La edad media [1988-1998]. Rafael Gumucio
con el también siquiatra León Cohen una obra de teatro, La secreta obscenidad de cada día, donde Marx y Freud, cubiertos apenas con impermeables, esperaban exhibirse a la salida de un liceo de niñas. Todo eso el año 1985, cuando Marx estaba prohibido y Freud era un lujo que nadie se podía permitir en Chile. De la Parra tenía la ironía, la inteligencia y la falta de creencias de los nuevos tiempos, no obstante usaba la barba rabínica de los izquierdistas de ayer. Atado a los libros que devoraba a razón de tres novelas por semana, hubiese querido ser rostro de TV y publicista, pero su ansiedad estaba enraizada en el Instituto Nacional y la clase media chilena en su más asustado momento. Un falso loco, pensaba yo para mis adentros, pero quizás también un loco verdadero, porque su vida perfectamente burguesa podía ser la señal de un desequilibrio más profundo, un desequilibrio que mi olfato de perro hambriento ya percibía. La ansiedad por estar y también por ausentarse, porque De la Parra, que nos repetía una y otra vez que todo iba a pasar en Chile, que era el momento, que había que estar, se iría ese mismo año 90 de agregado cultural a Madrid, perdiéndose la mayor parte de la orgía que había ayudado como nadie a organizar.
¿Presentía De la Parra hasta qué punto esa conjunción sin precedentes de entusiasmo y ansiedad terminaría siendo casi estéril? El 90 fue el año de las promesas incumplidas. La nueva narrativa, la nueva democracia, el nuevo cine chileno, era demasiada novedad para una generación que envejeció prematuramente y en dictadura, que aprendió a culatazos que todo tiene un límite, que quien se pasa de la raya no llega a ninguna parte.
Estaba todo listo en el 90, digo, menos nosotros. Como esos concursantes que con un micrófono en la mano y todos los focos sobre la cara tienen que decir la palabra exacta en el segundo exacto, y son incapaces de pensar en otra cosa que en la rara sensación de “estar ahí, ahora, ahora”. Y la chicharra y el animador que lo lamenta mucho y la luz y el micrófono que pasan a otro concursante.
De la Parra publicó en 1989 La secreta guerra santa de Santiago de Chile, una novela conspirativa que de alguna forma quería romper con cualquier señal de duelo. Laberintos de jabas de cerveza, persecución por Avenida Matta, conspiraciones y más conspiraciones, el guion de una película imposible de filmar que tenía por protagonista a la ciudad. Ah, la idea de que no se puede filmar en Santiago... y que tampoco se pueden escribir novelas en un país de poetas... Esa era nuestra revolución, la prosa y la ciudad. La nuestra fue la lucha contra la verticalidad del mando (la épica y la lírica).
El lanzamiento se hizo en la discoteca Las Brujas, en La Reina. Al lado de la Academia de Guerra, donde la ciudad se funde con los cerros. Cisnes y nenúfares rodeaban un viejo edificio, sin forma clara, pura nostalgia de los años 60, cuando la discoteca brilló con luz propia y nuestros padres y abuelos y seguramente los hermanos mayores de De la Parra le declararon el amor a sus novias y bailaron hasta el amanecer, que en ese entonces era cuando asomaba el sol y no cuando los militares paseaban solos en autos achatados, pidiéndole el carnet de identidad a quienes tenían la mala suerte de cruzarse con ellos.
Era lo que se empezaba a llamar “un evento”, que es también el título de un best seller periodístico-cómico de la sempiterna Totó Romero y la frondosa Ximena Torres Cautivo, quienes, por lo demás, debieron haber estado allí esa noche. Cóctel abundante, editores argentinos (Ricardo Sabanes siempre flanqueado por la Marcela Gatica), gente que se conoce y reconoce en los pasillos tras desprenderse de sus respectivas máscaras. Todo era así de evidente, de subrayado, de claro. El reencuentro con un tiempo separado del nuestro por el espanto. No me acuerdo quién habló. Veo, o creo ver, caras barbadas en un estrado mal iluminado. Eso recuerdo, que todo hablaba de fiesta y luz, y todo transcurría en penumbra, que eso era lo espantoso y divertido del lugar: no había cambiado nada desde la última fiesta de 1978.
Caminaba por entre los cuerpos, trataba de adivinar las siluetas, sabiendo que esto era una despedida, porque con esta fiesta se acababa el taller literario que me había sacado de las sombras todo ese año. Desde entonces no hay fiesta que no sea para mí una despedida. Solo así siento que tengo el permiso para disfrutarlas. No conocía a nadie más que a los integrantes del taller, un grupo de 12 miembros de no más de 30 años, que habíamos resultado elegidos de entre 200 postulantes, para recibir lecciones y un estipendio mensual. La primera plata que recibí en mi vida por trabajar, y me dio la equivocada idea de que era un signo de que podía vivir de lo que escribo. Martes y jueves entre futuros escritores; yo, que me hundía aterrado entre futuros profesores en el Instituto Blas Cañas –hoy Universidad Silva Henríquez–, que era pobre y no del todo honrado, pero al que mi paupérrimo puntaje me había condenado.
Explico y explico cosas, lleno de datos y más datos cuando quisiera simplemente flotar en esa rara soledad de la fiesta llena a rabiar de caras nuevas, gente famosa que iría de a poco conquistando y olvidando, que sería parte de mi vida hasta entonces tan vacía como puede ser la vida de un espía. Como ese provinciano que nunca fui, como ese recién llegado que era, me mantenía sobrio a la orilla de la música, pasando a Luis Alberto Tamayo, alias El Chacal, a la preciosa Liliana Elphick, a Pablo Azócar, que ahora que lo pienso debió haberse ido ya a Italia o Portugal, donde hacía de corresponsal, y a la Carola Díaz, que se iba a Madrid a trabajar y a estudiar en el diario El País, aterrada también por esa promesa del año 90, en la obligación de ser alguien cuando queríamos justamente tener el permiso para ser nadie.
Me veo en el umbral mismo de esa noche, parado ahí como si mi deber hubiese sido escribir lo que veía. Alberto Fuguet, que detestaba a la gente que baila, bailó esa noche con Paula Doberti, rubia en una época en que las mujeres volvían a permitirse ser rubias sin complejos. O las rubias podían aparecer en esa fiesta llena de escritores y gente de teatro. Es imposible para mí separar a Fuguet del año 90 en que, siguiendo el llamado de Marco Antonio de la Parra, publicó el libro de cuentos Sobredosis. Fuguet había aceptado la tentación. Quizá no tenía escape, porque no tenía 19 años, como yo, sino 24, y había aprendido inglés antes que castellano en Encino, California, donde también te enseñan a estar como un soldado donde te esperan. Fuguet caminaba a grandes zancadas, balanceándose sobre su cuerpo, un poco como Richard Gere en Gigoló americano, una película de la que nadie se acuerda, pero donde Fuguet, que era por entonces sobre todo un crítico de cine, había encontrado la señal de redención cristiana, además de una cita a Pickpocket de Robert Bresson al final. Todos aún éramos cristianos, o nos gustaba pensar que lo éramos, los críticos de cine más que nadie. Bresson y Tarkovsky vistos en un ciclo. Y Stalker, de la que nos salimos con Jaime Jara y el mismo Fuguet después de un travelling infinito en las brumas de una Unión Soviética futurista. Una frivolidad de ese tiempo, pensé al volver a ver hace poco todas las películas de Tarkovsky con pasión. Todas menos Stalker, en una especie de homenaje involuntario a la impaciencia del año 90.
En Fuguet reconocía un contrario que se me parecía mucho más de lo que podía confesar. Odiaba con furia lo que leyó en el taller: historias de gente que tenía mi edad y fumaba marihuana y jalaba cocaína y viajaba con el curso y penetraba mujeres increíbles mascullando letras de canciones en inglés. Eso no es literatura, pensaba. Eso dije en el taller, cuando me tocó comentar eso que se llamaba algo así como “El Coyote se comió al Correcaminos”.
Estoy en la arena, tumbado, raja, pegoteado por la humedad, sin fuerzas siquiera para meterme al mar y flotar un rato hasta desaparecer. Estoy aburrido, lateado. Hasta pensar me agota. Desde hace una hora la única entretención que he tenido ha sido sentir cómo los rayos del sol me taladran los párpados, agujas de vudú que alguna ex me introduce desde Haití o Jamaica de pura puta que es.
Eso no es literatura, así no son los jóvenes. Eso es el colmo del consumismo. ¿Bien escrito o mal escrito? Esto no está escrito. Pero me daba cuenta, sin embargo, de que la furia con que trataba de explicar que eso no era mi vida, que ser joven no era eso o que si era eso no valía la pena que existiera, era síntoma de algo parecido a la admiración. No habría sido capaz de escribir yo algo tan detestable sin hacer morisquetas al público, sin coquetear, sin seducir. No habría sido capaz de quedarme tan solo como de alguna forma se quedó Fuguet cuando publicó sus cuentos, el desmentido más atroz a todos los que querían creer que Pinochet no había penetrado nuestros sueños más húmedos. Un horror que iba desde el cura Valente, el crítico