Diecinueve apagones y un destello. Valentín Roma
mística a veces sobrevalorada de la noche y la épica casi siempre marcial de las mañanas, irrumpe un fallo en el racord de lo visible que merece explorarse con detenimiento.
Me refiero a la idea de apagón, a los cortes en el suministro eléctrico que actualizan el desacuerdo entre luz y oscuridad pero, sobre todo, a los fundidos que señalan el ocaso o la aurora de los tiempos; a aquellos parpadeos de la historia y a estos guiños del destino; al abrir y cerrar las claquetas que anuncian la acción política y a sus diversas bajadas de tensión; al ronquido de los obturadores fotográficos mientras «las turbas» se sobreexponen en sus espacios íntimos; a ese ojo insomne, fascinado con el minuto decisivo y las imágenes perfectas, donde incluso la ley olvida –por fin– la tortura que significa verlo todo y verlo siempre.
Aunque muchos se empeñen en negarlo, nuestro más pomposo Apocalipsis es un sencillo blackout, y del mismo modo que el Día de la Cólera devino el Día de la Recapitulación, el momento de escrutar frente al poder aquello que fuimos y en qué estamos dispuestos a convertirnos, un apagón le restituye al mundo todas sus paradojas críticas, todos los innumerables sinsentidos que anteriormente tuvo.
No podríamos vivir cada segundo, cómo negarlo, dentro de un blackout; no querríamos estar a la espera perpetua del día ni bajo la promesa perenne de la noche. Aun así, cuando un corte lumínico detiene «los quehaceres cotidianos» se producen extraordinarios desbarajustes: las personas reorganizamos nuestras prioridades, abrimos paréntesis en el horario, tuneamos herramientas, nos impacientamos de manera distinta y pedimos la misma ayuda habitual.
Cualquier apagón trae consigo una multitud de señales venidas desde la intemperie, llamamientos para abandonar nuestra casa y concurrir en el exterior. A la vez, un blackout mide cuán eficaces pueden ser las fuerzas del orden, el empeño de sus preceptos pasajeros, la tenacidad con que obstruyen emergencias y voluptuosidades.
Se equivocan aquellos que leen un apagón de forma excéntrica, como la adecuación transitoria a los errores del sistema. Y se confunden, también, quienes vislumbran en el blackout cierta oportunidad donde desconectar de los otros para sumirse en un autismo perfecto y fugaz. Uno de los primeros pensamientos que sobrevienen cuando las luces se colapsan es saber si al resto de gente le ocurrió algo parecido, y uno de los gestos más frecuentes es salir afuera para evaluar el alcance de lo sucedido.
La dimensión lírica de un apagón es indiscutible, según explicaron los futuristas, el cine de catástrofes y algunos escritores apasionados con las ruinas tecnológicas, también la estética del accidente. Por otra parte, la importancia filosófica de dicho fenómeno tiene numerosos autores tópicos, entre ellos Michel Serres, Isabelle Stengers y, sobre todo, Michael Taussig, quien se ha ocupado de investigar hasta qué punto la ley gobierna a través del desastre. Finalmente, los réditos mediáticos de un blackout son muy amplios, basta hojear las hemerotecas de los diarios para cerciorarse de que un corte eléctrico global solivianta hasta al redactor más descreído, favoreciendo teorías rocambolescas, así como un manojo de castigos metafóricos o sobrenaturales.
Situado entre dos fabulosos -ismos, el esoterismo y el histerismo, un apagón cuestiona que a oscuras solo podamos quedarnos quietos, aunque también nos anuncia que, cuando las luces sean restablecidas, tendremos que asumir su perentoriedad como el efecto de unos desgastes abusivos, y no como una condena divina o imperativa.
De todas formas, el «problema» tampoco se soluciona nombrándolo, de ahí que el enigma continúe siendo qué hacer entretanto, dónde ubicarse durante esos instantes en los que ciertas disposiciones del mundo se llenan de erratas y averías. El poeta peruano José Watanabe nos ha dejado unos versos útiles para afrontar semejante disyuntiva, dicen así:
Qué rico es ir
de los pensamientos puros a una película pornográfica
y reír
del santo que vuela y de la carne que suda.
En efecto, cuando la luz se corte –igualmente cuando regrese– estaremos todos juntos y todos ahí, en el centro de las ofuscaciones y en mitad de lo inconfesable. No está demasiado claro que ello sea tan rico: habrá quien se martirice con la pureza y habrá quien desee no haber frecuentado jamás el vicio. Sin embargo, insisto, ahí nos encontraremos, es decir, aún no nos secuestraron desde las alturas, aún no nos hemos dejado sumergir en alguna opaca profundidad.
LOS CANTOS DE LAS SIRENAS (DE GUERRA)
El teniente serbio Zoran Veljovic pasó dieciocho meses del asedio a Sarajevo leyendo las obras completas de Susan Sontag. Lo hizo de manera metódica y por razones incomprensibles. Veljovic no era ni mucho menos un intelectual ni tampoco un aficionado a la literatura, apenas sabía desenvolverse en inglés y se expresaba de forma pueril y rudimentaria.
Sus primeras incursiones fueron las novelas de la escritora neoyorquina, aunque solo le interesaron algunos fragmentos sueltos de El amante del volcán (1992), especialmente aquellos donde se describían los uniformes militares de Lord Nelson. Siguió con las piezas teatrales, pero no entendió el mensaje de ninguna de ellas. Después pudo hacerse con un par de películas, quedando perplejo ante las imágenes de cuerpos muertos y sacos de arena que aparecían en Promised Lands (1974). Finalmente, leyó los ensayos dedicados al sida y a otras enfermedades, más tarde algunos textos en torno a narradores, cineastas y filósofos y, por último, el famoso aserto sobre fotografía.
Cuando hubo terminado su periplo lector, podría decirse que Veljovic continuaba sin tener opiniones claras sobre las ideas de aquellos libros. No obstante, entre los oficiales de su destacamento comenzó a circular un bulo cada vez más pertinaz: el teniente ya no era el mismo soldado intrépido y aguerrido, su ánimo empezaba a desfallecer tras el primer año y medio del sitio a Sarajevo, probablemente se había enamorado.
Ajena a todas estas conjeturas, Susan Sontag voló desde Manhattan hasta la capital de Bosnia-Herzegovina para representar Esperando a Godot (1952). «¿Cuáles fueron los motivos que le llevaron a elegir esta conocidísima pieza de Samuel Beckett?», preguntó un corresponsal. «Porque tiene una obvia similitud que no necesita ser explicada y porque todo el mundo sonríe cuando lo cuentas. La gente yendo hacia la muerte día tras día, mientras espera por algo que nunca llega. La gente que con un humor salvaje sigue adelante y se refiere a la vida y a la situación sin esperanza en la que se encuentra. Difícilmente podría hallarse una obra con mayor repercusión.»
El 16 de agosto de 1993, tras cinco semanas de ensayos preparatorios, se estrenó esta tragicomedia en dos actos. La escritora y el director de teatro Haris Pašović, con quien había concebido el montaje, salieron unos minutos antes para dar la bienvenida. Citaron a Gramsci y a Lope de Vega, a Alfred Jarry y Greta Ferušić, una profesora jubilada que sobrevivió a Auschwitz y que ahora también padecía el asedio a Sarajevo. Eran los tiempos en que aún se rechazaban las palabras de Bertolt Brecht, y su alocución terminó negando dos frases del dramaturgo y enarbolando una tercera: «A diferencia de lo que Brecht creyó en su día, ni la violencia ayuda allí donde la violencia reina, ni son malos tiempos para la lírica. Pero, como dijo el maestro, cuando la hipocresía comienza a ser de muy mala calidad es hora de empezar a decir verdades». Sontag cerró aquel prolegómeno con una nueva referencia brechtiana: «Las madres de los soldados muertos son los jueces de la guerra». Nadie aplaudió.
Esperando a Godot fue representada en ocho ocasiones, ayudados los actores por linternas que cada cierto tiempo descendían sus haces de luz debido al cansancio del brazo que las aguantaba. No había electricidad y todo el edificio se iluminó con velas en el suelo, sin embargo, era improbable creer que aquello fuese otro apagón.
El minúsculo teatro bombardeado que acogía las funciones dejaba ver, por un hueco en el techo, algunas nubes sucias de polvo y lluvia, así como los tejados de las viviendas cercanas, que recordaban la sonrisa mellada de un adicto a la heroína. El silencio era inquietante, de una solemnidad violenta. Tal vez por ello, aunque parezca ridículo, cuando desde el exterior se oía el bramido de algún transporte de