La edad media [1988-1998]. Rafael Gumucio

La edad media [1988-1998] - Rafael Gumucio


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Albania.

      Justo me había inscrito en el Registro Electoral, abierto por primera vez en 17 años. Fui, entonces, parte de la primera generación de chilenos que tuvo derecho a decidir. Tuvimos más oportunidades que cualquiera. Las aprovechamos antes de que se desvanecieran. Educado en el marxismo, o en el terror a él, nutrido en la crisis de la OPEP, en un mundo en que todo era problemas, límites, diferenciación, la vida se me abrió de pronto indistinguible, fluida, colorida, posmoderna. Mis alumnos pueden decidir si su vida es o no política. Yo me hice mayor de edad inscribiéndome en los registros electorales para el plebiscito de 1988. Mi primer acto de madurez fue hacer la cola para votar, en el Escuela Costa Rica de la Plaza Ñuñoa, seguro de que en la noche los militares entrarían a mi casa y nos obligarían a culatazos a exiliarnos de nuevo. Tenía sobre todo la certeza de que no me quedaba otra que apostar con los ojos cerrados a votar, para denunciar después el fraude. Me veo esa mañana del plebiscito en que ganó el NO a Pinochet: 5 de octubre, la Alameda, levantábamos la mano hacia la policía para que supieran que éramos todos hermanos, y en la marquesina del Normandie, al llegar a la Plaza Italia, estaban dando El gran dictador de Chaplin. Los perros vagos, confundidos ellos también, las rejas en las explanadas, las caras de los otros estudiantes que iban dispersándose por entre las ramplas de hormigón mientras corrían como antes, como siempre, las botas de los carabineros, y el chorro de agua y el humo y el limón y la sal que nos pasábamos de mano en mano. Ya saben todo eso, han pasado por eso también. Eso era lo inconcebible entonces, que 20 años después jóvenes como nosotros siguieran pasando por el mismo gas, la misma agua, los mismos gritos, administrados por los que éramos perseguidos en ese entonces. Perdonen queridos alumnos, soy un viejo que se llena de detalles para explicar lo inexplicable. Soy un señor que explica y explica, sin poder dar siquiera con la impresión de ese tiempo que nunca pensé que se convertiría en melancolía, en culpa o en historia. Qué frío también fui, concentrado en no dejarme ir, en no dejar que ninguna idea ni beso me atraparan. Huyendo siempre hacia el centro de mí mismo. Qué poco aventureras fueron mis aventuras, porque trataba de moverme lo menos posible de lo que yo creía que era mi centro: ser como Víctor Hugo, Chateaubriand o nada más. O sea, en mi caso, Neruda, García Márquez, Cortázar o Enrique Linh: ser escritor y nada más.

      Un inevitable entusiasmo, una pegajosa nostalgia, me obliga a confesar que tuve 18 años alguna vez, que el lugar y el momento en que esto sucedió explica quién soy y quién no soy ahora. Clínicamente deprimido, saliendo lo menos posible de mi casa, viví contra todos mis principios, como hay que vivir en la adolescencia. Hambriento, desorbitado, ilusionado y desilusionado al mismo tiempo. Enamorado también, aunque más de mi sombra que de cualquier mujer. “¡Puta que eres autoconstructivo tú!”, me decía el autodestructivo Guatón Hidalgo, quien ya no está vivo. Todo eso y más. Qué cantidad de ilusiones tuve. Qué cantidad de azares me obligaron a llegar a esa cara en el espejo, que me cubre, que me esconde, que no me conoce. No puedo evitarlo: a los 45 años, mientras escribo estas páginas, tengo eso que jamás esperé tener: recuerdos de juventud.

      Discoteca Las Brujas

      “El 90. Tienen que publicar el 90. Es el año. Ahí va a pasar todo. El 90. Va a pasar todo el próximo año”, nos insistía Marco Antonio de la Parra, el siquiatra que hacía clases en el taller de Skármeta cuando este viajó a Alemania para arreglar asuntos de su recién terminado exilio. El 90 llegaba con todo. La democracia, periodistas, escritores, editores de todo el mundo pasarían por Chile a ver en qué estaba el país de Neruda, de Allende, de Pinochet. Después de ser preocupación, después de ser afiche, después de no ser nada, íbamos a estar de nuevo de moda, se entusiasmaba pensando el también dramaturgo De la Parra. Los exiliados volvían, los clandestinos salían de las ratoneras, algunos iban a gobernar con sus casi-enemigos. En el escenario, Los Prisioneros con Inti Illimani y Quilapayún e Illapu, los Parras (Ángel e Isabel) en pleno y el grupo de jazz de moda: Fulano. Todos decididos a dejar la guerra en paz y hablar del corazón, la piel, las ganas infinitas de que todo sea en colores, muchos colores.

      El 90 todo iba a ser nuevo, incluso la vieja Feria del Libro (que se desplazó del Parque Forestal a la recién reacomodada Estación Mapocho), el vetusto Festival de la Canción de Viña del Mar (donde cantó el hasta entonces prohibido Joan Manuel Serrat) e incluso el otro Festival de Viña, el de cine, que marcaría el nacimiento del cine chileno para siempre. Unidas las películas prohibidas con las permitidas, todo contado de un modo sintético, más norteamericano y ad-hoc con las nuevas tendencias.

      Todo estaba preparado, el diario La Época y su suplemento cultural, el Fortín Mapocho, las revistas que sobrevivieron a la dictadura, hasta la “Revista de Libros” de El Mercurio, recién fundada. Eso, más la Biblioteca del Sur de la editorial Planeta, las coproducciones con España para hacer cine, los programas de gobierno para fomentar el teatro alternativo que sobrevolaba la ciudad desde el cerro Santa Lucía, donde se instaló La Negra Ester, con Boris Quercia haciendo de Roberto Parra y Álvaro Henríquez recién llegado de Concepción tocando la guitarra en la Regia Orquesta, y Andrés Pérez, el director, recién de vuelta de París, vendiendo comida macrobiótica a la entrada de la carpa.

      La enumeración me espanta hasta hoy. Sentía esa promesa, la de un año en que todo pasaría como una especie de soga al cuello. Tenía 19 años, había vivido el exilio, conocía la izquierda por dentro, no abrigaba ninguna nostalgia, ningún deber con lo que ya no era posible. Era moderado, ansioso de fama, de luces, sin prejuicio alguno contra el capitalismo, es decir, contra el mercado y el éxito. Era el hombre perfecto para esos tiempos que empezaban. Tenía un libro inédito e ideas de películas por cientos y, sin embargo, algo que no sabía explicar me mantenía a una justa distancia de toda esa brillantez prometida. Tal vez el propio De la Parra me asustaba. Me asustaba el entusiasmo y la ansiedad, la fe de que hay un año, que hay un lugar, donde hay que estar. O me asustaba ver en él una versión posible de mí mismo, una tentación que podía disolverme.

      El diablo se parece al que tienta. De pronto, Marco Antonio de la Parra era un diablo preparado para mí. Sus manos como remolinos, sus ojos centelleantes, su frondosa barba de ministro iraní de cultura, repartiendo a grandes zancadas libros, frases tajantes, chistes, mientras terminaba a la vez una novela, dos obras de teatro, un guion para la tele y algún artículo para Caras, la revista que quizás mejor represente esos años: papel cuché, fotos a color y escrita por los mismos periodistas que antes llenaban las revistas de oposición a Pinochet, libres aquí de dejar correr una frivolidad reprimida durante años: los restaurantes de moda, los actores y cantantes chilenos en portada, cuentos eróticos de escritores. Una competencia directa de Cosas, única habitante hasta entonces de la consulta de dentistas y salas de espera del doctor, que entrevistaba a políticos, pero que no se le había ocurrido aún la audacia de salirse de la obligada portada de Carolina de Mónaco o Estefanía y sus problemas con los hombres.

      Vuelve la cabalgata de datos, de nombres, de claves; la necesidad irrefrenable de acallar cualquier duda en una lluvia de nombres y listas interminables: estadísticas, hechos, páginas y páginas de frondosos detalles, nombres de gente y formas de alabar. “Delirante, increíble, absolutamente delirante”, dice De la Parra mientras reparte libros entre nosotros, sus alumnos, sentados en el sofá freudiano de su consulta. Se le hacía agua la boca mientras abría lo más que podía el arco de sus cejas entregando volúmenes: a ti Bajo el volcán y a ti El buen soldado, que es la novela perfecta por excelencia, digamos. Hay un demente francés que se llama Georges Perec que escribe sin la “e”. Hay que releer a Milan Kundera, aunque esté de moda, y Los adioses de Onetti, que es un milagro que hay que aprenderse de memoria. A mí me tocó V de Pynchon y Ferdydurke de Gombrowicz, que era su forma sutil de elogiarme y destruirme, obligarme a la rareza de la que escapaba a gritos. Y también estaban los consejos que recibía en el taller de Donoso, donde iban los adultos, y la manera despiadada y útil con que Juan Forn, un escritor y editor argentino más joven que él, le había obligado a reescribir su novela La secreta guerra santa de Santiago de Chile. Forn y Rodrigo Fresán, que en esa época eran una especie de dúo, habían leído todos los libros, pero también sabían quién era Peter Gabriel (héroe de esos tiempos), y eran amigos de Fito Páez y Andrés Calamaro, que aseguraban que era el Lou Reed argentino. Lou Reed, otro héroe de aquella época en que el rock era


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