En el Fondo del Abismo: La Justicia Infalible. Georges Ohnet

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de tu elocuencia, convéncelos, aplástalos, á Marenval sobre todo, que ha estado innoble conmigo, interrumpiéndome continuamente, como si estuviese yo elogiando alguna falsificación de su fécula, que es, dicho sea de paso, la más sospechosa porquería que se ha fabricado nunca en los dos hemisferios!

      —¡Adiós! ya se disparó… exclamó Marenval con desesperación. ¿Quién detiene ese molino de palabras?

      —¡Cállate! gritó el coro de convidados.

      —¡Tragomer! ¡Tragomer!

      Y los cuchillos golpeaban los vasos en cadencia, con un ruido ensordecedor. El joven Maugirón hizo un signo con la mano para reclamar silencio y con voz aflautada dijo:

      —El señor vizconde Cristián de Tragomer tiene la palabra sobre el error judicial y sus fatales consecuencias.

      En seguida se volvió á sentar y un silencio profundo se produjo, como si todos los concurrentes sospechasen que Cristián tenía revelaciones importantes que hacer.

      —No ignoráis, dijo entonces Tragomer, que partí hace dos años para un viaje al rededor del mundo que me ha tenido alejado de París y de mis amigos hasta el otoño último. Durante esos veinticuatro meses he recorrido numerosos y variados países y paseado por ellos mi aburrimiento y mi tristeza. Tenía serias razones para dejar la Francia. Una gran pena había alterado mi vida. Un suceso misterioso, todavía inexplicable para mí, había producido la prisión, el procesamiento y la condena de mi compañero de la juventud, de Jacobo de Freneuse…

      —¡Sí! nos acordamos de aquel deplorable asunto, dijo Chambol, y aun creo que Marenval era algo pariente ó aliado de la familia de Freneuse y que este pobre amigo estuvo muy afectado por el escándalo horrible que produjo el proceso.

      —No es divertido, ciertamente, dijo Marieta de

      Fontenoy, para un hombre como Marenval, que es la corrección y la elegancia mismas, el ver á uno de sus parientes en el banquillo de los acusados.

      Marenval dirigió á la hermosa muchacha una sonrisa de agradecimiento y, tomando una actitud solemne, declaró:

      —Aquello me podía hacer un daño inmenso ante el mundo, en el que acababa de entrar y al que había conquistado, me atrevo á decirlo, por el lujo de mi casa, por la esplendidez de mis fiestas y por mis escogidas relaciones. No hacía falta más para hundirme por completo. Yo era ya un industrial enriquecido en los artículos alimenticios, variedad social difícil de imponer en los círculos y de implantar en la buena sociedad, y tenía que pasar de repente á la situación de pariente de un condenado á muerte… ¡La cosa no era halagüeña!

      —Bien puedes decir, amigo mío, afirmó Lorenza Margillier, que para ser un snob, tuviste una entrada que no fué ordinaria…

      —Yo no soy un snob, dijo vivamente y en tono de protesta Marenval. Solamente, me gusta la distinción en todo. Toda mi vida ha transcurrido en el trato de gente nauseabunda y ya estoy harto. ¡No quiero ya ver más que personas correctas!

      —¡Te dejarías azotar por tutear á un duque!

      —Tienes razón, Marenval; debemos fijar siempre nuestra vista en las alturas.

      —¡Y buscar á los que nos desprecian!

      —En todo caso, corrí gran riesgo de ser despreciado á causa de ese maldito asunto! replicó Marenval con aire ofendido. Así, podéis creer que la cosa me hizo brotar canas…

      —¿Dónde las tienes?

      —¿Te las tiñes?

      —¡Para no exponerlas á enrojecer!

      —Pero, eso sí, cumplí mi deber con la familia de Freneuse, pues me puse á la disposición de la madre del desgraciado y culpable Jacobo.

      —¿Culpable? interrumpió bruscamente Tragomer. ¿Está usted seguro?

      Á esta pregunta, tan directamente formulada, se produjo un efecto de estupor.

      —He participado, por desgracia, de la convicción de los magistrados, del jurado y de la opinión pública, dijo Marenval, pues, en realidad, era imposible dudar. El mismo acusado, en medio de sus protestas, de su exasperación, no encontró ni un argumento, ni un hecho que citar en su defensa. Ni una declaración le fué favorable, y en cambio hubo en contra suya veinte de las más abrumadoras. ¡Oh! Se puede decir que todo contribuyó á perderle, su misma imprudencia, su conducta anterior, todo, en fin. Me duele en el alma hablar así, pero me obliga á ello el convencimiento. No creo, no puedo creer en la inocencia de ese desgraciado, á menos de ser un insensato. Es imposible dudar que mató á su querida, la encantadora Lea Peralli.

      —¿Para robarla? añadió irónicamente Tragomer.

      —Él mismo había empeñado, el día anterior, en el Monte de Piedad, todas las alhajas de la víctima.

      —Entonces, ¿por qué matarla, pues que ella misma le había dado todo cuanto tenía?

      —Las papeletas valían, lo menos veinte mil francos… Jacobo debía una suma igual á la caja del círculo. La deuda fué pagada en el momento preciso, las papeletas fueron presentadas el mismo día y las alhajas desempeñadas… Lea Peralli vivía aún en ese momento; murió aquella misma noche… ¡Ah! Ese maldito asunto está muy presento en mi espíritu.

      —Sí, todo lo que acaba usted de contar es exacto, repuso Tragomer; el pobre Jacobo desempeñó las joyas, pero negó siempre haber vendido las papeletas. Pretendía que el verdadero asesino las había robado y desempeñado las alhajas antes de que el crimen fuese conocido. Pues bien, si Jacobo no hubiera cometido el crimen por el cual fué condenado, ¿qué diríais?

      Esta vez el bello Cristián no pudo dudar de que se había apoderado de su auditorio. Todos se callaron y sus ojos fijos en él con apasionado ardor, sus actitudes violentadas por una intensa curiosidad, indicaban el interés que había sabido excitar en todos los espíritus.

      —¿Y entonces? preguntó, por fin, Marieta.

      —Entonces, dijo lentamente Tragomer, creo que se ha cometido en este asunto un error judicial y que nuestro amigo Maugirón hablaba hace un momento con mucha razón.

      —Yo he conocido mucho á Lea Peralli, dijo Lorenza Margillier. Era una muchacha muy agradable y que cantaba deliciosamente.

      Los demás perdieron la paciencia y, no pudiendo contentarse con tan poco, exclamaron:

      —¡La historia! ¡La historia! ¡En esto hay una historia!

      —Sí, por cierto, respondió tranquilamente Tragomer; pero no esperéis que os la cuente.

      —¿Por qué no?

      —Porque sé que tengo que habérmelas con las diez lenguas mejor cortadas de París, y no quiero que mi secreto…

      —¿Hay un secreto?

      —Que mi secreto corra mañana por las calles, por los salones y por los periódicos.

      —¡Oh!

      Aquello fué un grito de reprobacción general y el mismo Maugirón abandonó el partido de Cristián y se pasó al enemigo, gritando más fuerte que todos.

      —¡Abajo Tragomer! ¡Fuera Tragomer!

      Pero el noble bretón les miraba con sus hermosos y tranquilos ojos, y escuchaba impasible sus maldiciones, el codo sobre la mesa y la barba apoyada en la mano. Dejó que se exhalase el descontento general y dijo con voz sosegada:

      —Si el señor Marenval quiere escucharme, voy á contarle lo que sé.

      —¿Y por qué á él y no á nosotros?

      —Porque él está unido á la familia de Freneuse y porque, como él decía hace un instante, esos sucesos le han hecho sufrir grandemente. Es, pues, equitativo darle hoy ocasión de sacar algún provecho…

      —¿Y


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