La edad media [1988-1998]. Rafael Gumucio
Murales sobre murales, fotocopias de mártires, conmemoración tras conmemoración, hasta que los carabineros lanzaban sus bombas y mojaban sus cuerpos que volvían a tener piernas, brazos, pechos. Tiempo redondo e infinito en que las protestas no tenían necesidad de tener petitorio, dirigidas por nadie y por todos, gobernadas por la simple idea de hacer lo que sus hermanos mayores hicieron unos años antes: lanzar las botellas encendidas y correr hacia el “verde bosque”, ese páramo entre la Facultad de Humanidades y la de Ciencias, donde varios experimentos de los biólogos locales dieron origen a monstruos legendarios. Tan legendarios como el estudiante de arte que drogado con alucinógenos se perdió entre los arbustos de la Facultad de Arte de la calle Las Encinas, el campus Pink Floyd, como lo llamaba mi hermano, quien estudiaba ahí mismo.
Mi hermano Ignacio estudiaba arte en Las Encinas, en el otro extremo del campus Juan Gómez Millas. En el catálogo de su exposición Falsa modestia, mi hermano recuerda el período como una infinita huelga de hambre.
La huelga de hambre me recuerda una sala de pintura en Las Encinas, la Escuela de Arte de la Universidad de Chile, con los estudiantes famélicos y sus profesores frente a una estufa que es igual a la de la oficina parroquial donde dejan de comer unos sindicalistas (...) Digo la huelga de hambre y recuerdo los jóvenes que entramos el año 1990 a la Escuela de Arte para pintar cosas, y cómo todo se llenó de dificultades, y nada era lo que parecía, y fue necesario tomar en cuenta miles de problemas antes de hacer cualquier cosa. Me invento una huelga de hambre de estos alumnos, sentados con un cartel que dice: ¡Todos contra los problemas previos, todos a favor de los problemas posteriores! Huelga de hambre y pienso en que no me puedo ir antes de que acabe la huelga, no puedo dejar la colchoneta, la pieza, Santiago, ni Chile.
Pero mi hermano también recuerda una cantidad de cosas que he querido olvidar. Si bien era con él con quien iba al Normandie y al Microcine de Bellavista, y con él era con quien tomaba fotos en blanco y negro de edificios sin gracia, para parecernos a los personajes de Wim Wenders, yo me empeño en recordarme solo, completa y perfectamente solo todos esos años en que formábamos una especie de facción artística, sola y consanguínea, contra el resto del mundo.
De las clases particulares de pintura que tomé –dice mi hermano Ignacio–, de los profesores de la Universidad de Chile, de los artistas gurús disponibles, solo escuché la mitad de su prédica, preservando lo más que pude la autoridad de la casa. Evité todo lo que creía que podía avergonzar a mi hermano mayor; rigurosamente no leí ni escuché nada que me sonara francés, sociológico, posmoderno, pretencioso, humilde, snob, caro o serio.
Prácticamente no leí ni oí nada. Refugiado en el taller de grabado, resistí como pude el canto de las influencias. No fui el discípulo disponible y fanático que mi carácter comandaba, sino esquivo y aparentemente escéptico. Cuento este mal arreglo sin un atisbo de queja. Más bien con algo de nostalgia.
En su catálogo mi hermano consagra un capítulo entero a la dictadura, pero aclara muy luego que no piensa en la de Pinochet:
... sino en la que me impuse usando a mi hermano Rafael. En realidad ambas coinciden, por lo que podemos decir las dos cosas al mismo tiempo. Decir por ejemplo: añoro a la dictadura.
La dictadura que entendí a la perfección. Eso fue tener 13 años el 1984, entender lo que tus padres solo podían padecer o disfrutar perplejos. En un país gobernado por las pulsiones pueriles que correspondían a mi edad, entregado a la crueldad infernal, el humor violento, la candidez torcida, la ética del cachamal de patio de colegio, los adolescentes de entonces fuimos los únicos adecuados.
Sentados frente a un televisor del que mis apoderados huían, recuerdo la insana sincronía que se estableció entre mi aburrimiento de púber y el que ofreció en ese momento la televisión chilena. Los tres canales, como si fueran espejos de mi ánimo, le impusieron a 13 millones de chilenos dosis diarias y precisas de mi desidia adolescente. Tuve en este tiempo todo el poder, toda la comprensión, los tuve en mis manos y estuve con ustedes, gentes. Y los perdí. No sé exactamente cuándo. Tal vez fue el 5 de octubre de 1988.
Campus Juan Gómez Millas, el camino de las letras a las artes pasando por las ciencias, la historia misma de Occidente, que en la versión de la Chile eran álamos, casuchas, jaulas rotas de serpientes, condones en el suelo, matas de pasto oxidado, señores de barba hablando solos, escultores que se titulaban haciendo agujeros en el suelo, casilleros de metal descerrajados y baños taponeados que llenaban los pasillos de una capa perpetua de agua sobre la que flotaba el reflejo de un tubo fluorescente moribundo.
No había futuro en la Universidad de Chile de 1992-93, pero eso no era lo peor. Lo peor es que había solo un pasado posible, el de los años 80, que aquí nunca murieron del todo. Día del joven combatiente, el 4 de septiembre, el día en que eligieron a Allende, el 11, el día en que cayó, el 5 de octubre en que cayó Miguel Enríquez, el líder del MIR y que llegó “la democracia traidora”. Tomas y retomas, protestas sobre protestas. Correr cuando venían los pacos, desafiarlos desde el techo de la facultad, el mismo escenario de las más interminables asambleas de estudiantes secundarios durante la dictadura. Todo lo que pensaba haber dejado atrás: la clandestinidad, el terror, la cobardía, mi cobardía, que había tenido la única valentía de reconocer. Mi cara encubierta por el cuello del abrigo, caminando apurado hacia la avenida Los Presidentes y Las Torres, donde vivía la Lorena, una belleza de la época secundaria que no me habría atrevido siquiera a desear.
Pasaba como un fantasma por esa facultad que era también una facultad fantasma, el fantasma de la efervescencia que fue en los 60 y comienzos de los 70, y del terror en el que devino en los 80. ¿Habría cambiado algo mi vida si me hubiese tocado una universidad menos confundida? ¿Habría terminado mi doctorado, me habría ido, como tantos escritores de mi edad, a posgraduarme a Estados Unidos? ¿Habría terminado por ser un tranquilo profesor en Nueva Inglaterra o California o París o Montreal? ¿O en el mismo campus Juan Gómez Millas? ¿Habría hecho carrera escribiendo papers y dictando seminarios, distraído y amable, publicando entre medio novelas más construidas y citables de las que escribí? ¿Habría sido una suerte de Ricardo Piglia, autor que admiraba y detestaba en esa época, justamente por el temor a convertirme en un animal puramente literario?
Pero era incapaz de ensuciar mis trabajos con citas. No había leído a Derrida y Baudrillard, pero estaba en contra de ellos por principio. Pensaba que haber sido educado en Francia me permitía saltarme toda la teoría francesa. Sospechaba que había entre mis compañeros y algunos profesores algún error de traducción. Mi abuela tenía unos casetes donde Michel Foucault hacía clases en el Collège de France y era un señor que citaba a los griegos y los latinos entre tosidos y tosidos, un profesor como los que yo había tenido en el colegio. Pensaba, sin atreverme a decirlo, que mis compañeros debían estudiarme a mí en vez de estudiarlos a ellos.
Hice todos los cursos y presenté mi proyecto de tesis sobre Domingo Faustino Sarmiento, con el que estaba inconfesablemente de acuerdo en casi todo. Llegó el verano. En marzo tenía que pedir reunión con Bernardo Subercaseaux, mi supervisor. No pedí la reunión. Desaparecí en ese campus en que era tan fácil desaparecer, donde era casi imposible resistir la tentación de perderse en esa inmensidad en que nadie preguntaba por ti. No sé si corrí, supongo que no, pero me veo ahora corriendo por la avenida Grecia, libre de todos los colegios al mismo tiempo, decidido. No terminé, no entregué el informe, no hice la tesis, aunque pagué por el semestre. Con ese acto de valiente cobardía, di por terminada mi educación.
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