonces entró Rosales y dió unas vueltas alrededor de la mesa, y al cabo de un rato apuntó una peseta. Ganó. Se me ocurrió pensar: «He aquí una ocasión de conocer a este hombre», y al pagarle grité, como si me distrajese: «Dos, que hacen cuatro», y le dí cuatro pesetas. «Si es el hombre austero que imagino, las devolverá», me dije. Pero Rosales se guardó las cuatro pesetas y se marchó. Al llegar a casa anoté en mi diario: «Todos son unos.» Y para mí es como si le hubiese puesto un epitafio.

      Doña Rosa opinó:

      —No debe usted jugar.

      Él hizo un mohín:

      —No juego casi nunca, más que por distracción. Jugar alguna vez está bien. Debiera ser obligatorio. Presta energía, acostumbra a la conformidad con la desgracia. El jugador piensa: «Ha venido la mala»; y tiene la fortaleza de la fatalidad.

      Isabel le miraba cariñosamente:

      —Y ese ascenso, ¿cuándo llega?

      Él hizo un gesto ambiguo:

      —No sé; le temo mucho al ascenso. Pudieran trasladarme, alejarme de aquí, quizás hacerme marchar otra vez a Castilla. ¡Aquella Castilla horrible, seca, amarillenta!...

      Su amor a la tierra, siempre extremoso desde que advirtió el menosprecio fuera de ella, se agudizó en aquel instante. Suplicó:

      —¿Quiere tocar algo, Sabeliña?

      Isabel sonrió, abriendo con lentitud la tapa del viejo piano de teclas gastadas a través de los años por sus dedos. Pasó el índice y el pulgar en cruz por toda la escala suavemente, sin despertar los sonidos. Inquirió, mirando al techo:

      —¿Y qué quiere que toque?

      —Negra


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