Volvoreta. Wenceslao Fernández-Flórez

Volvoreta - Wenceslao Fernández-Flórez


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que tantas veces había tocado ya. Era la favorita de Rodeiro. Como su voz, un poco dura, no le permitía cantar, seguía a boca cerrada las inflexiones de la triste sonata, elevando las cejas, estirando lentamente el cuello con un leve balanceo de su humanidad, cabeceando. Alguna vez se atrevía a pronunciar en falsete una frase del canto, pronto cortada:

      ô pe d’os meus cabezales...

      Una noche en Madrid, oyendo cantar inesperadamente en el Real a las masas Clavé este coro, rompió en sollozos, invadido por una morriña gigantesca, y si al salir del teatro pudiese hacerlo, aquella misma noche hubiese tomado el tren para Galicia.

      Del viejo piano salieron de pronto las primeras notas melancólicas de la balada. Sergio, oculto en un extremo de la amplia galería, abandonó su libro y se asomó. Con esa admirable facilidad con que el alma sabe encontrar en los paisajes el mismo matiz de su sentimiento, le pareció que la gándara toda estaba invadida de aquella misma suave y enamorada tristeza del cantar. Moría el sol, y al morir besaba a la casita y parecía encenderla en rubor. Los pinos del bosque se iban tornando negros. Todo el campo estaba en una gran quietud, y en una negra parcela recientemente roturada, los montoncitos de tierra y raíces ardían lentamente, dejando escapar columnitas de humo blanco y azul. Cuando el disco luminoso y sangriento se hundió subieron haces de luz enrojecida al sereno cielo de otoño, y la serenidad misma de los cielos cayó sobre la tierra toda. Se hicieron más sombríos los hondos surcos de las corredoiras que cruzaban los sembrados como cauces secos; nació tras el bosque la sutil neblina del mar callado; una creciente vaguedad envolvió el verdor de la tierra, la blancura de las casitas diseminadas, el grupo de castaños de un soto; y en una heredad, el agua de un regato brilló de pronto metálicamente, como una lanza de plata tendida en el suelo. La noche nacía abajo, como nace en la aldea; en los surcos hondos y entre las copas de los árboles y bajo los rústicos alpendes y en las laderas de los montes, donde el rudo tojo comenzaba a cubrirse con su hermosa flor dorada. Y en los montoncitos de rastrojo que ardían se hizo más blanco el humo, y en uno de ellos se vió—cuando las sombras crecieron—la mancha roja del ascua. Al final de la gándara, al través de la noche, parpadeó una luz blanquecina: la de la casa del Pinar...

      Sintiéronse, bajo la galería, los pasos pesados de los bueyes que tornaban, conducidos por Chinto, invisibles todos en las tinieblas.

      Y hacia aquel tierno desleimiento de las cosas, hacia aquella dulzura, volaban por las ventanas abiertas las notas de las baladas de melancolía, como si volviesen a la tierra que les hizo nacer, para transformarse en el grato misterio de la noche y ser al día siguiente florecillas de tojo o mariposas, o sumarse perpetuamente al rumor de los pinos o al ronroneo del mar, donde el músico las había hecho cautivas, y en aquella dulzura crecía en Sergio la multiforme ansia juvenil: obscuro deseo de llorar, obscuro deseo de cariño, confuso despertar acongojado de recuerdos: el de un verso, el de un rincón umbroso del pinar, el del cuerpo tibio y duro de Federica...

      Y Federica entró. Dibujóse toda ella en la luz que llegaba del comedor hasta la galería y hasta un trozo del huerto. Fué descolgando del cordel donde se secaban los encajes trabajados por Isabel, puestos aquella tarde al sol. Cuando se acercó al extremo obscuro donde Sergio anhelaba, los brazos del joven la ciñeron fuertemente. En voz muy tenue, junto al rostro de la rapaza, afirmó como si suplicase:

      —¡Te quiero; te quiero!

      Y la besó. El cuerpo de la joven, sudoroso por el ajetreo de la jornada, olía a romero, un humano olor a romero. Y aquel olor se obstinó toda la noche en la memoria de Sergio y le permitió volver a gozar el instante dichoso y paladearlo diez veces, cien veces, con la misma fuerza de la realidad gustada.

      Cuando Sergio veía salir a Federica por el portón con el enorme lío de ropa, bien atado, puesto sobre la rubia cabeza, marchaba él hacia el río por caminos recónditos. Se encontraban allí. Ocurría una vez por semana. El resto del tiempo, encerrados en un disimulo cuidadoso, apenas si podían concederse una breve charla en el jardín, un furtivo beso en un pasillo, un contacto de apariencia casual cuando Federica servía a la mesa. Todo con un sobresalto, con un temor que hacía palpitar sus corazones.

      El río estaba distante, oculto de la casa por la suave curva de la gándara y por tojos crecidos. A sus orillas erguíanse sanguiños y álamos jóvenes de hojas plateadas, que cruzaban sus copas de una a otra margen. Charlaban los novios mientras ella batía en la piedra blanqueada del lavadero las telas chorreantes y enturbiaba el agua con el jabón. Sentía Sergio, viéndola así, un sordo rencor contra la injusticia de la suerte.

      —No debías tú venir al río. Mi madre hace mal en mandarte...

      Ella le miraba riente, sin compartir su cólera:

      —No me hace daño.

      —Tú naciste más bien para señorita.

      Se sentía halagada y suspendía el recio frote en la tela:

      —¿Por qué?

      Y le gustaba oir cómo él analizaba sus gracias: las cejas de trazo fino, el suave color de miel del pelo recogido sobre la nuca, los grandes ojos, la silueta airosa, pese a la redondez especial de las formas. Terminaba él:

      —Tú eres la hija de unos señores que te abandonaron en la aldea. Cuando menos lo pienses te reclama el príncipe, tu padre.

      Una vez preguntó:

      —¿Por qué te llaman Volvoreta?

      Y ella, sencillamente:

      —Por ser así, ¿sabes?, un poco traviesa... Tenía muchos novios... A lo mejor, tres a un tiempo... Los sábados llegaban los mozos de aldeas distantes a llamar a la puerta de nuestra casa para tunar conmigo.

      Él calló, pensativo y celoso.

      —Era por risa, no creas: no me gustaban. Ya ves, en cuanto pude me marché a la ciudad.

      Los domingos eran para el enamorado los días más felices. Esperaba, soñando, la hora de la tarde en que Federica había de obtener licencia para alejarse del chalet. Por la mañana era preciso acompañar a su familia a la misa de Santa María de la Gándara. Atravesaba los caminitos aldeanos sin advertir el airecillo mañanero, lleno de todos los perfumes del monte, ni el brillo del sol, ni aquel aspecto especial de los campos, sin gente más que en las veredas; mujeres engalanadas con pañuelos en la cabeza y refajos chillones o negras faldas de merino, y aldeanos que lucían la blanca camisa de lienzo, y sobre un hombro la chaqueta de remontas de pana; gentes que saludaban respetuosamente, cediendo el angosto paso:

      —Buenos días nos dé Dios, doña Rosa y la compaña. ¿Y luego?... ¿Se va a oir la misa?

      —Para allá vamos.

      —¡Vaya, que Dios les ayude!

      La pequeña iglesia, cercana al mar, amarilleaba bajo los líquenes. La cuerda de las campanas caía sobre la fachada, y el acólito las hacía sonar desde el mismo atrio. Don Miguel decía la misa con lentitud. Después, en el presbiterio, pronunciaba invariablemente un sermón, en el que a veces hasta hacía reproches a personas determinadas, a las que nombraba sin eufemismo. Los aldeanos le oían con sumisión. Sus homilías tenían a veces este tono:

      —Ved el caso de Mingos, el del Pinar, que hizo un pozo en la Xesteira y se gastó todo el dinero que le dieron en la taberna de la Miñoca. Y su mujer anda layando con el hambre y sus hijos también. Después queréis que con estos ejemplos en la feligresía ampare Dios vuestras cosechas, y cuando pedís que cesen las lluvias no vos acordáis de vuestros pecados. En cuanto a María, la de Gayoso, y a Rosendo el Tolo, que den gracias a que están presentes los señores de Abelenda y de la Cruz del Souto, más los del Pinar; si no, bien les iba a poner colorados por los ejemplos que están dando en todas las corredoiras de la Gándara, que parece que no, pero yo bien me entero de todo.

      Después de la misa, en el atrio, los aldeanos formaban grupos pintorescos. Los señores de los contornos que tenían asiento en el presbiterio se detenían también a charlar brevemente antes de seguir los divergentes caminos. El atrio estaba alfombrado de hierba. En un rincón veíase el sepulcro de los Rodeiros—el más hidalgo


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