En el Fondo del Abismo: La Justicia Infalible. Georges Ohnet

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un viejo que se dirigía á abrir la puerta. El criado, agradablemente sorprendido, quitó á Marenval el gabán y le dijo con tierna familiaridad:

      —Sí, Señor, las señoras están en casa y se van á alegrar mucho de ver al señor, después de tanto tiempo…

      —Están tan tristes, amigo Giraud, tan tristes, que es difícil ponerse al mismo diapasón que ellas… Por muy afligido que uno esté, teme ofender su dolor al tratar de consolarlas.

      —Sí, señor, es verdad, dijo el criado bajando la cabeza; no tienen consuelo.

      —¿Y cómo están de salud?

      —Están bien, señor; no se puede decir que están mal… ¡Ah! si su espíritu estuviese lo mismo… ¡Pero no lo está! no, no lo está.

      —En fin, Giraud, no hay que desesperar. ¿Quién sabe? Todo puede cambiar.

      —¡Oh! no, señor; no hay esperanza alguna… Pero, con su permiso, si el señor quiere servirse entrar, iré á anunciarle á las señoras.

      Marenval entró en un vasto salón un poco sombrío y espléndidamente amueblado con una sillería antigua de tapicería. En las paredes se veían algunos cuadros notables, restos de una buena colección dispersada por ventas sucesivas. En los ángulos había unas vitrinas vacías. Todo allí atestiguaba un lujo bruscamente desaparecido y del que sólo quedaba el noble orden de una habitación en otro tiempo suntuosa.

      Era fácil ver que los habitantes de la casa no estaban habitualmente en aquella pieza aparatosa, pues no se veían allí los objetos familiares á dos mujeres inteligentes y activas. Todo en aquel salón era correcto, frío, lúgubre. Se abrió una puerta y el criado se presentó de nuevo.

      —Si el señor quiere tomarse la molestia de seguirme, la señora le ruega que tenga la bondad de subir á su habitación.

      Marenval subió por una escalera de piedra con barandilla de hierro forjado y al llegar al primer piso, donde comenzaba una oscura galería, encontró una joven de alta estatura y vestida de negro, que se adelantaba á recibirle. Giraud desapareció sin ruido y Marenval se encontró, algo cortado, frente á la señorita de Freneuse que le alargó la mano sonriendo tristemente. Pero ¡qué desgarradora melancolía en la expresión de aquel hermoso semblante! Sus ojos negros, dulces y profundos, mortificados por las lágrimas, presentaban un círculo azulado, y su frente admirable, coronada de cabellos rubios ondulados y recogidos sin coquetería, daba á aquella altiva fisonomía un aire de incomparable nobleza.

      Marenval miró un instante á su hermosa pariente, movió tristemente la cabeza y dijo en tono afectuoso:

      —Y bien, María, ¿sigue usted tan poco razonable?

      —Siempre tan desgraciada, señor de Marenval.

      —¿Y su madre de usted?

      —Va usted á verla.

      La joven introdujo á Cipriano en una pequeña pieza, especie de santuario en el que la señora de Freneuse había reunido todo lo que le recordaba á su hijo, retratos, libros, dibujos, que representaban allí al que la infeliz mujer no había dejado de llorar, á pesar de sus faltas. Se levantó de una butaca baja mostrando una fisonomía pálida bajo sus cabellos blancos y, dulce y resignada, dió las gracias á Marenval por su visita, si no dichosa por ver alterada la soledad de su existencia, agradecida por un paso que denotaba un recuerdo afectuoso.

      Marenval se sentó y dirigió la vista hacia un magnífico retrato que representaba un elegante joven de cara franca y alegre. Una amarga sonrisa plegó los labios de la señora de Freneuse. La pobre madre dejó al visitante contemplar un rato el lienzo y dijo con voz ahogada y casi sin timbre:

      —Ahí tiene usted lo que él era. ¿Cómo estará ahora? ¿Qué habrán hecho de él? Hace dos años ha sido imposible conseguir que se deje hacer una fotografía, que estábamos dispuestas á pagar muy cara… No ha querido que pudiésemos verle con el pelo rapado, la barba afeitada y con el traje de penado.

      —¿Tienen ustedes noticias suyas?

      —Las recibimos con regularidad.

      —¿En qué situación se encuentra?

      —Materialmente, no puede quejarse… Es joven y fuerte… Y, después, parece que no lo tratan mal. Hace poco le han hecho entrar en la oficina, donde parece que presta buenos servicios. Su existencia es así menos miserable… Pero, moralmente…

      —¿Sigue afirmando su inocencia?

      Á esta pregunta, el pálido semblante de la señora de Freneuse se iluminó por una llama pasajera, sus ojos brillaron, y exclamó, con voz en la que se notaba aún cierto vigor:

      —Hasta morir declarará que no ha cometido ese crimen atroz, que no ha podido cometerle. Mi hija y yo,—¿entiende usted, Marenval?—no cesaremos de afirmarlo así. Ha habido en contra de Jacobo un conjunto de circunstancias abrumadoras que han podido engañar á los hombres hasta hacerles juzgarle sinceramente, pero nosotras, su madre y su hermana, repetiremos con él hasta el último suspiro que es inocente.

      Marenval miró á las dos mujeres con expresión de asentimiento y dijo, levantando la cabeza:

      —Es absolutamente mi opinión.

      Á estas palabras, que Marenval decía por primera vez delante de aquella madre desolada, la señora de Freneuse se irguió, se puso encarnada y dijo con repentina vivacidad:

      —Marenval ¿qué significa esto? Jamás ha estado usted tan afirmativo… Hay más; yo acusaba á usted de no participar de nuestra ardiente convicción.

      Ha parecido usted siempre más humillado que asombrado por lo ocurrido y, de pronto, toma usted una actitud diferente… Ya lo oyes, María, no es el mismo; ha cambiado por completo. ¡Oh! ¡Dios mío! ¿Será que ha tenido usted alguna buena noticia? ¿Acaso, después de haber desesperado, podríamos…?

      —¡Poco apoco! interrumpió Marenval, un poco desconcertado al ver aquel furioso ataque y creyendo haber dicho demasiado. Usted era injusta al acusarme de no tener fe en la inocencia de Jacobo. Bien sabe usted que le he defendido con la energía de un hombre á quien el mundo englobaba malignamente en la catástrofe ocurrida. Sí, en aquellos momentos vi en toda su desnudez la canallada de los hombres. Todo lo que la envidia, la bajeza y la maldad pueden inventar para manchar una personalidad honrada, se intentó entonces contra mí. He padecido con esta desdicha tanto como ustedes mismos, pues durante más de un año todo el mundo, en París, me ha llamado solamente "el primo de Freneuse". Hasta sé de algunas almas caritativas á quienes no faltaba nada para insinuar que yo también merecía ir á presidio. Y todo ¿por qué? Porque soy rico, porque me divierto, porque tengo un hermoso hotel, un buen monte, magníficos caballos y un proscenio en la Ópera… La verdad es que todo esto es más que suficiente para echar un hombre á galeras… ¡Tengo amigos que querrían verme en ellas! ¿Puede usted pensar lo que estas buenas personas habían dicho de mí en el momento de la desgracia? En aquella hora peligrosa no le he parecido á usted heroico, querida prima; confieso que en parte ha tenido usted razón. Hubiera podido mostrarme más caballeresco y colocarme más resueltamente al lado de usted, pero hay que tomar las personas como son. Yo soy un poco nuevo en el mundo en que vivo; no hace aún diez años que salí de las pastas alimenticias y, ¡qué diablo! no se me tiene en la misma consideración que á un Montmorency. Los hombres son iguales ante la ley, pero no ante el mundo, y así me lo han hecho ver. Esto explicará á usted muchas cosas que le parecerían oscuras. No temo ahora confesarlo, porque tengo la conciencia de ser tan adicto á ustedes, que habrán de perdonarme fácilmente un día mis debilidades aparentes.

      La señora de Freneuse escuchó con aire sombrío las explicaciones de Marenval. Temía que aquella afirmación de la inocencia de Jacobo, que tanto le había conmovido, no tuviese otro objeto que servir á los tardíos escrúpulos de su pariente, pero las últimas palabras pronunciadas por éste parecían inspirarse en esa convicción y la pobre mujer se sintió de nuevo presa de la mayor ansiedad.

      —¿Ha


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