La edad media [1988-1998]. Rafael Gumucio

La edad media [1988-1998] - Rafael Gumucio


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a pesar del apoyo inagotable de Antonio Skármeta, cartas de rechazo de Planeta, el único sello en que valía la pena publicar entonces. Me acercaba con miedo y respeto a las oficinas de la editorial en la Avenida Bulnes. Ricardo Sabanes, el argentino que oficiaba de editor y que era lo más parecido a un yuppie –esa especie también nueva de ejecutivo con corbata y camisa italiana, apurado, seguro de tener el mundo por delante–, flanqueado casi siempre por la rubiedad de la Marcela Gatica, quien no sabía si sonreírme o no. Inaccesible élite para mí. Tuve que resignarme a recibir los llamados del siempre suave Arturo Navarro, y luego de Jaime Collyer, ex sicólogo y escritor de cuentos inquietantemente antropológicos, premiados en España, para preguntarme si me había masturbado o si estaba tirando. Collyer me entregó una carta razonada que explicaba el rechazo, haciéndome prometer que no me desalentaría, que seguiría escribiendo.

      ¿Delirante? ¿Existencial? ¿Pop? ¿Surrealista? Rechazaban mis manuscritos de un modo tan educado, gentil, que hubiese podido pensar que en el fondo los aceptaban. Me querían dar a entender que aunque esta novela no, y la otra tampoco, no me alejara de ellos, porque les seducía la idea de un joven nuevo, casi adolescente, que fuera a renovar la nueva narrativa chilena. Es decir, les gustaba yo, pero no mis libros. Eran años raros, en los que las novelas y hasta los libros chilenos agotaban ediciones completas en unas pocas semanas, además de acumular elogios unánimes de la crítica. Sólidos, austeros, realistas, nuevos; los escritores del año 90, 91, 92: Gonzalo Contreras, Carlos Franz, Arturo Fontaine, Pablo Azócar, Alberto Fuguet... Sus caricaturas y fotos aparecían en las portadas de los suplementos culturales de El Mercurio y La Época, que era la copia local del diario español El País, y cuyas oficinas estaban en el mismo edificio de color gris fiscal que las de Planeta. El parnaso del mundo por venir, el nuevo Chile completamente españolizado que parecía invencible entonces y se cansó tan luego de su propia fuerza. El universo transparente de la transición cuando todavía todo parecía posible para los amantes de “en la medida de lo posible”. Los que se quedaron en Chile, los que no vociferaron en la UP, los que entendieron que se podían lograr las cosas de a poco, con elegancia, con profesionalismo, con sutileza.

      A tres pasos de la editorial, el trabajo desechado dejaba de ser real incluso para mí. Eran puras ganas de escribir, de dar por supuesto lo que yo suponía: que reflejaba la intimidad de mis rodillas pegadas a mi pecho. La lluvia en el patio del Liceo Fleming donde terminaba la práctica profesional, el frío en los pies, los canarios diabéticos de mi supervisor de práctica... ¿Cómo se llamaba? ¿Tenía nombre siquiera?... El supervisor, no el canario, quiero decir. La cola de niños empujándose en el patio antes de recibir su vacuna... Y eso se mezclaba con el Paseo Bulnes, las tiendas de armas, las oficinas públicas, las librerías de saldos, la paz militar que en esa época daba todavía miedo, que me da miedo aún cuando paso por el edificio de las Fuerzas Armadas. Recuerdo a los guardias de esos edificios vestidos de comando y la cara desencajada del ministro del Interior, asegurando que todo estaba en perfecta calma, cuando era evidente que nada lo estaba.

      La normalidad era en ese tiempo una combinación de tensión con sonrisas forzadas. Un compañero de curso del Blas Cañas, Carlo Crino, se fue a la cárcel cuando, borracho, meó sobre la llama de la libertad, es decir, sobre Pinochet y O’Higgins. Santiago, su centro, resistía marcial. El Club de la Unión, la Bolsa de Comercio y los edificios del Paseo Ahumada enredados en los cables, amarrados como ballenas a punto de ser arponeadas. Las torres de San Borja decapitadas, la Estación Mapocho desnuda y sola en medio de la Norte Sur, las oficinas del centro tropezando sus muletas para tapar la Alameda, el Regimiento Tacna atravesando la avenida Vicuña Mackenna. Los elefantes del zoológico implorando por su tumba. Todo lo que esperaba y aguantaba, mientras seguía siendo en las listas de las revistas y los suplementos un “escritor prometedor”.

      ¿Qué prometía? Tenía miedo que al saberlo se disolviera de golpe. Al lado de mi pieza, mi hermano veía tele el día entero. ¿Qué haría con mi vida? Titulado de una carrera que nunca quise estudiar, era un escritor prometedor, pero sobre todo inédito, cada vez más inédito.

      –Déjate de tonteras, mijito –me dijo mi abuela cuando insistí en que quería ser escritor y nada más que escritor–. No seas neurasténico. Un cartón no le hace mal a nadie. Mira todos los escritores de ahora, todos tienen su posgrado... Proust no, claro, Proust era un flojo, pero tú no eres Proust, mi amor. Hacer clases en la universidad es lo más fácil que hay. Estás lleno de vacaciones y sabáticos. En la Católica les regalaban el título a los hombres. Deja que hable con la Nelly Donoso, ella es especialista en el papeleo.

      El edificio de hormigón había querido ser alguna vez la biblioteca de la universidad. Desmantelada durante la dictadura, se había convertido en la Facultad de Humanidades, la más olvidada de las facultades de la universidad. En el primer subsuelo, los alumnos de pregrado eternizaban el mismo partido de ping pong en que los heideggerianos peleaban con los hegelianos. Otros castigaban el taca-taca. Los muros se llenaban de fotocopias de peñas y protestas, y lecturas de poesía a las que nadie asistía.

      La Facultad de Humanidades de la Universidad de Chile no era otra cosa que un jardín abandonado donde crecían, entre la maleza, los revolucionarios encapuchados que protestaban el día del joven combatiente, el día del Golpe, el día de la elección de Allende, el día del trabajador. Paulo Estrelinguis atravesaba el humo de las lacrimógenas; era un lituano especialista en Kafka, que en realidad más parecía un personaje de este último. Parado como si nada con su perfecto traje de dueño de pompas fúnebres y sus 120 años, esperando que se disolviera el humo de las lacrimógenas para volver a respirar.

      Cristián, un compañero de curso gentil y paciente, hacía clases de guitarra clásica para pagarse el sicoanálisis tres veces a la semana. Milton trabajaba de corrector de pruebas durante las noches en La Nación. David vendía libros en la Mímesis. El otro Cristián usaba corbata y gomina a los 20 años, y había leído casi todo. Nadie, que supiera, quería ser escritor. Les parecía un poco frívolo o ingenuo intentarlo después de dos cursos de teoría literaria a cargo de Aguilera, un profesor que era también un obispo evangélico. Todos nombraban intertextos y paratextos que yo no conocía. Job Boj, Soriano cuando el Gordo y el Flaco salen de la novela a hablar con el novelista, Pedro Lastra y Enrique Lihn, Cocuyo de Severo Sarduy, el neobarroco, la inscripción en el cuerpo de las letras, Foucault, ¿Juan Cameron, ubicái a Juan Cameron de Valparaíso?, es el mejor poeta de su generación. Nada de lo que leíamos o hablábamos en el taller literario de Skármeta.

      Mi mujer suele presentarme ante sus amigas gringas como autodidacta. No sacaría nada con explicarles que estudié más de siete años en distintas universidades, entre ellas, la más antigua y prestigiosa de mi país. El magíster en Literatura que conseguí 12 años después de dar los cursos, en esa eterna primavera polvorienta del 93, no le impide a mi mujer tener algo de razón. No soy autodidacta, pero me gustaría serlo o parecerlo al menos. Los escritores no van a la universidad, pensaba entonces. Y sigo, a pesar de todas las pruebas en contra, pensándolo. Los escritores, los de verdad, los que de verdad importan, no tienen posgrados, y menos posgrado en literatura (que es lo que conseguí muchos años después). Todas las razones que mi abuela me daba para que consiguiera mi título, un mundo más suave en el que los libros importan y ser escritor no es una deshonra, me parecían razones atendibles y, por lo mismo, peligrosas. El escritor que saca su posgrado para escribir después tranquilamente tiene algo de Esaú vendiendo su primogenitura por un plato de lentejas. Lo quiera o no, piensa que si la literatura no le resulta, igual va a recibir un sueldo a fin de mes.

      La universidad está llena de gente asustada, gente que estudia el mundo para no tener que ser herido en la batalla. El claustro seguía siendo un convento donde solo se es feliz si te castran antes. Pasé todos los años que estuve ahí pensando en cómo escapar. Pero nunca escapé de nada. Y estaban las clases de Waissman, que nos hizo leer Los espectros de Ibsen como si fuéramos actores; Hozven, que volvía a Chile en esa fecha; María Eugenia Góngora, que nos daba a tomar té hablándonos de cómo castraron a Abelardo por culpa de Eloísa; Subercaseaux, que dirigía con Mariano Aguirre un taller de crítica literaria, y un brasileño que nos enseñó a cocinar feijoada y a leer a Machado de Assis. ¿Cambiaría algo si me hubiese tocado una universidad menos confundida


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