La edad media [1988-1998]. Rafael Gumucio

La edad media [1988-1998] - Rafael Gumucio


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aquí es de día. Esa valentía era inconcebible para quien había borrado la idea misma de que pudiera existir algo más que Santiago.

      No importaba. Digo lo que todos los viejos dicen, que la vida en ese tiempo era otra cosa. Había escogido a los compañeros del taller como amigos. No me atrevía a llamar a los demás. Odiaba el teléfono, no salía a la calle lejos de mi barrio. Tenía las cartas, sin embargo. Por carta era valiente y único. Por carta era aún la promesa. Por carta era Héctor Ortega de un modo en que no alcancé a ser cuando escribía con su nombre. Por carta seguí viviendo esos años, como vivió Carola, lejos, muy lejos, extraña y extranjera, aunque yo tenía la ventaja y la desventaja de hacer eso en mi propia ciudad.

      –¿Por qué no escribes a máquina? –me lanzó bruscamente en una de sus primeras visitas a Chile–. No entiendo nada tu letra. Es como si me escribieras en chino.

      –¿Por qué no me lo dijiste? Pensé que te gustaba mi letra. Pensé que era más auténtico. ¿Por qué no me dijiste que no entendías nada? Tengo una máquina de escribir en la pieza.

      –No podía decirte la verdad, no podía hacerte eso. Pablo me convenció de que si te lo decía, te ibas a matar. Yo no quería tener esa responsabilidad encima. Parecía tan importante para ti lo que escribías, que no te podía decir que no leía nada.

      Pero no me voy a matar nunca, pensé por primera vez con toda evidencia. ¿Cómo no sabes eso tú, Carolina? ¿Cómo podía creer mi mentira, como la creía Pablo, 10 años más viejo que yo? ¿Cómo no sabían que mi secreto era ese, y ese mi poder?

      Ziggy Stardust en Viña del Mar

      Era el año 1990. Bowie acababa de dar un recital casi vacío en el Estadio Nacional que le había gustado hasta a Ítalo Passalacqua. Yo tenía 20 años y había pasado la infancia y la adolescencia escuchando música clásica y cantautores franceses. Sentía que era tiempo de iniciarme en el rock, pero quería recubrirme con cierta barrera profiláctica, algo de prestigio, de referencia cultural, de vanguardia, para no caer en la vulgaridad de los videoclips que seguían aturdiendo a la gente de mi edad. Bowie parecía un candidato ideal para esa iniciación. Mi hermano Ignacio había escuchado en la escuela de arte un casete de grandes éxitos y me dijo que las canciones se parecían un poco a las de Lennon.

      Prevenido, informado, protegido, puse en mi walkman The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars. Un hombre vestido de cocodrilo delante de una caseta de teléfono londinense. El cielo amenazante, la luz extraña de un cartel, la insolencia de su gesto de guerrilla con la guitarra como metralleta. El casete empezó a rodar. A lo lejos, una batería se iba acercando, primero sola y luego acompañada de una especie de guitarra que se esparcía como gotas de lluvia espacial. Las arañas de Marte iban tejiendo su red de ecos y reverberaciones eléctricas, hasta que llega la voz: una voz de gemido, de chillido, de llamado, una voz de niño y de vieja a la vez, una voz de apuro y de orden perentoria, una voz que no tenía nada de humana y nada de inhumana tampoco, una voz que era la que tenía atravesada en el pecho cuando nadie me veía, cuando no sabía si era hombre o mujer, niño o anciano, cuando solo sabía que quería ser estrella para que nadie más me tocara.

      No sé por qué estaba en Viña del Mar ese día. Creo que había acompañado a mi papá a alguna reunión política. Me había escapado con el walkman a caminar por la plaza, el Hotel O’Higgins, las vías del tren. Estaba nublado, las tiendas vendían botones, posters de Emmanuel, Super 8. Entre las palmeras sucias y los buses, las mansiones y las pensiones se mezclaban en el cielo sin gloria, sin estilo alguno. Ziggy Stardust hablaba de todo eso, supe de pronto. Su esplendoroso mal gusto no quería ser auténtico ni profundo. Su música hacía todo para que se te pegara al cerebro y desde ahí estallar. La guitarra era desafiante, pero se perdía en el eco de los violines que, a su vez, se convertían en rumores de brujas electrónicas. El piano a veces era noble y sentimental, si bien la voz seguía siendo un graznido de otro planeta.

      Todos los resguardos que había interpuesto entre mi conciencia y el rock, cayeron. De Bowie no me gustó el buen gusto de sus años de pelo rubio y traje impecablemente cortado, ni sus coqueteos infinitos con la vanguardia, sino eso que en Chile uno había visto en Miguel Bosé y Elton John y hasta en el Luis Miguel de niño, y también en Albano y Romina Power y Jeannette cantando “¿Por qué te vas?”, ante una orquesta de instrumentos naranja, todos sintetizados o desviados en estudio de su sonido original. Ziggy era brillantina y pelucas, pero con un resplandor de muerte, con una voz que asustaba y que, asimismo, daba la idea de que tenía miedo, miedo a ser tragada por sí misma. Era rock sin ningún toque de blues, era la ciudad completa: el asfalto y los electrodomésticos y las industrias y la contaminación: cero rastro de hippismo pastoril. Era televisor en la pieza. Era música de alguien que aprendió a tocar escuchando la radio y no a los abuelos. Era música de gente que no tenía ya relación alguna con la tierra o el mar. Música de gente que no usaría nunca más sus manos, que no sentía del todo su cuerpo. Era música de fantasmas que no comen o comen demasiado, pero viajan entre los objetos sin tocarlos. Era música de un buen hijo que se rebela por donde menos lo esperan los padres, usando el lápiz labial de la mamá, pero parándose en el escenario con la insolencia que nunca tuvo su padre.

      Yo no sabía por entonces suficiente inglés para entender que Bowie cantaba como si fuese una súper estrella venida del espacio a suicidarse en público. Sabía que representaba todo lo que la educación de exiliado de izquierda me prohibía: la pretensión y la fama, la extravagancia de las ropas y el maquillaje, el capitalismo sin cristianismo, el aura decadente pero nueva, siempre nueva. Todo eso venía envasado en canciones filosas y sutiles a la vez, que tenían la astucia de desafiar tus oídos con sonidos nunca antes experimentados, hasta que llegaba el coro, preciso y pegajoso, que te recordaba que esto era pop después de todo. Limpio, exacto, sin huellas ni evidencia, como un crimen perfecto.

      Escucharlo era lo de menos. Lo terrible era que Bowie te proponía jugar a ser Bowie, a moverse como un lord entre los desechos industriales, ser el payaso blanco que su mamá reta en una playa después del Apocalipsis. La magia de Bowie no consistía en su capacidad para armar personajes para después matarlos en el escenario. La gracia estaba en cómo su música se infiltraba en tu médula espinal. Eso y una cierta elegancia que se podía adivinar hasta en Ziggy Stardust, el menos sofisticado de los discos de Bowie, una manera de pasar por las canciones como quien atraviesa un desfiladero, una cierta distancia que hace tan raro pensar que podía morirse como mueren los seres humanos, de cáncer al hígado, a los 69 años.

      ¿Dónde estaba el hígado de Ziggy Stardust? ¿Dónde estaba la vejez del Duque Blanco? Y, sin embargo, de eso hablaban las canciones en mi walkman, que luego sería discman, iPod, iPhone. De eso siempre hablaron todas las canciones de Bowie, del miedo a quedarse solo y morirse, y de su reverso: del vértigo de seguir vivo a pesar de todo. No de mujeres fáciles o difíciles, no de protestas contra la autoridad, no de drogas ni alcohol, no de liberaciones de ningún tiempo. Bowie hablaba del tiempo, de la fragilidad de nuestros sexos y nuestras mentes, del terror a volverse loco, de las ganas de perderse en la multitud, de nuestras palabras que chocan siempre en el mismo auto. Hablaba de la fama, es cierto, pero sobre todo de la ansiedad que te impulsa; es decir, el terror a no ser nadie si no te recuerdan cada cinco minutos quién eres. Había que inventarse un personaje, crear tu propio maquillaje.

      Algo parecido al cielo se abrió con David Bowie. Antes de esa mañana en Viña del Mar coleccionábamos con mis hermanos revistas en fascículos de historia del rock de los años 70. Escuchábamos a los Velvet Underground, los Beatles y los Rolling Stones. El rock nunca fue para nosotros un desborde. Tampoco recitales, gritos, drogas o alcohol. Fuimos la primera generación que escuchaba rock como quien escucha el cuarteto de cuerdas de Brahms. Bailábamos solos en la pieza. No, ni siquiera: escuchábamos con el cuerpo, recitando letras en un idioma que no conocíamos, pero que quedaban marcadas a fuego. El idioma del mismo imperio que nos exilió. La música de los enemigos. Y nos gustaba también por eso: como la cera caliente, había moldeado nuestros sueños, nuestras fantasías, nuestros cuerpos.

      El rock era una forma de aceptar lo que éramos. La luz de los tubos fluorescentes y la posibilidad de hacer arte con cajas rotas y guitarras saturadas, la ropa usada y la música usada también.


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