Volvoreta. Wenceslao Fernández-Flórez

Volvoreta - Wenceslao Fernández-Flórez


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para el débil. Cuando, alguna vez, tocaba las manos del niño, siempre frías, frotaba luego las suyas, sin darse cuenta, contra las ropas.

      —¿Me das una manzana?

      —No hay manzanas hoy.

      Retiró un poco la cabeza el pequeño, y se elevaron más los arcos de sus cejas inclinadas hacia afuera, en una constante expresión penosa. La mirada de sus grandes ojos vagó por los árboles. Volvió a hablar, lento, con su tono de mendigo:

      —Sí las hay. Yo las veo.

      El joven le entregó la fruta apetecida, de mal humor. Luego fingió abstraerse en el estudio. Pasó un rato aún. Federica apareció de pronto en el extremo de la calle de arbustos, con un cestón vacío en sus manos. Sergio miró rápidamente para la verja donde, entre yedra, la pálida cara de Juan permanecía aún, contemplándole.

      —¿Todavía estás ahí?—gruñó él, incorporándose.

      Se sentían cercanos, al otro lado de la valla, los pasos de la criada de los Solís, que volvía arrastrando el cochecito del enfermo. Juan ocultó apresuradamente la manzana bajo su ropa y huyó, temeroso. Entonces Sergio volvió a inclinar su cuerpo, medio soliviado, para contemplar a Federica, que había arrojado al suelo el cestón y comenzaba a llenarlo con los frutos de que despojaba a las ramas. Y cuando el joven se vió sorprendido en su mirada por la de la moza, preguntó, como si quisiera justificar su curiosidad:

      —¿Para quién son?

      —No sé, señorito; me mandó doña Rosa.

      Y él volvió los ojos al libro. Pero sentía palpitar su corazón en el cobarde deseo de hablar algo más. Poco a poco, en los quince días que la joven llevaba en la casa, había ido sintiendo crecer su interés por ella. La tez levemente rosada, los grandes ojos cándidos, de verde tono; el pelo del color de la miel, de un rubio apagado; el joven cuerpo arrogante, lleno sin abundancia, de turgencias firmes, había ido grabándose, detalle por detalle, en el recuerdo de él. Noches atrás, en el obscuro corredor que conducía a la cocina, se habían tropezado sin verse. La mano del varón, en la instintiva defensa, se apoyó fuertemente en el pecho de Federica. Ella rió, tras un «¡Jesús!» de susto. Él quiso reir también; pero su mano conservaba la sensación del dulce contacto, y al evocarla aún quemaba más la sangre en sus venas.

      El deseo de hablar, de decir a la joven cualquiera palabra, por banal que fuese, se acrecentaba en aquella soledad del rincón huertano y se hacía en Sergio casi doloroso. Miraba ir y venir la gentileza de aquella figura—quizás demasiado plena ya, demasiado hecha para sus diez y seis años—, y la frase que parecía ir a brotar no se formulaba en su cerebro.

      Federica, al fin, llena la cesta, volvióse hacia él:

      —¿Quiere ayudarme, señorito?

      Y él acudió, y alzaron la carga hasta la cabeza de la servidora.

      —¿Va bien?

      —Va bien; muchas gracias.

      Se alejó hacia la casa. Volvió Sergio a tenderse y a mirar al cielo y a soñar, ahora con un fuerte latido en sus arterias. En el ensueño se refugiaba su timidez de muchacho alejado por la vida aldeana del trato con el sexo femenino. Sus vagos anhelos, los requerimientos de su sana juventud no habían tenido nunca más que una sola concreción sentimental, grotesca—él se lo confesaba: grotesca—. A los diez años Sergio se había enamorado profundamente de Celsa Ruiz, ya casada entonces con Poupariña, José Poupariña, el dueño de la casa del Pinar. Celsa Ruiz era gran amiga de Isabel y solía pasar las tardes en la quinta de los Abelendas. Desde su rincón, Sergio la miraba arrobado. ¿Sabéis lo que son esas prematuras pasiones de los niños, tan frecuentes, tan tiernas, conservadas en un extraño secreto, llenas de detalles conmovedores, que después la gravedad de los años va haciendo olvidar?... Sergio guardó una horquilla caída de la amada cabeza y el hueso de una claudia que ella comió, y vagaba por el Pinar para extasiarse en la blanca casa de Poupariña, y un día en que Celsa le besó como se besa a un niño, Sergio corrió a su alcoba, enloquecido, y se arrojó sobre la blanca cama y rompió a llorar.

      Nunca otro nombre tuvo para él la dulce música de aquel nombre. Su exaltación cristalizó en unos versos absurdos en los que mezcló todos cuantos tópicos habían ido dejando en su memoria las lecturas escolares. Les tituló A C***, con tres estrellitas junto a la C, como escapándose por su boca abierta, como él había visto en dedicatorias análogas. Luego pensó que el nombre de Celsa tenía cinco letras y le pareció imprescindible añadir una estrellita más. Tus ojos—decía el primer verso—Tus ojos causan enojos...

      Dos años duró esta pasión. Celsa dejó de pronto de hacer tan frecuentes visitas a Isabel. Advertía Sergio, alarmado, un evidente desmejoramiento en la amada. Celsa estaba pálida. Celsa tenía unos cercos obscuros en los ojos. El mal fué creciendo. Se hundieron las suaves mejillas, se ensanchó la cintura, se deformó el cuerpo adorado en una lamentable hinchazón. Celsa caminaba lentamente, gemía alguna vez, y, cuando engullía en el amplio mirador, a la hora de la merienda, el sabroso dulce de cerezas de doña Rosa, se lamentaba:

      —Acaso mañana no pueda venir a probarlo. Sírvame un poco más, doña Rosa. ¡Qué manos de mujer! ¡Cómo sabe darle el punto al almíbar!

      Y un día, en efecto, no fué; ni al siguiente, ni en la semana, ni en el mes. Sergio supo que no salía de la casa del Pinar. ¡Oh, si ella muriese!... El rapazuelo se entenebreció, obsesionado por la fúnebre idea; comía poco; vagaba, siempre que podía escapar, por los alrededores de la blanca casita, jaula de la doliente. Cierta noche, después de un día angustioso en que la lluvia había impedido su habitual correría, oyó pronunciar entre la servidumbre, sentada en torno a la amplia mesa de la cocina, el nombre del señor del Pinar. Chinto había estado allí aquella tarde, a llevar un regalo de la señora: un bote del dulce tan grato a la enferma. Entonces Sergio inquirió:

      —Y ¿sabes cómo está doña Celsa?

      —Va marchando—contestó el labriego.

      El niño insistió, tras una pausa, fijos sus ojos en el ascua del hogar, con la emoción de quien teme perder para siempre algo muy caro:

      —¿Quedará siempre así, tan hinchada?

      Estallaron risas unánimes. Chinto, socarrón, uniendo sus manazas en torno al cuenco de barro, replicó:

      —No quedará, hom, si Dios quiere.

      Sergio indagó, cándidamente intrigado por las risas:

      —Entonces, ¿qué tiene?

      —¡Ay—zumbó Chinto—, lo que tiene que te lo explique el señor Poupariña, a ver qué demontres le hizo, que él lo sabe bien!

      Tornaron a sonar las carcajadas chillonas. Rafaela, riente también, censuró:

      —¡Vaya, Chinto!...

      Sergio, azorado ante la hilaridad inexplicable, enmudeció y se fué; pero a solas interrogó al criado:

      —Dime ahora qué tiene doña Celsa.

      —Y ¿qué va a tener, rapaz?... Está embarazada.

      E hizo un breve y brutal comento, riéndose apagadamente, con la negruzca punta del cigarrillo colgando, pegada a un solo labio.

      Aquello fué un golpe de hacha en la pasión infantil. Vibró de indignación y de asco su tierno espíritu. Durante varios días se obsesionaron en su oído las palabras del gañán, y le martirizaban más agudamente aún que un sufrimiento físico. Nada fué entonces tan innoble para él como Celsa. Su imaginación se la representaba de continuo entregada a actos repugnantes, que él no podía precisar concretamente, en unión del protervo Poupariña. Y odió a Poupariña, a sus ojos saltones, que se le antojaron desencajados por curiosidades abyectas, a su barbita de chivo, a sus manos peludas... ¿Cómo podría Celsa soportar las caricias de aquellas manos de ogro?... Celsa murió dolorosamente en el corazón del rapaz; quedó bajo la losa de un recuerdo de humillación y asqueamiento. La revelación brusca


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