Diecinueve apagones y un destello. Valentín Roma
de súbito los personajes de Beckett se ausentaban de su carácter impalpable, adquirían una especie de rango ciudadano.
Susan Sontag permaneció siempre en la misma esquina de la platea, con las piernas cruzadas de ese modo en que se sientan los monjes budistas antes de iniciar sus oraciones, tal y como se inmolaban los bonzos contra la guerra de Vietnam. A veces miraba al público que llenaba el teatro, aproximadamente ochenta personas. Luego se volvía para escuchar las declamaciones de los actores –todos ellos bosnios, pero de etnias diferentes–, quienes leyeron el texto en sus respectivos dialectos.
Platón se quejaba del poco interés de los atenienses hacia los problemas del espíritu, algo extraño, pues entonces Grecia producía el mejor teatro y la más grande metafísica. Para confirmar dicha queja, el filósofo puso en boca de Sócrates inefables lamentos que hoy engrosarían las crónicas de opinión, asegurando en distintos pasajes de La República (380 a. C.) que a la filosofía se dedicaban, solo, «las ratas».
Este mismo argumento fue utilizado por Sontag para acusar a los intelectuales de su tiempo, a quienes repudió por sus inhibiciones públicas durante la guerra de Bosnia-Herzegovina y por su desaparición en las zonas del conflicto. Muchos tildaron a la escritora de populista, otros ensalzaron su compromiso y su radicalidad.
Beckett rechazó persistentemente las interpretaciones de sus obras, lo que le condujo a un verdadero atropello de los analistas teatrales, cuyos delirios alcanzaron cierto punto álgido con Final de partida (1957), la pieza donde aparece Clov, el sirviente que nunca puede sentarse.
«No tengo claves para solucionarles los misterios que solo ellos –quienes preguntan– se han inventado. Clov no es una metáfora inexacta del viajero ni una versión antagónica de Godot. Clov es lo que es en un lugar así y en un mundo así.» De este modo se expresaba el dramaturgo tras el estreno de su obra en el Cherry Lane Theatre de Nueva York en 1958, justo un año más tarde de que, sorprendentemente, se representase en Madrid de la mano de Alberto González Vergel.
Sontag también se revolvió contra la interpretación en aquel célebre ensayo con el mismo título, donde Beckett ocupaba un papel significativo. Decía la autora que los quebradizos dramas del escritor habían sido reducidos a burdas parábolas de la alienación humana, a alegorías estúpidas sobre los traumas contemporáneos. «La interpretación no solo es el homenaje que la mediocridad rinde al genio. Es la manera moderna de comprender algo», argumentaba la escritora con aquel estilo suyo tan proclive a los aforismos, previo al exabrupto, posterior a la exquisitez.
Toda la década de los sesenta fue una paulatina desaprobación –cuando no una declarada caricatura– sobre la figura del crítico. Así, auspiciados por la estela de Beckett y de otros autores, proliferaron los panegíricos al irracionalismo y se profundizó en la simbología desastrosa de cualquier exceso de teorización. No es extraño, por tanto, que cuando el artista Richard Hamilton presentó The Critic Laughs (1971-1972), donde vemos un cepillo de dientes eléctrico con una dentadura postiza encima, nadie comprendiese esta obra como un grito rebelde, sino que todos le devolvieran a la risa del crítico la sonrisa del espectador.
Contra la interpretación (1966) empieza con una cita de Willem de Kooning y otra de Oscar Wilde. En la primera el pintor dice que «todo contenido es como un encuentro, un calambre, algo minúsculo»; en la segunda el literato nos advierte que «las personas superficiales son las únicas que no juzgan por las apariencias, pues el misterio del mundo es lo visible, no lo invisible». Termina el primer ensayo del libro con una recomendación evanescente: «En lugar de una hermenéutica necesitamos una erótica para el arte».
Samuel Beckett fallecería el 22 de diciembre de 1989, ahorrándose la Navidad de ese mismo año y el decenio que clausuró el siglo XX, donde, todo sea dicho, abundaron las interpretaciones de la Historia con enorme frenesí. Por ello jamás se sabrá qué hubiese pensado al enterarse de que Esperando a Godot fue puesta en escena como respuesta a la limpieza étnica promovida por los militares serbios, como símbolo de la desesperada situación de los habitantes bosnios durante la guerra.
Siguiendo las palabras de Oscar Wilde y, sobre todo, mirando aquella fotografía tomada por Annie Leibovitz donde se observa a los actores que representaron la obra en Sarajevo, quienes miran a la cámara con semblante cansado, entre montones de escombros y muebles descompuestos, uno se pregunta acerca de las vidas de esas nueve personas; por sus diferencias de edad y por sus maneras de desafiar lo que soportaban entonces; por sus ocupaciones antes de la guerra y por lo que les ocurrió más tarde; por los motivos y el convencimiento que les condujo a secundar la idea de una escritora sexagenaria e ilustre, venida desde una casa decimonónica del Greenwich Village a la que regresaría después; por los vínculos sociales e íntimos que tenían entre ellos; por el sentido profesional y político que cada cual otorgó a aquella función.
Interpretaciones. Esto que acabo de escribir son, por supuesto, interpretaciones. Unas veces resultan innecesarias y otras se necesitan. Unas veces confirman –como decía Susan Sontag– que nunca recuperaremos la inocencia anterior a toda teoría, que a partir de ahora y hasta el final cargaremos con la tarea de proteger lo que miramos, solo pudiendo discutir sobre este u otro medio de defensa. Pero también es cierto que la interpretación no se halla colonizada por «la culpa», pues hay veces en que las interpretaciones reparan, precisamente, todo aquello que habita fuera de la culpabilidad, por ejemplo, la condición de numerosas palabras para resumir un sentimiento colectivo, la naturaleza de algunas imágenes para sustraerse de esa misma inocencia y también de su apropiación por parte de las jerarquías o del poder.
Si contra la interpretación quiso decir, en algún momento, que nada es esencialmente expresivo, que todo es una mezcla sucia –pendiente de limpiarse– entre guarismos y lugares interesados, entonces resulta sensato colocar la mirada en las antípodas del interpretar. Pero si, como ocurre con tozudez, suspender el juicio es una forma elegante de que sean los otros –los que guardan la llave del sentido o los que ejercen la brutalidad, da lo mismo– quienes regulen nuestras extravagancias, condenándonos a permanecer enjaulados como fieras en el zoológico de la irracionalidad, entonces hay que empuñar la interpretación contra todo y a pesar de todos, sabiendo que ahí se dirime algo más primordial que el grado de deslices soportables, algo menos importante que el número de pecados que seremos capaces de confesar.
A propósito de los errores humanos y del teniente Zoran Veljovic, conviene fijarnos en qué decía la tropa sobre aquella anómala situación: «Hay ciertas emociones que son contraproducentes durante la guerra. Hay ideas que distorsionan el ánimo del ejército y operan como un virus desmotivador».
Pero Veljovic ni siquiera estaba enamorado, mucho menos amaba a Susan Sontag. Sus problemas, por así llamarlos, no residían en la falta de una interpretación adecuada sobre aquellos libros que leyó incomprensible y metódicamente. Los pesares de Veljovic se hallaban en el polo opuesto, es decir, se encontraban en las cosas y los mensajes que sí comprendió.
Porque al teniente –siempre igual de despiadado, jamás se redimiría por completo– le ocurrió lo mismo que a Martin Eden, el protagonista de la novela homónima de Jack London, cuyas lecturas le descubrieron las falsedades de ciertas quimeras, la estupidez de un gusto que él creyó exquisito y que habría de revelarse como mera apariencia de clase.
Martin Eden se tiró al océano después de perder la ingenuidad y con ella el amor de una joven burguesa que personificaba otra idea del mundo, vacua y enajenante. Zoran Veljovic nunca tuvo tentaciones suicidas, tan solo fue una mala racha, un blackout existencial motivado por la duración del cerco a Sarajevo.
Pero el rumor sobre su enamoramiento y su cobardía prendieron con gran fuerza entre los altos mandos militares serbios, de modo que aquel episodio, que pudo haberse saldado de forma privada, adquirió represalias inmediatas.
Así, el 15 de agosto de 1993, un día antes de que Susan Sontag estrenase Esperando a Godot en un teatro destruido de la capital, la cúpula del destacamento 197 comunicó a Veljovic que quedaba relevado de todas sus funciones –no de su sueldo y graduación– y que ingresaría, con carácter urgente, en algo parecido a un hospital civil, un sitio apartado y discreto donde pasaría una temporada.
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