La edad media [1988-1998]. Rafael Gumucio

La edad media [1988-1998] - Rafael Gumucio


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literario –decía el cura–, y creo que las mías lo son, pero no llegan a tanto para terminar esta bazofia (...). El autor se especializa en lo más tonto que el alma adolescente puede albergar, rindiendo un culto desproporcionado a lo más efímero de la moda juvenil del día.

      Una rabia de otra naturaleza que la mía, porque el cura, al igual que los izquierdistas de ayer, no tendría que convivir con Fuguet. Yo sabía secretamente que este era mi destino. No podía adivinar que la muchacha que en unos años más traduciría al inglés su novela Mala onda sería mi esposa, o que trabajaría en un canal donde él sería la inspiración, pero de alguna forma extraña sabía que su manera de aceptar el peso de la época lo hacía dueño de ella. Y la Andrea Palet y la Carola Díaz y el programa de la radio Concierto en el que hablaban sin parar, como un club de fans, luego serían una a una mis amigas. ¿Por qué a mí? ¿Por qué ahora?, pensaba. ¿Por qué no me tocó Bob Dylan, por qué no Fellini, por qué no André Breton, por qué no Cortázar? ¿Por qué no yo, por último? Sobre todo eso: ¿por qué no me tocaba a mí dictar el tono de mi época? Una impotencia que se repitió cuando Roberto Bolaño volvió a poner los relojes a la hora. Aunque lo haría a su hora y no a la época a la que Fuguet y yo, periodistas después de todo, nos veíamos irredimiblemente condenados.

      ¿Por qué él y no yo? Porque yo tenía donde volver y Fuguet no. Fuguet no podía permitirse ese lujo. Lo comprendí solo cuando leí Missing, 15 años después. Me sorprendió que dejara de pasar por niño rico, por privilegiado, por gringo imperialista, cuando la verdadera historia era más bien pobre, la de inmigrantes sin familia en Chile, que habían elegido vivir aquí por repugnancia al sueño americano de su padre. ¿Por qué no había alegado nunca nada de eso en su defensa? Fuguet tenía eso de suicida; no le parecía urgente o necesario aclarar los furiosos malentendidos que su nombre, sus declaraciones, sus cuentos incluso, dejaban tras de sí. Alimentaba esos malentendidos como un león que creía domesticar. Fuguet se veía a sí mismo como alguien que había puesto las manos al fuego y las había tenido que reemplazar por cuchillos afilados que sabían cortar, pero no tocar. Quizás por eso admiraba tanto El joven manos de tijeras, una de las primeras películas de ese género, hoy habitual, de cuentos de hadas para adultos.

      Yo, en cambio, solo jugaba el juego de estar al borde de la fiesta. No sabía aún hasta qué punto ese año 90 y los siguientes, me dejarían marcado a fuego, obligado a explicar lo inexplicable, ser el que bailaba en esa fiesta del que era, sin saberlo, sin esperarlo, el verdugo. Año 1989, último año de los 80, fiesta perdida de una discoteca también perdida, el intento de despercudirse de una generación condenada a administrar y administrarse hasta la extinción. La juventud no se compra, aunque era eso lo que trataban de hacer justamente los jóvenes profesionales de la discoteca Las Brujas: comprar una juventud de la que Fuguet trataba, sin mucho éxito, de escapar.

      Al centro del mundo

      De mi cama de adolescente se veía un árbol cualquiera, de esos que a nadie le interesa el nombre, perdido en el patio entre máquinas oxidadas y maleza seca. Era el jardín de la vieja del queso, como llamábamos con mi hermano a la anciana Armenia, quien regentaba un almacén cerca de donde vivía. Mi casa se reducía a esa pieza estrecha y aislada en el tercer piso de esa construcción que imitaba un suburbio obrero de Holanda, moderno y compacto. Era un pasaje de casas de ladrillos nuevas donde se alojaban en su mayoría izquierdistas, artistas, gente tan asustada que necesitaba rejas y un patio común para saber cuándo venía el allanamiento.

      El primer piso de la casa lo ocupaba un gallo salvaje que después de haber agotado las fuerzas de las tres gallinas a su cargo, aterrorizaba a cualquiera que se atreviera a pisar su territorio. Un territorio que incluía el living, el lavadero y la cocina. Había que entrar a la casa apurado para que no te picoteara entero y correr por la escalera hacia una reja de madera que había que cerrar para impedirle el paso. El segundo piso era de mi madre, mi padrastro y mi hermana, quienes llevaban sin nosotros su vida de familia más o menos normal, más o menos feliz, una vida que a mí me aterraba. Contra ellos, mis hermanos Ignacio –que tenía casi mi edad– y Salvador –que tenía 12 años menos– vigilaban nuestra barricada. Los muros pegoteados y pintarrajeados por mi hermano Ignacio, las camas destrozadas yaciendo por el suelo, el televisor prendido a toda hora. Una especie de naufragio perpetuo al que oponía la foto de César Vallejo que pegué al librero prefabricado. Mi cama en el suelo, el escritorio estrecho, la máquina de escribir que memorizaba frases enteras antes de escupirlas en el papel, los blocks Torre donde anotaba versos, ideas, prosa, mirando en la ventana las cintas de plástico negro con que trataba de dibujar algo parecido a un vitral que complementara mi celda medieval.

      Castidad total. Era la celda de un convento y yo era un monje que soportaba con alegría la escarcha sobre la cara en la madrugada. Evitaba masturbarme lo más posible, no por santidad, sino para acumular líquido y que el orgasmo semanal fuese más placentero. Me resultaba a veces increíble que fuese todo eso tan breve, tan resbaloso, tan silencioso, en circunstancias de que los libros de Henry Miller decían que era monumental, final, universal, inevitable. La calentura nunca me obligaba a nada, pero sí me impedía terminar los libros, porque era incapaz de leer acostado sin que mi sexo se irguiera, tibio pero sin consecuencia. Lo acariciaba sin motivo para calmarlo, como si fuese el manubrio de un barco a la deriva, apurando y ralentizando la tibieza de una madriguera donde, agazapado en mi pecho, oía pasar a los cazadores. Eso es lo que me gustaba de los libros que fingía leer, el tiempo sin borde en que mi cama flotaba, la sensación felina en que mi cuerpo por fin cabía entero. Y la piel blanca de las rusas en sus carruajes, y Natacha Filipovna que lanzaba al fuego un fajo de billetes, y el resplandor del whisky en Los Angeles en las novelas de Chandler.

      Por eso quería ser escritor. Para vivir en esa pereza incestuosa, en esa cama eternamente tibia de los amantes denunciados en Hamlet, el niño que embaraza a su amante hasta matarla de amor en El Diablo en el cuerpo, ese rubor de incesto, esa sensación de volver al vientre materno que nadie te reprochaba cuando estabas protegido por un libro. Por eso quería ser escritor, por eso aún quiero serlo, para no hacer nada, para ser nadie, o sea yo antes de nacer y después de morir, flotando sobre mi cuerpo en pleno accidente de auto, el cuello torcido entre las hojas muertas hasta encontrar, como un zorro en la trampa, como un lobo en las cenizas de la hoguera de los cazadores, encontrar, digo, una tibieza que borra todas las preguntas e invita al sueño.

      Despertaba con el frío escarchando mi cara en la mañana, la rigidez de las planchas de madera en mi espalda, con los libros que fingía leer y se me quedaban pegados a la piel, seguro de eso y solo de eso: querer ser escritor en un país en que apenas se publicaba algo chileno y donde era absolutamente inconcebible vivir de eso, a no ser que te fueras lejos, a Barcelona o a París, como los del boom. Lejos yo, que no podía concebir la idea de llegar a la casa de mi mamá después de las 12 de la noche. Eso, cuando obligado por ella fingía salir.

      Escribía para que todo esto tuviera sentido. Para ser el profeta en mi propia torre. Concentrado en que no se escapara nada de esa soledad que penetraba la médula de mis huesos, como si fuese la secreta grandeza que me haría vencer a todos los enemigos. Ese árbol sin atributos, hojas en verano, ramas en invierno, único testigo de esas horas de huelga de hambre, de masturbación silenciosa, horas y más horas de flotar en un sarcófago, de ser parte de mis huesos, encerrado en una timidez galopante, en un aislamiento completo del que quiero creer que no queda nada. Pero todo queda, no hace otra cosa que quedar, que quedarse. Y mi cama en el suelo, a centímetros del polvo, estrechísima, donde dormía mal, pero durante muchas horas. A ras de piso, no como un príncipe flojo sino como un soldado que se hace el herido para que el general no lo obligue a levantarse y volver a pelear. Un metro sesenta y tres, 57 kilos, vivía para caber en cualquier parte. Esa era mi obsesión: ser parte de un espacio reducido, donde se supone que no había espacio para un hombre como yo. Esa era mi obsesión, pienso recordando esa ventana, esa pieza, ese árbol, una obsesión paradójica, la de ser discreto y caber en cualquier parte, la de ser indiscreto e infiltrarme en todas partes también, ser un profeta, no dejar a nadie indiferente. Ese era yo: un inmigrante que se esconde en el fondo del barco para llegar a puerto, pero también un actor en el camarín a punto de vomitar su papel. Aterrado por lo que venía e incapaz de volver de donde venía, vivía esperando, amarrado a mis


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