En el Fondo del Abismo: La Justicia Infalible. Georges Ohnet

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has encontrado la horma de tu zapato. Tragomer es todavía más fastidioso que tú.

      —¡Como! ¿No dejáis quedarse ni á Chambol, el indispensable Chambol?

      —Son las once, dijo Tragomer, y la ópera reclama á Chambol: hoy hacen Coppelia. Si no va por allí, ¿qué dirán las bailarinas?

      —¿Veis, amigos? Nos esforzamos por ser buenos y no se nos hace quedar…

      —¡No! Marenval; excusas insistir para que nos quedemos…

      —¡Es inútil que nos supliques; somos inflexibles Nos vamos, Marenval, nos vamos.

      —Entonces, no hagáis el tonto, dijo Marenval con solemnidad. Las circunstancias, como veis, son graves. Dejadme amablemente con Tragomer. Y en recompensa…

      —¡Ah! ¡ah! Un regalo! exclamaron las damas.

      —¡Bueno! sí, un regalo, dijo Marenval. Mañana, en todo el día, recibiréis un recuerdo mío.

      Las mujeres batieron palmas. La generosidad de Cipriano era conocida: el recuerdo sería de valor. Maugirón entonó, con la música de la marcha del Profeta:

      —¡Marenval! ¡Honor á Marenval!

      Y todos entonaron en coro el himno solemne hasta que el héroe de aquel homenaje les interrumpió diciendo:

      —¡Silencio! Vais á hacer venir los comisarios del círculo. Sed razonables y marchaos con orden. Un beso y buenas noches.

      Todas aquellas bonitas caras se aproximaron á los labios glotones de Marenval y se rozaron con su rudo bigote. Se cruzaron unos cuantos apretones de manos y la alegre cuadrilla pasó al salón inmediato para vestirse. Marenval cerró la puerta, y una vez solo con Tragomer, se sentó de nuevo, encendió un cigarro y dijo al joven:

      —Ahora, podemos hablar.

      —Bien sabe usted, querido amigo, los lazos de cariño que me unían desde la niñez á Jacobo de Freneuse. Hemos sido compañeros de colegio y servido juntos en el regimiento. Nuestra existencia ha sido, por decirlo así, común. He participado de todas sus locuras juveniles. No hemos sido ciertamente muy moderados en nuestros placeres y con frecuencia hemos dado lugar á críticas, pero estábamos llenos de ardor y de fuerza y merecíamos un poco de indulgencia.

      —Usted sí, amigo mío, usted, que siempre ha conservado, aun en los excesos, una corrección perfecta; pero Jacobo…

      —Sí, bien sé; Jacobo pasaba los límites y no sabía detenerse á tiempo. Era un exagerado y así en los goces como en las penas iba hasta el último extremo… Le he visto llorar arrepentido en los brazos de su madre, como un niño, después de alguna calaverada gorda, lo que no le impedía repetirla el día siguiente. Lo peor del caso era que la fortuna de su familia no permitía las prodigalidades á que él se entregaba, por lo que, disipada la herencia de su padre, mi desgraciado amigo tuvo que estar á cargo de su madre y de su hermana.

      —¡Ah! querido amigo, ahí es donde yo dejé de comprenderle y me hice severo para él. Mientras no hizo más que derrochar su capital, le juzgué imprudente, sabiendo que era incapaz de bastarse á sí mismo, pero no le vituperé. Cada cual tiene derecho de hacer lo que quiere de su dinero. Uno atesora y otro malgasta; cuestión de gusto. Pero imponer sacrificios á los parientes, estar á cargo de dos pobres señoras para ir después á correrla con mujeres perdidas, creo que merece todas las severidades.

      —No es usted el único que piensa de ese modo; todos los consejos que le dí entonces estuvieron conformes con los principios que usted sustenta muy justamente. Pero Jacobo, arrebatado por la fuerza de las pasiones, no tuvo en cuenta mis advertencias. Me respondía que á mi me era fácil la moral, porque la basaba sobre cien mil libras de renta; que los ricos tenían gran facilidad en predicar la virtud á los que están sin un céntimo y que, ciertamente, si él pudiera no contraer deudas, sería el hombre más feliz del mundo. Y las contraía, lo sé por experiencia. Si le hubiera dejado hacer, hubiera dado al traste con mi caja, pero, aunque le quería tiernamente, tuve que calmar su afición desmedida á pedirme prestado, porque vi que muy pronto me pondría en apuro, sin salir de ellos él mismo. Por otra parte, la señora de Freneuse me suplicó que no fomentase con mi dinero los desórdenes de Jacobo. La pobre señora creía que se detiene un caballo desbocado tirándole de las riendas, como si toda presión y toda resistencia no sirviesen, por el contrario, para exasperar su locura.

      —¿No existió en aquel momento un proyecto de enlace entre la señorita de Freneuse y usted?

      Tragomer palideció y su cara tomó una expresión dura y dolorosa. Sus ojos se hundieron bajo las cejas y su color azul se ensombreció como un lago sobre el cual pasa una negra nube. Bajó la voz y dijo:

      —Me recuerda usted uno de los momentos más dolorosos de mi vida. Sí, yo amaba y amo aún á María de Freneuse. Iba á casarme con ella cuando ocurrió la catástrofe… Parece que estoy viendo á la madre de Jacobo cuando llegó á mi casa una mañana, medio loca de dolor y de espanto, se dejó caer en un sofá, pues no podía tenerse en pie, y me dijo sollozando: acaban de prender á Jacobo… en casa… hace un momento…

      —¿Se acababa de descubrir la muerte de Lea Peralli?

      —Sí, se acababa de encontrar en el cuarto de Lea una mujer muerta de un tiro de revólver y con la cara enteramente desfigurada por la herida…

      —¡Una mujer! repitió Marenval, muy extrañado de la forma de la frase y del tono en que Tragomer la había dicho. ¿Acaso duda usted que la muerta fuese Lea Peralli?

      —Lo dudo.

      —Pero, amigo mío, replicó Marenval con viveza, ¿por qué no ha dicho usted eso más pronto? ¿Al cabo de un año viene usted á aventurar una opinión tan extraordinaria? ¿Quién le ha impedido á usted hablar en el momento del proceso?

      —En aquella época no tenía las mismas razones que hoy para dudar.

      —Pero, ¿cuáles son esas razones? ¡Diablo! ¡Me hace usted saltar con su sangre fría! Cuenta usted cosas que le hacen á uno caerse de espaldas, con el tono de un caballero que está leyendo los carteles de los teatros… ¿Por qué cree usted que Jacobo de Freneuse no ha matado á Lea Peralli?

      —Pues, sencillamente, porque Lea Peralli está viva.

      Esta vez Marenval se quedó aturdido. Abrió la boca, pero no acertó á articular ningún sonido; sus ojos se abrieron desmesuradamente y toda su emoción se tradujo en un movimiento de cabeza y un chasquido de manos, aplicadas con fuerza al borde de la mesa. Pero Tragomer no le dió tiempo para reponerse y añadió en seguida:

      —Lea Peralli está viva. La he encontrado en San Francisco, hace tres meses, y justamente porque tuve el convencimiento de que la tenía delante, di por terminado mi viaje y he vuelto á Francia.

      El entusiasmo que este relato produjo en Marenval fué más fuerte que su escepticismo. Se levantó, dió la vuelta al comedor y dijo con voz entrecortada:

      —¡Increíble! ¡Asombroso! Este Tragomer… Ahora comprendo por qué ha hecho marcharse á los demás… ¡Vaya un escándalo que hubieran armado! ¡Este sí que es asunto!

      Cristián, con mucha calma, le dejaba agitarse y hacer exclamaciones de asombro y esperaba que su interlocutor volviese á él, atraído por su violenta curiosidad. No le miraba; su vista parecía seguir una visión lejana mientras una triste sonrisa se dibujaba en sus labios. Después de un instante de silencio, dijo lentamente:

      —Cuando pienso que Jacobo está rodeado de bandidos, encerrado en un presidio por un crimen que no ha cometido, se apodera de mí una profunda tristeza. No hay destino más espantoso que el de un desgraciado que oye afirmar violentamente su culpabilidad, que oye probarla, á quien se arroja en un calabozo y se pone en incomunicación, y que al oirse insultar en el despacho del juez de instrucción y en el banquillo, sufre en público la agonía moral y física del más atroz martirio y repite á los demás y á si mismo hasta volverse loco:


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