En el Fondo del Abismo: La Justicia Infalible. Georges Ohnet

En el Fondo del Abismo: La Justicia Infalible - Georges Ohnet


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nos abandone.

      —¡Abandonar á ustedes! exclamó el excomerciante. ¿Me creen ustedes capaz de ello? Yo les probaré que soy fiel y valiente y que…

      Un gesto de la señorita de Freneuse le detuvo en aquel movimiento de expansión. Más tranquila que su madre, la joven, desde el principio de la entrevista, había estudiado la actitud de su pariente y había visto todo lo que tenía de embarazosa y violenta. Entre las seguridades del Marenval presente y las reticencias del Marenval pasado había tal desacuerdo, que eran necesarias muchas palabras para ponerlas en armonía. Un orador mucho más elocuente que Marenval hubiera fracasado en tal empresa. Pero, por fortuna, la madre y la hija no habían retenido de cuanto había dicho sino el calor de su discurso y se habían sentido penetradas de una alegría secreta al recobrar un rayo de esperanza. La señorita de Freneuse resumió en dos palabras la situación:

      —Mi querido primo, usted no creía antes en la inocencia de mi hermano y ahora, por una razón que no conozco, cree en ella.

      Marenval dirigió á las dos mujeres una mirada de entusiasmo y dijo con una expresión que les arrancó las lágrimas:

      —¡Es verdad! Ahora creo que Jacobo es inocente. Pero no basta creerlo; hay que probarlo. Está muy bien que nosotros, en familia, nos consolemos con buenas palabras, pero no olvidemos que el fin único de nuestros esfuerzos debe ser una rehabilitación ruidosa. ¿Han pensado ustedes en intentarla?

      La señora de Freneuse bajó la cabeza con desanimación.

      —¿Cómo podemos pensar en ello? La más horrible desgracia del mundo es sentirse impotente, no ya para demostrar la realidad de un hecho en el que una cree como en Dios, sino para discutir, siquiera, su posibilidad. Estamos hace dos años anonadadas bajo el peso abrumador de la condena. Y me atrevo á confesar á usted, Marenval, que para no dudar de la inocencia de mi hijo he tenido que apartar la vista de las acusaciones dirigidas contra él, pues, examinadas una por una, son de tal manera graves, terribles, probadas, que hubiera tenido que negar la evidencia y eso era para mí un terrible suplicio. He tenido, pues, que refugiarme en una especie de negación fanática, que excluye todo razonamiento, toda claridad, y que es tan sólo el grito de mi corazón de madre. No creo en el crimen de Jacobo porque Jacobo es mi hijo y un hijo mío no ha podido cometerle. Á todos los argumentos, á todas las pruebas he respondido siempre, desde el fondo de mi conciencia: ¡Es mi hijo! ¡Es inocente! Pero, amigo mío, si tuviera que demostrar su inocencia, ¿qué hacer? ¿Dónde encontrar la fuerza de inteligencia suficiente para anular las pruebas acumuladas? ¿Cómo convencer á los jueces? El mismo abogado de Jacobo, ese admirable señor Duranty que defendió á mi pobre hijo con tan apasionada elocuencia, me decía, después de la vista: ¡Yo no sé! Cuando le oigo gritar que no es culpable, creo. Cuando estudio la causa, dudo.

      —¡Oh! sí, querida prima. Las pruebas acumuladas contra él eran decisivas. Yo mismo fuí cegado por ellas, puedo confesarlo puesto que estamos hablando con toda franqueza. He creído durante mucho tiempo que el pobre Jacobo, enloquecido, arrebatado por la necesidad de dinero, pudo, en un momento de irresponsabilidad… Sí, he admitido que pudo ser criminal. Pero desde ayer he cambiado por completo y soy tan ardiente partidario de la inocencia de ese muchacho como antes estaba dispuesto á creer en su culpa.

      —¿Y por qué desde ayer? preguntó la señorita de Freneuse. ¿Por qué esa modificación de su espíritu? ¿Quién la ha causado? ¿Ha sabido usted algún hecho que ilumine la situación con una luz nueva? Mi madre nos ha declarado sus esfallecimientos, pero yo no he participado de ellos, sépalo usted. Cuando todo el mundo abandonaba á mi desgraciado hermano, yo, en toda conciencia, he permanecido fiel á su causa. He buscado y busco aún el medio de explicar este misterio impenetrable. Puede usted, pues, hablar; me encontrará preparada á escucharle y á comprenderle.

      Marenval miró á la joven con enternecimiento.

      —Sí, ya sé, María, que usted no ha transigido y ha desterrado de su corazón á todos los que no hicieron causa común con usted en aquellas terribles circunstancias. Anoche hablé con un hombre que amaba á usted tiernamente y al que usted alejó sin piedad…

      La fisonomía de la señorita de Freneuse se puso sombría. La joven se irguió mostrando su alta estatura. Sus labios se estremecieron, pero no pronunciaron ni una palabra. Todo, en su actitud, demostraba un doloroso desdén.

      —Se trata de Cristián Tragomer… Añadió Marenval.

      Pero se calló, al ver que aquel nombre producía un efecto tan inesperado.

      —Me figuraba que quería usted referirse al señor de Tragomer, dijo fríamente María. Pues bien, querido primo; si quiere usted complacerme, no me hable jamás de él. Mi madre y yo le hemos borrado de nuestro recuerdo como él nos borró de su corazón. En la hora en que teníamos necesidad de todos nuestros amigos, él dió el ejemplo de la deserción, y su abandono, lo confieso, fué el que más nos afectó en aquellos tristes momentos. Era mi prometido; se avergonzó de mí; ya no le conozco.

      —Tragomer ama á usted todavía.

      —Me alegro, dijo María con firmeza. Eso le hará sufrir…

      Se pasó la mano por la frente, se volvió hacia su madre, que escuchaba en silencio, y dijo arrodillándose en un taburete cerca de ella:

      —Perdón, mamá. He distraído al señor Marenval de una conversación cuyo fin espera usted con impaciencia, para hablar de cosas miserables. No volverá á suceder.

      —Querida niña, dijo Marenval con bondad; tendremos ocasión de vernos con frecuencia, pues vamos á emprender una campaña que puede ser larga. No violentemos nada, ni en lo que se refiere á las cosas ni en lo relativo á las personas. Día vendrá en que se aclaren muchos puntos y se expliquen muchas actitudes. En este momento no quiere usted que le hable de Tragomer; más adelante, quién sabe si me pedirá que se le traiga. Cuando usted sepa lo que ha hecho y lo que está dispuesto á hacer en su servicio, acaso sea más indulgente. En todo caso, debe usted saber que él es la causa de que esté yo aquí. Yo no pensaba intentar nada en beneficio del desgraciado Jacobo, lo confieso humildemente, pero ese diablo de Cristián me ha sublevado con unas noticias tan inesperadas, que no he podido permanecer indiferente…

      —Pero, en nombre del cielo, ¿qué ha descubierto? dijo la señora de Freneuse con tal expresión de angustia que su hija la abrazó para calmarla.

      Marenval movió la cabeza con aire de importancia.

      —Mi querida prima, no me pregunte usted nada, porque no podría hablar. El éxito, que es posible, se obtendrá solamente al precio de una discreción absoluta. Una palabra imprudente lo comprometería todo. Esperemos. Nunca ha habido probabilidades más favorables, pero tiene usted que consentir en marchar á ciegas por la ruta que vamos á emprender.

      —¡Oh! ¡Dios mío! Si la salvación tiene ese precio, consiento en todas las pruebas que quiera usted imponerme. Desde hace dos años vivo en una tumba; gracias á usted, penetra en ella un débil rayo de luz. ¡Bendito sea usted por el bien que me hace!

      —Si bien no debo hablar de nuestras nuevas esperanzas, querida prima, hay, sin embargo, cosas sobre las cuales necesito datos. En interés de todos, pido á usted, pues, que me responda sin reticencias.

      —Pregunte usted. Mi memoria se ha debilitado, pero lo que yo no recuerde podrá precisarlo mi hija.

      —Entre los amigos de Jacobo, había uno más intimo, más querido que los demás y que se había criado con él; el conde Juan de Sorege.

      La señora de Freneuse respondió vivamente:

      —Sí, Juan de Sorege… Era un excelente muchacho, de muy buena familia. Quise mucho á su madre, que murió siendo Juan muy joven… Éste creció con Jacobo y los dos muchachos no se separaban durante su juventud… Fué menester que contrajeran relaciones nuevas, las que tanto daño han hecho á mi hijo, para separarlos…

      —¿No figuraba el conde de Sorege entre sus malas compañías?

      —Al


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