En el Fondo del Abismo: La Justicia Infalible. Georges Ohnet

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      —Como el mejor que pudiera tener.

      —¿Era rico ese joven?

      —No; y precisamente por eso se alejó de mi hijo, pues no quiso contraer deudas para asociarse á sus gastos… ¡Ese fué el principio del desastre!

      —Perdóneme usted si insisto, pero es de toda necesidad. ¿Cuando Jacobo conoció á esa desgraciada mujer que le condujo á la locura… á esa Lea Peralli, estaba todavía Sorege en buena amistad con él?

      —Seguramente. Hasta hubo escenas entre Sorege y Jacobo á propósito de esa mujer. El conde hizo todo lo del mundo por decidirle á romper con ella. Llegó á escribirle que su amada le engañaba y á ofrecerle el medio de sorprenderla.

      —¿Y esa carta existe?

      —La entregué á la justicia y debe figurar en la causa. La encontró nuestro criado en el cuarto de Jacobo… Á consecuencia de esto, se produjo un violento altercado entre mi hijo y su amigo… Estuvieron á punto de batirse… Pero amigos comunes arreglaron el asunto.

      —¿No ha manifestado nunca Jacobo sentimientos de rencor ó de hostilidad hacia su antiguo amigo, después del acontecimiento?

      —No, que yo sepa. Pero si yo no he tenido nunca más que confianza y simpatías hacia el señor de Sorege, debo reconocer que no todo el mundo pensaba como yo en mi casa.

      —¿Quién le era desfavorable?

      —Mi hija, primeramente, á quien siempre desagradó Sorege, y después nuestro criado Giraud, que nunca le pudo tragar.

      —¡Ah! ¿María encontraba sospechoso al amigo de su hermano?

      —No me hagan ustedes decir lo que no pienso, replicó vivamente la señorita de Freneuse. De ningún modo querría dañar en vuestro concepto al conde de Sorege. Tiene un carácter que no me agrada; no hay más.

      —¿Y qué carácter es el que usted le atribuye?

      —Se mostraba altanero y burlón, y á mí me cuesta trabajo soportar ese modo de ser. Calculaba fríamente y no obraba jamás á la ligera. Era un hombre práctico ante todo. Lo contrario del pobre Jacobo que no reflexionaba jamás y se metía en las dificultades sin saber cómo saldría de ellas. Yo reprendía el aturdimiento del uno, pero lamentaba la previsión del otro. Encontraba exceso en los dos y si mi hermano me parecía loco, Sorege me resultaba demasiado hábil.

      —¿Hábil hasta la astucia?

      —No lo sé, querido primo; lo que he dicho no es más que una impresión. Nunca he sabido cómo se conducía el señor de Sorege en la vida sino por lo que contaba mi hermano, y éste no podía hablar con libertad delante de mí. Mi impresión, pues, no se ha confirmado por hecho alguno, pero se ha fijado muy clara en mi mente y ha permanecido en ella.

      Marenval miró á la señora de Freneuse y dijo:

      —Ese juicio no se puede considerar como desfavorable en los tiempos que corren. Un individuo demasiado hábil tiene condiciones excepcionales, hoy en día, para lograrlo todo. Pero María juzga al señor de Sorege desde un punto de vista especial, como hombre de mundo y no como hombre de negocios. Eso es lo que hace su censura perfectamente comprensible. En resumen, para la señora de Freneuse, Sorege es un hombre honrado al que ha sentido ver alejarse de su hijo; para María, Sorege es un mozo frío y calculador, decidido á hacerse sacar las castañas del fuego y qué no vacila en herir un poco al vecino al hacer su negocio.

      —¿Pero por qué esas preguntas? dijo la señora de Freneuse.

      —Se nos ha dicho que seríamos interrogadas, mamá, dijo la joven sonriendo, pero no que se nos explicaría nada. Tengamos paciencia.

      La anciana hizo un gesto de resignación.

      —Ya estamos acostumbradas…

      Marenval se levantó

      —Querida prima, dijo en el tono más afectuoso; dejo á usted, pero volveré á verla muy pronto. Nuestras conferencias serán frecuentes, lo que espero que no les será desagradable. Estoy impaciente por aclarar á ustedes la situación, pero antes es preciso que me la aclare á mi mismo. Al bajar, si ustedes lo permiten, voy á hablar con el buen Giraud.

      Marenval estrechó la mano de la anciana y María acompañó á su aliado por varias piezas desamuebladas y tristes hasta llegar al vestíbulo. Una vez allí, dijo á Marenval dirigiéndole una límpida mirada:

      —Suceda lo que quiera, gracias por el consuelo que nos ha traído usted. No olvidaré nunca que ha sido usted el primero que ha participado de nuestra convicción en cuanto á la inocencia de mi pobre hermano.

      Marenval movió la cabeza.

      —No es usted justa, mi hermosa prima, porque el primero que ha participado de esa convicción no se llama Marenval, sino Tragomer.

      María frunció las cejas, hizo un nuevo ademán afectuoso y, sin añadir ni una palabra, volvió á entrar en las habitaciones.

      Giraud presentó á Marenval su gabán de pieles.

      —Un instante, amigo mío, dijo el antiguo fabricante de pastas; tengo que decir á usted dos palabras antes de marcharme. ¿Dónde hablaremos sin que se nos moleste?

      —Si el señor quiere entrar en el recibimiento, no habrá riesgo de que nadie entre… ¡No! Jamás viene nadie… Marieta está en la cocina y la doncella arriba, en el cuarto de costura. Estoy á las órdenes del señor… ¡Ah! aquí el servicio de la puerta es una ganga… ¡Esto es una tumba! ¡Una verdadera tumba!

      Marenval se apoyó en la chimenea para no sentarse dejando en pie al viejo criado de cabello blanco. El comerciante enriquecido tenía esos rasgos de delicadeza y se mostraba siempre dulce con los humildes.

      —Giraud, dijo; tengo que hablar á usted de su señorito y de los amigos de éste… Hay cosas que los padres no saben nunca y que son siempre conocidas de los servidores… He preguntado á las señoras y quiero ahora interrogar á usted. Respóndame, pues, con toda franqueza y sin omitir nada.

      —El señor puede estar tranquilo; contaré cuanto sepa. No tengo nada que temer ni que perder. Cualquier daño que pudiera hacérseme no sería mayor que el que sufrí el día en que prendieron á mi pobre señorito. Un muchacho que se encaramaba en mis rodillas cuando era pequeño y al que iba á buscar al colegio todos los domingos cuando estaba estudiando. ¡Ah! señor, cuántas infamias hay en el mundo… No son las personas honradas las mejor tratadas.

      —¡Entonces, está usted también convencido de la inocencia de Jacobo?

      —¿Convencido, señor? Eso es poco. Pondría mi cabeza en un tajo á que no tuvo nada que ver en todo aquel asunto. No había más que verle en el primer momento cuando vino á buscarle aquel salvaje de comisario, para saber que no había hecho nada y que no sabía siquiera de qué se trataba. Si yo no hubiera reprimido mi primer movimiento, entre Miguel, el cochero, y yo, hubiéramos metido en la cueva, como un paquete, al tal comisario y le hubiéramos guardado allí hasta que el señorito se hubiera puesto en salvo. Una vez libre, él hubiera sabido demostrar que no había matado á aquella mujer… ¡Él, señor, él, matar una mujer! ¡Un joven que se hubiera arrojado al agua para salvar un perro de la muerte! ¡Hase visto estupidez semejante! Matar á aquella mujer… ¿Para qué, si la amaba? ¿Para robarla? ¡Buena idea! El pobre muchacho le había dado cuanto tenía. ¡Oh! Ella estaba muy celosa de él. Una tarde, en que vino á hablarle, estaba como loca de pena. Se estuvo en el vestíbulo, sentada al lado de la ventana y llorando como una Magdalena. Me ofreció todo lo que yo quisiera, su portamonedas, una sortija con un brillante, para que la dejase subir al cuarto del señorito Jacobo. Por más que le decía: "Pero, señora, si el señorito no está en casa… ¿Qué adelantará usted con ver su cuarto? Podría usted encontrar á su madre ó á su hermana y, ya ve usted, ¡qué escándalo! ¡No piense usted en tal cosa!", ella me respondía sollozando? "¡Oh! ¡Preferiría matarme!" Yo estoy convencido


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