En el Fondo del Abismo: La Justicia Infalible. Georges Ohnet

En el Fondo del Abismo: La Justicia Infalible - Georges Ohnet


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      La identidad de las dos mujeres, debilitada por las diferencias de aspecto y de expresión que había observado, así como por las imposibilidades materiales de tiempo, de condición y de nacionalidad que se deducían de las noticias de Pector, se encontraba restablecida por la intervención de aquel desconocido que, evidentemente, me señalaba á Jenny como peligroso. Á este pensamiento acudían á mí todas mis angustias y me sentía poseído por una viva curiosidad. Poco me importaba ya la cantante; lo que yo deseaba era saber quién era su compañero, aquel francés que me conocía y cuya presencia debía, por sí sola, aclarar la situación.

      Llegados al palco, Pector me dijo:

      —¿Nos quedamos?

      —La verdad es, respondí, que me duele un poco la cabeza. Hace seis meses que no asisto á fiestas semejantes y todas las notas de la partitura me bullen en el cerebro. Creo que me vendría bien tomar el aire.

      —Entonces despediré el coche y volveremos á pie.

      Á poco tiempo salimos á la calle y nos pusimos á pasear por los inmensos barrios de la ciudad, fumándonos un exquisito cigarro. La casualidad nos llevó á la plaza en que está erigido el monumental edificio del Ayuntamiento.

      —¿Dónde está el hotel de los Extranjeros? pregunté.

      —Enfrente de nosotros; esa gran fachada iluminada. No es una casa de diez y siete pisos como las de Nueva York; aquí tenemos sitio abundante para edificar. ¿Quiere usted entrar? Hay un magnífico restaurant

      Pector servía á maravilla mis designios con su manía americana de pasear por los sitios públicos y de entrar en todos los cafés á tomar un emparedado y un cocktail. Acababa yo de formar el proyecto de esperar á Jenny delante del hotel para sorprenderla con su compañero. Un presentimiento me decía que habría de volver con él y que allí, en un segundo, podría yo saber el secreto de aquella mujer. Porque, no era posible dudar; Jenny tenía un secreto. Seguí á mis compañeros al interior del hotel, me senté con ellos á una mesa llena de esos refrescos que abrasan el cuerpo, y pasado un rato llamé al mozo.

      —¿Á qué hora acaba el teatro?

      —Á eso de las doce.

      —Gracias.

      Pector me preguntó riendo:

      —¿Cómo es eso? ¿Quiere usted acechar á Jenny Hawkins?

      Parecía que el americano había leído en mi pensamiento.

      —En verdad, respondí, me gustaría ver cómo es en la calle después de haberla visto en la escena. Las mujeres pierden de tal modo cuando dejan el traje y la pintura… Así, si no vale la pena, suprimo mañana mi visita.

      —Créame usted; vale la pena.

      —¡Qué diablo! Voy á verlo.

      —Vaya usted, pues. Aquí le esperamos.

      Salí precipitadamente, aprovechando aquella libertad de acción conquistada con tanta suerte y que tanto deseaba. Ya no me faltaba más que obtener de la casualidad el favor de encontrar al paso á la cantante. El portero, á quien di un dollar, se encargó de darme noticias.

      —Milord, esa señora baja del coche en el zaguán, atraviesa el vestíbulo, sube por esa escalera y se mete en su habitación, que está en el primer piso… No tardará en llegar…

      Salí á la acera y me levanté el cuello del gabán. Hacía frío aquella noche, aunque estábamos en abril, y, fumando y paseando, me decidí á esperar. El piafar de los caballos y el ruido de las ruedas, me advirtieron á los pocos momentos que llegaba la diva. El portero se adelantó para ayudarla á bajar, se abrió la portezuela, y Jenny, cubierta de pieles, descendió ligera, enseñando una pierna admirable. Miró al rededor, me echó una mirada sin conocerme, pues escondí la cara en el cuello del gabán y arrojé una gran bocanada de humo, y dirigiéndose á una persona que estaba en el interior del coche, dijo en francés:

      —Vamos, amigo mío.

      Cuando el interpelado se disponía á bajar, me dirigí hacia él. En aquel momento me creí seguro de poseer la clave del misterio, pero el hombre, que sacó un poco la cabeza, me vió y se volvió á meter vivamente en el carruaje. No le oí más que esta palabra dicha en un tono breve y como de advertencia:

      —¡Jenny!

      Aquella voz era la misma que había oído en el teatro. La cantante, alarmada, se aproximó á la portezuela, se inclinó hacia el interior y dijo, volviéndose hacia el cochero:

      —Plaza del…

      Giró sobre sus talones, entró como un relámpago en el vestíbulo y desapareció. El coche dió la vuelta y partió rápidamente sin que me fuese posible ver al que le ocupaba. El portero se aproximó y me dijo.

      —Hermosa mujer, milord. El caballero no ha subido esta noche con ella… Si milord quiere escribirla, yo puedo entregar la carta.

      Dí otro dollar á aquel complaciente criado y volví á entrar en la sala donde Pector y Raleigh estaban saboreando sus licores nacionales.

      —Y bien ¿qué hay? preguntó el banquero.

      —Decididamente tenía usted razón. Vendré mañana.

      Nos fuimos á dormir, pero la mañana siguiente, á la hora del desayuno, entró Pector en el comedor con una carta en la mano.

      —Mi querido vizconde, me dijo, no tiene usted suerte en sus aventuras galantes. El director de la Ópera acaba de avisarme que la compañía italiana no hace función esta noche. La Hawkins cogió anoche frío y no puede cantar; pero como debe estar pasado mañana en Chicago, se va ahora mismo en el rápido. Adiós cita. Aquí tiene usted una carta que le han traído y en la que Jenny se excusa, sin duda.

      Abrí el sobre y en un cuadrado de bristol en una de cuyas esquinas se veía la cifra J.H., rodeada por el lema Never more, leí estas líneas:

      "Siento infinito privarme de su visita que me hubiera causado gran placer, pero los artistas no son siempre dueños de su voluntad. Parto para Chicago y Nueva York, donde permaneceré algunas semanas. Si los azares del viaje le llevan á usted por allí, celebraré que me conceda una compensación. Un amistoso apretón do manos. Jenny Hawkins".

      Me quedé pensativo. Mis dos compañeros se burlaron de lo que ellos llamaban mi sentimentalismo, pues no podían sospechar las graves preocupaciones y los punzantes cuidados que me producía aquella brusca partida. Después de los incidentes que se produjeron al ponerme en presencia de la cantante, su indisposición, fingida sin duda, y su empeño en huir de mí eran una confirmación de mis sospechas, casi una confesión.

      Reflexioné profundamente sobre aquella situación. Si Lea Peralli, por un encadenamiento de circunstancias inexplicables para mí, vivía, mientras Jacobo de Freneuse sufría una condena por haberla matado, era evidente que este misterio encubría una monstruosa iniquidad. Adopté, pues, la resolución irrevocable de esclarecer y reparar el mal causado á mi infeliz amigo. Pero no era en América, vasto continente por el que Jenny Hawkins andaba errante, donde yo podía seguir una pista, proceder á una averiguación y tratar de restablecer la verdad. Allí estaba solo, sin apoyo ni recursos, completamente desarmado. El crimen se había cometido en Francia; en Francia, pues, convenía intentar la revisión del proceso, y la precaución más elemental que era preciso adoptar era evitar todo contacto con Jenny y con su compañero desconocido. Convenía dejarles reponerse do su alarma y hacerles tomar confianza á fin de sorprenderles mejor cuando llegase el momento. Era, pues, preciso, ante todo, que no oyesen hablar más de mí.

      Tomada esta resolución, me atuve absolutamente á ella. Atravesé la América, me embarqué en Nueva Orleans y he llegado á París hace tres semanas. Durante este tiempo me he ocupado en reanudar mis relaciones, un tanto enfriadas por una ausencia de diez y ocho meses, y en buscar una ocasión de romper las hostilidades. Esa ocasión ha llegado esta noche. Á usted, amigo Marenval,


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