La edad media [1988-1998]. Rafael Gumucio

La edad media [1988-1998] - Rafael Gumucio


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reales o imaginarios de los cantantes de rock.

      Nos perdimos con mi hermano la primera parte de esa revolución, esa que hizo de la fábrica, la música y la comida en serie una forma de arte. Un arte que tiene justamente en su falta de materialidad su aura. Nos negábamos a usar jeans y a masticar chicle. Nos negábamos a escuchar la música que daban en la radio. Íbamos donde un vendedor de vinilos en San Diego, que nos grababa casetes de Paolo Conte (que no era particularmente rockero) y Tom Waits y su piano lluvioso de perros abandonados. Coleccionábamos discos ligeros, de esos que venían con los fascículos de Otis Spann, B.B. King, pero también de Buddy Holly y los Beach Boys. No, los Beach Boys vinieron después.

      En esa época anterior al rock –para nosotros, repito–comprábamos los casetes en rebaja de la Feria del Disco. En un solo casete venía Percy Sledge, Otis Redding y Wilson Pickett. Otro casete con Marvin Gaye, las Supreme y los Four Tops. Esa música que podía explorar todos los sentimientos sin ser sentimental. Batería y violines que te arrastraban como las olas del mar. Motown, que cristalizaba mejor que ninguno mis inconfesables ganas de vivir. Era el talento como única opción de sobrevivencia. Era subirse al ring a noquear el aire con la ligereza de una avispa, como decía Mohamed Alí para asustar a sus oponentes. La música de Motown era lo contrario de la música posromántica de los hijos y nietos de Wagner, que era la que escuchaba con pasión hasta entonces. Era mi forma de saltarme el callejón sin salida de la dodecafonía y la atonalidad serial en que terminaban fatalmente los experimentos de Wagner y Gustav Mahler.

      Esas verdades de la Motown y David Bowie estaban dentro de mi cuerpo, eran conocidas, como un idioma común. Esa fue una sorpresa de la que aún no me repongo: tener un cuerpo que vibra y habla y calla y se mira y se olvida cuando se deja llevar por el baile.

      John Lennon, Keith Richards, Pete Townshend, o el mismo David Bowie, hablan de su infancia entre sirenas y racionamiento. Su inconsciencia, sus contoneos en el escenario, sus gritos y sus solos de guitarra surgieron de los bombardeos sobre Inglaterra en medio de los que nacieron. Su conciencia siempre tuvo la guerra como frontera. Entiendo por qué no se hicieron nunca grandes, adultos quiero decir, por qué no dejaron nunca de alimentar una rabia que ni los millones de fans y dólares, ni las sobredosis sin fin de droga y whisky, logran calmar. La guerra no es algo que sucedió; es algo que sucede y se repite en el fondo de algo anterior a los recuerdos.

      Esa mañana nublada de Viña descubrí eso. La batería que palpita una promesa temible y la guitarra que despega toda su lluvia radiactiva representaban el derecho a tener un cuerpo que huele la distancia de las cosas, que entra y sale de ciudades que no conoce. Es lo mismo que decía Roger Waters, el ex líder de los Pink Floyd, tocando su The Wall en la Postdam Plazt abandonada de Berlín, el 21 de julio de 1990. Esa guerra con alambres de púas y militares vigilando en ambos puntos del Checkpoint Charly era también una guerra interior, una guerra moral que se libraba en cada uno de nosotros, protegidos nuestros miedos y traumas por un muro de órdenes, frases hechas, bombas atómicas que podían acabar con el planeta, guerrilleros impotentes, mentiras que, una vez derrumbado el muro, nos dejaban desnudos ante nosotros mismos. Miles y miles de alemanes y polacos e ingleses escuchando el coro de Ejército Rojo, y Van Morrison, Cindy Lauper, Scorpions, Ute Lemper y el mismo Roger Waters sobre los ladrillos rotos de plumavit de su propia depresión convertida en un síntoma del mundo.

      El talento como única opción de sobrevivencia, decía David Bowie esa mañana en Viña del Mar. Me rebelaba contra mis padres escuchando música que hacía gente de su edad, desmesuradamente joven aún en el escenario, en su momento de gloria, justo antes de la decadencia, cuando el rock se convirtió en un deber más. Reconstruía una parte perdida de mi propia genealogía, los años 70, cuando mis padres escuchaban boleros, cha cha cha, Violeta Parra y Víctor Jara. Pensaba que yo y mi hermano estábamos más o menos solos en esto, así que me decepcionó profundamente enterarme por Iván Valenzuela de que existía un tal Lennon, de Concepción, que escuchaba la misma música que yo. Era la primera reunión de la “Zona de Contacto”, el suplemento juvenil de El Mercurio. Para impresionar a Valenzuela, que era crítico de música en el mismo diario, le presté los audífonos de mi walkman y le puse “Eight Miles High”, de los Byrds, la guitarra que pierde cualquier continuidad, dispara notas como llamados de telégrafo, y las voces como fantasmas que se sobreponen. Parece una canción de los Beatles pero es lo contrario, la noche y sus faroles y sus ciudades dormitorio, suburbios, gasolineras, estrellas, galaxias, agujeros negros.

      –El Lennon está haciendo un disco así –me informó Valenzuela–. Graba en Filmocentro. Si quieres, lo vamos a ver. Tiene un grupo, se llaman Los Tres, aunque son cuatro. Hay un guitarrista de jazz espectacular. Uno que tocaba con Cometa. ¿Te acuerdas de Cometa? Jazz-rock. Dejaban la cagada en la sala Isidora Zegers. Angelito Parra se llama, hijo de Ángel Parra. Cuando quieras vamos a escucharlos.

      Yo no quería. Yo quería mantener el rock y el soul como una pasión secreta. Era, ahora que lo pienso, la primera vez que iba a El Mercurio, el diario que había apoyado el exilio de mis padres y que fue financiado por la CIA para propagandear el golpe militar. Éramos nosotros, los jóvenes de la Zona, la representación de los nuevos tiempos. No había que pedir perdón ni reincorporar a nadie, sino apostar por los jóvenes, los nuevos, los que fueron criados en los videoclips de Michael Jackson y Madonna.

      Mentiría si dijera que sentía algún tipo de duda o de escrúpulo. Todo eso me parecía natural, nos parecía natural. Para dar por inaugurada mi entrada en sociedad, escribí un artículo odioso contra Silvio Rodríguez y la gente que lo escuchaba. Era sincero, puedo alegar en mi defensa. Su gangosa voz, sus metáforas de flores y unicornios, sus complejos acordes y su simpleza ideológica, me repugnaban tanto entonces como ahora, que lo escucho sin parar, como si algo de esa juventud que no fue nunca la mía se hubiese quedado pegada en los complicados arpegios del trovador y el piano y las metáforas floridas y La Habana vieja y su lluvia de tejas. Silvio, la “Zona de Contacto” y Ziggy Stardust... de qué callada manera, como diría Pablo Milanés, termina uno con tal de ser totalmente parte de su época.

      El camino de las letras a las artes

      (pasando por las ciencias)

      Yo no quería ser Héctor Ortega. Esa certeza –la única–guió mi vida. Escribí su vida para no vivirla. Es la razón por la que escribí casi todos mis libros, para separarnos. Los recuerdos, pero también las probabilidades. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa que me hiciera famoso, incluso ser Héctor Ortega por un rato, como ya dije. En tres años escribí dos versiones distintas de Menos uno, la novela que leí en el taller y que, al corregir su ortografía y sintaxis, iba disminuyendo en páginas, en intensidad y, lo peor de todo, en densidad. Quizás tenía razón el Chacal Tamayo, el libro solo tenía sentido leído por mí, en esas hojas tamaño oficio en que pegoteaba frases de otras hojas que nunca salían derechas, donde sobraban algunas h y faltaban todas las s y los acentos. ¿No era eso, mi novela, una acción de arte, una especie de objeto que solo se podía leer a través de sus faltas de ortografía, como si lo hubiese escrito el desesperado Héctor Ortega?

      Miraba al perro de la Lily Elphick mientras se iba deslavando mi manuscrito. Ella se había propuesto ayudarme a corregirlo en el jardín de la calle Nevería, donde vivía con su marido feliz y su familia ídem. Me resultaba todo eso, de pronto, más interesante, más misterioso, que mi propia novela. El invierno sobre el pasto, el marido ingeniero que coleccionaba discos de Cream, la esposa escritora reduciendo sus cuentos para que se convirtieran en microrrelatos. Si hubiese sido valiente, habría persistido en la vanguardia de mi manuscrito ilegible, pero quería esa realidad legible de jardín y estufas, quería ser, al mismo tiempo, el disléxico que solo sabe hablar de sí mismo y el observador paciente que deja para siempre escritas esas tardes normales de un barrio cualquiera.

      A algo debía renunciar, pero no sabía todavía a qué. Las tres versiones de la novela, que llegó a tener apenas 70 páginas, fueron rechazadas. Pero seguí, no me detuve y escribí Color de hormigas, una novela policial con fondo de música clásica y otra sobre un grupo de niños rockeros que se quedan abandonados cuando misteriosamente los padres se van de la casa. También se me ocurrió otra novela sobre nada muy concreto, gente que se enamora y no se toca, oficinas vacías donde un funcionario


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