Diecinueve apagones y un destello. Valentín Roma

Diecinueve apagones y un destello - Valentín Roma


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que no entienda esta como «forma-de-ver-el-mundo» ni mucho menos como estilo desde el cual narrarlo, sino como un trabajo en numerosas ocasiones agotador.

      Lejos del costumbrismo con el que se poetiza o se vilipendia a la clase trabajadora, pero también fuera de esos espasmos ideológicos que suscitan las representaciones de las élites en el campo del arte, hay quienes «elaboran» revolución a tiempo completo, sin necesidad de ampararse ni de legitimarse en los espacios donde la discrepancia se bebe a golpe de eslogan o como un puntilloso asunto de terminología.

      El péndulo entre apocalipsis e integración, entre delincuencia callejera y workshop de museo, sigue teniendo una sombra infinita, tal vez un complejo desenlace. Cada sublimación estética llega secundada por la sospecha de haber renunciado a un uso público de palabras e imágenes; cada rabia política precede a una incógnita sobre cómo resolver el «problema individual» sin desembarazarnos de la «incógnita colectiva».

      Durante los últimos tiempos las emociones se han puesto de moda en el ámbito del arte. Las celebran quienes se sienten ahogados por tanto «sindicalismo estético» y las repudian quienes ven en ellas una tangente para salirse de los conflictos sociales. Así, en nombre de la emoción, se nos pide que elijamos fervor o ira, belleza o militancia, oscuridad o luz cegadora. También hay los que demandan suspensiones de las facultades críticas, la siempre socorrida inhibición en pos de las no menos célebres experiencias vivenciales, es decir, un poquito de Kant y un trocito de Bartleby.

      A este propósito es bueno parafrasear al maestro Bourdieu para decir que las emociones nunca se desarrollan en un limbo subjetivo, sino dentro de un programa ideológico variable, en el interior de aquellas condiciones que nos construyeron como espectadores. Por esto, discernir cuáles son esos condicionamientos significa dar un primer paso para liberarnos de su influencia, mientras que historizar nuestra relación con la lectura artística es la manera de huir de todo lo que la historia pretende imponernos como presupuesto inconsciente, como emoción aparentemente genérica y solo nuestra.

      Es obvio que las emociones se declinan en primera persona del plural, aunque si nos atenemos a las particularidades de raza, de género y, sobre todo, de salario no resulta tan evidente qué significa este ecuménico «nosotros».

      Subida a lomos de un corcel emotivo, hoy predomina la convicción según la cual el arte solo debe plantear preguntas, nunca responderlas. A riesgo de parecer arrogantes, diremos a los absortos con el niño de Chardin que NO, que de ninguna manera ven lo mismo cuando miran un burgués y un proletario; que SÍ, que, tras leer Primeros materiales para una teoría de la jovencita, uno desarrolla simpatía por el simulacro, prefiere el adulterio al amor ultrateorizado, le entran ganas de aligerar su dieta, hacer taichí y medirse el nivel de colesterol.

      LA ESCORIA DE LA OBSERVACIÓN

      El 24 de septiembre de 1912 Sigmund Freud entró por penúltima vez en la basílica de San Pietro in Vincoli en Roma. Caminó por uno de los corredores hasta llegar al cenotafio de Julio II y, plantado a escasos centímetros del Moisés de Miguel Ángel, intentó sostener la mirada despectiva y colérica del héroe. No lo logró, de ahí que saliese fuera de la iglesia entonces ruinosa, huyendo de la penumbra y de los ojos sin color de aquella estatua.

      Los escasos feligreses que visitaban el templo a diario, la mayoría para resguardarse del frío, lo observaron con la misma perplejidad que las semanas anteriores, preguntándose quién podría ser aquel extranjero de barba blanca y bigote amarillento por culpa del tabaco.

      Dos años más tarde el psiquiatra publicó en la revista Imago un texto que ni siquiera firmaría, donde dio cuenta de sus encuentros otoñales con Moisés. Este ensayo fue calificado por Jean Paulhan, el influyente director de la Nouvelle Revue Française, como «una lucha entre titanes», aunque leyéndolo hoy no se aprecia tal combate de colosos sino algo bien distinto y quizá más importante: qué rápido se apaga la lucidez ante ciertas formas de sobrecogimiento.

      Son muchos los hallazgos que Freud legó a la historia del arte con su escrito, entre ellos una pauta interpretativa que denominó «la escoria de la observación». Dicho mecanismo está emparentado con el célebre método de Giovanni Morelli, quien releería la pintura de los maestros italianos a partir de detalles casi anodinos, los lóbulos de las orejas, la forma de las uñas o las aureolas de santos y vírgenes. Obviamente se trataba de un procedimiento policial, útil para distinguir la copia de los originales y que a Morelli le ayudó a engrosar su cuenta bancaria, pues de aquel veredicto con los detritus iconográficos salían refrendadas o condenadas al ostracismo numerosas colecciones de museos e iglesias europeas.

      Aparte de Freud y de los connoisseurs del arte, hubo otros que cayeron de rodillas ante la audacia del crítico veronés. Por ejemplo, Conan Doyle, cuyo Sherlock Holmes es un Morelli de Baker Street, o Julio Cortázar, que le homenajea insistentemente en Rayuela (1963), La vuelta al día en ochenta mundos (1967) y Último round (1969). No obstante, uno de los morellianos más ilustres fue Bernard Berenson, considerado el «culpable» del furor renacentista entre la alta sociedad norteamericana durante los años previos al crack del 29, quien logró vivir como un magnate autentificando obras que luego eran adquiridas a precios obscenos por los millonarios de Boston, Chicago y Nueva York.

      De Berenson explicaba Pier Paolo Pasolini cierta anécdota deliciosa. Parece ser que a mediados de los años cincuenta el papa Pío XII comenzó a tener alucinaciones cada vez más vívidas. Al principio nadie le dio demasiada importancia a este asunto, hasta que una tarde el cardenal Augustin Bea, confesor personal del pontífice, hizo saltar la alarma: el papa aseguraba haber visto a Dios deambular por los pasillos de San Pedro del Vaticano. Esto tampoco debería extrañar a nadie, ya que Eugenio Pacelli era un hombre fascinado por el poder turbador de las imágenes, según demuestra su encíclica Miranda Prorsus (1957), donde se ocupa de enjuiciar duramente el cine, la radio y la televisión. Aunque lo grotesco del relato viene después, cuando estando el santo padre tomando un té con Berenson, este le preguntó, sin prolegómenos, en qué estilo se le aparecía Cristo.

      Pero regresemos a Freud y a su idea de que son los desperdicios lo único que puede interpretarse, pues del resto ya se encargan los profesionales de la comprensión. Precisamente una de estas excrecencias hermenéuticas, las hondas digresiones que el psicoanalista dedicó a la barba de Moisés, es el núcleo duro de su ensayo, el elemento que le permite aventurar una hipótesis revolucionaria: a diferencia del relato tradicional y de lo que creyeron todos los analistas anteriores, la escultura de Miguel Ángel no muestra al profeta en un ataque de rabia incontenible, sino después de haber reprimido su ira, es decir, durante un blackout anímico motivado por la frustración.

      El modo en que el anciano se toca las guedejas barbudas, así como la postura descuadrada de estas, sirven a Freud para sostener que Moisés ni estaba levantándose de la silla ni tirando las Tablas de la Ley al suelo, a punto de gritar contra su pueblo, sino que ya habían pasado unos minutos después de haber enfurecido, y ahora permanecía sentado y en plena decepción con sus compatriotas, tal vez consigo mismo.

      Este plus contemporáneo que el psicoanalista aporta a la obra, donde poco le falta para invitar a Moisés a pasarse por su diván en Viena, se ha leído como un trauma corporativo, la prueba de que Freud también era adicto al trabajo. Sin embargo, lo más probable es que el autor de Tótem y tabú (1913) observase en la indignación del personaje bíblico un sentimiento de impotencia e injusticia que atraviesa la historia entera, transportando a quienes lo padecen desde el chillido que acusa hasta el silencio culpable.

      Freud es una de las miradas más apabullantes del siglo XX, un intelectual imprevisible y decisivo a partes iguales. Sus metodologías de análisis convirtieron el caso clínico en literatura y sus objetos de estudio reenfocaron los lugares donde se debía buscar el saber. Por otro lado, el índice de temas que exploró puso encima de la mesa un nuevo espectro de categorías con las que reinventar la subjetividad.

      Siempre atento a los puntos ciegos de la historia, antes que a sus momentos estelares, hay en Freud una lección de insignificancia que supera con creces la simple arqueología de excentricidades. Así


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